Apreciamos el carácter lúdico y los planteamientos rupturistas y revolucionarios del arte moderno. Hemos celebrado como hallazgos felices e imaginativos el que Marcel Duchamp decidiera convertir un urinario en una obra de arte o que Yves Klein iniciara el movimiento de arte conceptual con la presentación de su exposición Vacío (en la que las salas estaban vacías). Iniciativas así dieron lugar a la aparición de los happenings, las performances, las antropometrías (la utilización del cuerpo desnudo como soporte pictórico), el Land Art, manifestaciones todas ellas en las que buena parte de sus valores se encarnan en el ingenio y la provocación. La transgresión de esta frontera, lo que va más allá del fraude, lo que supone el descenso de ese escalón hacia la pornocultura, tiene que ver también con la degradación suprema de ciertos valores. Hace unas semanas, el artista Guillermo Habacuc Vargas presentaba en una galería de arte su última pretendida (pretenciosa) provocación: un perro atado por el cuello con una cuerda hasta su muerte por inanición, de sed y de hambre. La obra se titulaba Un perro enfermo, callejero (¡viva la imaginación!) y a este espectáculo denigrante asistieron cientos de personas como quien va a contemplar una exposición de Picasso. Por supuesto que ya han comenzado a pronunciarse voces que saludan la iniciativa como una denuncia de otros hechos también considerados como artísticos (léase los toros, por ejemplo), manifestaciones que tratan de justificar lo injustificable, que confunden la anécdota con la categoría y que no tienen en cuenta el fin y los medios.
Estos días se anuncia que el artista Gregor Schneider, premiado en la Bienal de Venecia de 2001, busca un museo que le permita mostrar la agonía y el fallecimiento de un enfermo terminal, con el fin de teorizar sobre «la belleza de la muerte». Al parecer ya existen voluntarios que están dispuestos a prestarse a morir en público para satisfacer las ansias de notoriedad de este artista que ya se burló de cientos de personas cuando en 2007 anunció una performance gratuita en el edificio de la Ópera de Berlín. Los asistentes esperaron durante horas a que se abriesen las puertas del edificio. Una vez dentro, Schneider les anunció que la performance había consistido precisamente en la larga espera que tuvieron que soportar bajo el frío del invierno de la capital alemana.
Diez años antes, el grupo SEMEFO, siglas del mexicano Servicio Médico Forense, aficionada al arte (una de sus artistas, Teresa Margolles exponía en enero de 2008 en la Galería Salvador Díaz de Madrid), mostraba en una exposición de arte una prenda de ropa con restos de sangre, arrancada en la morgue a una de las víctimas de una reyerta callejera.
Son solo algunos ejemplos. Asistimos con frecuencia a muchos más en la cultura de ahora mismo. Este tipo de manifestaciones, que los medios no se privan de calificar de culturales, lleva a pensar, pues, que nos encontramos ante la consolidación de unos nuevos valores, de una nueva forma de hacer cultura, que busca sobre todo la popularidad express y el enriquecimiento fácil y rápido a través de una nueva forma de provocación que supera los límites de la dignidad y que amenaza con llegar a convertirse en el factor más determinante del retroceso intelectual y humano de nuestras sociedades contemporáneas, que, en contradicción ya denunciada por intelectuales como George Steiner, son las más avanzadas tecnológicamente. Pero esto forma parte de otra reflexión
8Originalmente publicado el 12 de abril del 2008.
CONSUMO CULTURAL Y BASURA9
En 1992 visitó España el arqueólogo William Rathje, un personaje que llamó la atención de los medios de comunicación. Se hacía llamar “el arqueólogo de la basura” y su trabajo consistía en analizar las fosas donde las civilizaciones del pasado habían depositado sus desechos. De este modo estudiaba las costumbres y caracteres de esas civilizaciones no por lo que estas habían dejado a la posteridad sino por lo que no habían querido dejar, lo que tiraban a la basura. La arqueología de la basura es hoy frecuente en el campo de la investigación y gracias a ella conocemos algunas de las costumbres relacionadas con el consumo a lo largo de la historia.
