Marina Adair - A Roma sin amor

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Annie cree que la única manera de dejar de sentirse fuera de lugar es crear su propia familia. Sin embargo, le está resultando bastante complicado, porque todos los hombres con los que sale encuentran el amor de su vida… justo después de romper con ella.Tras su último desengaño, decide que es hora de empezar de cero, sin hombres. Y se muda a Roma (Rhode Island, EE. UU.), y no a Roma (Italia), para trabajar en el hospital de la ciudad, donde, por sorpresa, acaba compartiendo casa con un compañero tan enigmático como corpulento y sexy.Tras cubrir una historia literalmente explosiva en China, el fotoperiodista Emmitt Bradley vuelve a casa herido y con la intención de afianzar el lugar que ocupa en la vida de su hija Paisley. Pero con un padrastro y un tío entregado, Emmitt parece tener que pelear por su sitio. Por no hablar de la adorable invasora que ocupa su casa, que supone un problema añadido, uno que a él le encantaría resolver en la intimidad. Demasiados frentes abiertos: Annie ha renegado de los hombres, Paisley está en pleno furor adolescente y el padre de Emmitt, con el que estaba distanciado, reaparece con un secreto que lo cambia todo.Annie y Emmitt están a punto de descubrir que el amor adopta muchísimas formas y que, a veces, las mejores familias son las que elegimos.

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Mucho más que irritada por la hipocresía de la situación —otra cosa que añadir a su lista de Peor compañero de piso del mundo, justo entre «Humilde fanfarrón» y «Ladrón de cerveza»—, lanzó la sábana por los aires, salió de la habitación y se quedó inmóvil junto a la puerta, donde sus tripas dieron un repentino salto.

«Madre del amor hermoso». Con los pulmones hinchados, se sentía incapaz de soltar el aire, porque delante de ella, a un par de pasos, se encontraba el Romeo de aquella particular Roma. Despatarrado en el sillón, con la gorra sobre la cara, Emmitt y sus Calvin Klein estaban totalmente a la vista. Era evidente que el tío tenía algún problema con llevar pantalones.

O acaso quería marcar su territorio. Sacando la artillería pesada… a lo grande.

Annie a duras penas llegó a fijarse en que Emmitt había reclinado el sillón ciento ochenta grados, convirtiéndolo en una superficie plana, con el reposapiés alzado, y obstaculizándole así el paso cuando se hiciera de día. Porque su atención se dirigía a otro lugar.

Como la manta azul tan solo lo cubría parcialmente, Annie contempló el movimiento hipnótico de su pecho, un pecho muy definido, con la cantidad justa de vello y la cantidad justa de músculos.

La paz con que dormía la irritaba. Emmitt tenía un brazo sobre los ojos y un pie apoyado en el suelo; y si así era su erección a las dos de la madrugada —«buf»—, el cuerpo de Annie exhaló un «Dios santo» al pensar cómo sería por la mañana.

Se llevó una mano al pecho y se concedió cinco segundos para mirarlo embobada. Cinco segundos, y después se iría y Emmitt nunca lo sabría, porque era evidente que esa batalla la había ganado él. Tal como lo veía Annie, sus opciones eran:

1 Esperar que Emmitt se despertara antes de que ella tuviera que ir a trabajar y recolocara el sillón; una opción poco probable, porque el tío se había puesto cómodo para dormir hasta las tantas enfrente de la habitación.

2 Despertarlo y decirle que era un capullo; algo que implicaba admitir que empezaba a molestarla.

3 Cuando fuera de día, gatear por debajo del reposapiés; aunque no pensaba volver a menear el culo por ningún tío.

4 Subirse encima de él, semidesnudo; y anda que no se llevaría él un alegrón al verla allí y oír el tamborileo de su corazón.

Aunque había otro problema. Cuando dormía y no escupía gilipolleces, parecía casi humano.

Annie entendía a la perfección por qué tantas mujeres admiraban sus manos fuertes y capaces, y su tableta de chocolate. Era un hombre alto, fibrado, atractivo de una manera sofisticada, que ponía de manifiesto que había exprimido la vida al máximo.

Ay, a quién quería engañar. Emmitt era sexquisito.

—¿Reconsiderando la oferta de la cucharita? —La voz grave y áspera le dejó claro que, mientras ella había estado observándolo a él, él también a ella—. Aquí hay espacio.

Se dio unos golpecitos en el regazo, a poquísimos centímetros de su impresionante paquete, y el corazón de Annie cogió la velocidad adecuada para competir en las 500 Millas de Indianápolis.

Annie clavó los ojos culpables y avergonzados en los de él, que no estaban para nada avergonzados. La falta de pantalones no parecía afectarlo ni un ápice; más bien le hacía esbozar una sonrisa encantadora y lucir una mirada divertida —en la que había, además, un destello mucho más peligroso—.

—Pues no. Estaba valorando nuestro sistema de educación pública. ¿Eres un analfabeto o solo un maleducado?

Emmitt le echó un vistazo al cartón vacío del suelo con una notita rosa chillón que decía: «De Anh, no beber».

—Habría sido muy feo por mi parte dejarlo en su sitio cuando queda un mísero trago.

Se movió en el sillón y el cambio de postura dio comienzo a un efecto dominó de ondas musculares que fueron de sus hombros a sus abdominales.

Sus pectorales se agitaron con sorna, y Annie desplazó la mirada hacia arriba y lo vio sonreír.

—¿Ahora quién es la maleducada? —Emmitt chasqueó la lengua—. Me estás cosificando, en la posición vulnerable en la que estoy.

—Por favor. —Annie bufó—. Sabías exactamente lo que hacías cuando has decidido repanchingarte en un sofá en pleno recibidor sin nada más que tus calzoncillos.

Emmitt cogió la manta y se tapó el abdomen como si el gesto supusiera un gran esfuerzo para él, cuando en realidad lo único que se cubrió fue el costado derecho, dejando su parte izquierda, y sus otras partes, bien a la vista. Acto seguido, reclinó el sillón más aún y se llevó las manos a la nuca en una posición tan masculina que las zonas femeninas de ella comenzaron a burbujear como cuando el champán entra en contacto con la lengua.

—¿Qué estoy haciendo, Anh?

—¡Intentas ponerme nerviosa!

—Es el efecto que causo en las mujeres. —Su voz estaba adormilada, como si se hubiera pasado buena parte de la noche dando unos besos largos, ardientes y narcóticos.

—Pues en esta no. A mí no me pones nada nerviosa —le mintió—. Lo siento mucho, pero tu gran plan para lograr que me largue no va a funcionar.

—De hecho, yo…

—¿Me dejas terminar?

—Adelante —dijo, con tanta calma que ella aún se puso más nerviosa.

—Te has comportado como un imbécil. Y mi noche ya era bastante terrible. Sabías que estaba frustrada y cansada y… y dolida. —La confesión la pilló con la guardia baja, pero decidió reafirmarse—. Sí, estaba dolida y avergonzada, y para más inri, descubro que un maleducado desconocido había puesto la oreja en una conversación muy difícil. Así que me he ido a la cama a lamerme las heridas en privado y a dormir porque… porque…

—Porque estás frustrada y cansada y dolida —le refrescó la memoria él.

—Frustrada y cansada, pero dolida ya no. Ahora estoy cabreada. ¡Contigo! —Levantó un dedo en su dirección.

—¿Conmigo? —preguntó Emmitt como si la situación se le antojara de lo más divertida.

—¡Sí, contigo! Tengo que ir al hospital muy pronto y tú has creído necesario volver y cerrar de un portazo todos los armarios de la cocina. Si querías armar un buen jaleo para despertarme, lo has logrado, Emmitt Bradley, lo has logrado. —Y terminó el discurso dando una lenta e irónica palmada.

—No pretendía despertarte. Y te pido perdón por eso. Y tampoco sabía que entrabas a trabajar tan temprano; si no, habría sido más silencioso.

Annie debía admitir que sus sinceras disculpas la habían desconcertado.

—No es que entre a trabajar temprano. A una de mis pacientes la operan mañana de la vesícula y todos sus familiares viven en la costa oeste, así que me ofrecí a estar allí cuando despertara de la intervención.

—¿A todos tus pacientes les ofreces este servicio de compañía tan amable? —preguntó él con suavidad. Una pregunta sin provocación, sin sarcasmo y sin insinuaciones infantiles. Acompañada de una mirada de ternura que ella no le había visto antes.

—Solo a los especiales —dijo, y no se movió, de repente embargada por la timidez.

Emmitt dejó que el comentario de Annie flotara en el aire, y entonces le dedicó la más sutil de las sonrisas, una que la llevó a apartar la mirada.

—En cuanto a lo de los armarios, te vuelvo a pedir disculpas. He vuelto a casa con un dolor de cabeza horrible, y como todas mis cosas, calmantes incluidos, estaban en el dormitorio, he buscado mis reservas, que antes estaban sobre el fregadero. Imagina mi sorpresa cuando en su lugar he encontrado un pequeño arsenal de velas aromáticas. Por lo visto, alguien ha reorganizado mi cocina en mi ausencia.

—Ah —murmuró Annie, ahora consciente de cómo fruncía el ceño Emmitt al hablar o al moverse, como si se tensara anticipándose al dolor. ¿Quizá había malinterpretado la situación?—. Creía que hacías el imbécil y ya.

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