MODERNIDAD LÍQUIDA: CONSUMO Y CULTURA
El premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades Zygmunt Bauman acuñó el término “modernidad líquida” para definir la actual sociedad basada en el modo de producción capitalista y en el consumo. Frente a la modernidad sólida, de estructuras fijas, valores permanentes, límites inalterables, donde la paciencia, el trabajo duro, la abnegación y el sacrificio eran los presupuestos para el éxito, en la modernidad líquida este depende de valores mutantes y principios que se alteran constantemente. La modernidad líquida es la que corresponde a un mundo vertiginosamente cambiante, a una sociedad de flujo constante entre sus poblaciones. Si la modernidad sólida vivía enfocada hacia lo perdurable, lo único permanente en la modernidad líquida es la fugacidad. Ya no hay nada que pueda durar, y menos de manera permanente. Los Estados cambian su configuración, se debilitan las fronteras, se adoptan procesos de desregulación y privatización, se precariza el mercado de trabajo… compromisos y acuerdos firmados con solemnidad se cambian o se anulan de un día para otro. La modernidad líquida rinde culto a la velocidad, a la novedad, al cambio por el cambio y al consumo por el consumo; es una civilización del exceso, la redundancia, el despilfarro y la eliminación de desechos. Una sociedad que por fin ha materializado el amor y los afectos. Bauman explica así este proceso en una de sus últimas obras (Mundo consumo. Ed Paidós): expuestos a un bombardeo continuo de anuncios, el ciudadano es persuadido de necesitar siempre más cosas, para lo cual necesita más dinero. Para conseguirlo trabaja más horas y pasa fuera de casa cada vez más tiempo. Para compensar la ausencia del hogar y el alejamiento de los suyos les compra regalos: materializa el amor.
Propio de la modernidad líquida es una nueva cultura en la que cada producto está calculado para tener el máximo impacto en el mínimo tiempo posible. La afirmación de Hannah Arendt de que la característica principal de la cultura es su permanencia, queda pulverizada por los nuevos presupuestos de la modernidad líquida. Ahora la cultura ha de buscar el máximo impacto en el mínimo de tiempo porque su legitimación reside en el mercado. Los libros se sustituyen vertiginosamente en las mesas de novedades, los estrenos de cine se mantienen poco tiempo en las carteleras, los hits musicales son diferentes cada semana. Los valores en los que se asienta ahora la cultura son los récords de taquilla, los best seller, las grandes audiencias televisivas, las largas colas en los museos para exposiciones temporales, cada vez más cortas. Cuanto más fugaz, la cultura es más valorada. Los productos culturales que más interesan son los más perecederos, como los happening (que terminan cuando los artistas se retiran) y las instalaciones (que se desmontan una vez clausurada la exposición).
La organización ideal de la modernidad líquida es la sociedad de consumo. En ella, quienes impulsan el crecimiento económico son los consumidores permanentemente insatisfechos. Y su mayor peligro, los consumidores tradicionales, aquellos que solo compran lo que necesitan. Para la economía de la nueva sociedad, satisfacer las necesidades, los deseos y las carencias debe provocar nuevas necesidades, deseos y carencias. Para no entrar en crisis, la economía de la sociedad de consumo necesita recurrir al exceso y el despilfarro, para lo que presenta la obligación de elegir como si fuera una libertad de elección. En la modernidad líquida el concepto de belleza es cambiante, depende de la moda. Lo bello se convierte en feo en el momento en que las tendencias actuales son sustituidas por otras. Y lo feo, ya se sabe, está condenado al vertedero. La felicidad consiste tanto en adquirir cosas como en deshacerse de ellas. Los consumidores tiran los antiguos bienes duraderos (pagando incluso para que se los lleven) para adquirir bienes efímeros porque la moda dice que son los que hay que consumir. El ciclo que mantiene la economía en funcionamiento es el que consiste en comprar, usar y tirar a la basura, y el camino desde la tienda hasta el contenedor, mejor cuanto más corto y rápido. Por eso nunca fue tan hermosa la basura.
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