Marina Adair - A Roma sin amor

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Annie cree que la única manera de dejar de sentirse fuera de lugar es crear su propia familia. Sin embargo, le está resultando bastante complicado, porque todos los hombres con los que sale encuentran el amor de su vida… justo después de romper con ella.Tras su último desengaño, decide que es hora de empezar de cero, sin hombres. Y se muda a Roma (Rhode Island, EE. UU.), y no a Roma (Italia), para trabajar en el hospital de la ciudad, donde, por sorpresa, acaba compartiendo casa con un compañero tan enigmático como corpulento y sexy.Tras cubrir una historia literalmente explosiva en China, el fotoperiodista Emmitt Bradley vuelve a casa herido y con la intención de afianzar el lugar que ocupa en la vida de su hija Paisley. Pero con un padrastro y un tío entregado, Emmitt parece tener que pelear por su sitio. Por no hablar de la adorable invasora que ocupa su casa, que supone un problema añadido, uno que a él le encantaría resolver en la intimidad. Demasiados frentes abiertos: Annie ha renegado de los hombres, Paisley está en pleno furor adolescente y el padre de Emmitt, con el que estaba distanciado, reaparece con un secreto que lo cambia todo.Annie y Emmitt están a punto de descubrir que el amor adopta muchísimas formas y que, a veces, las mejores familias son las que elegimos.

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La cuidadora que Annie llevaba dentro quería preguntarle si estaba bien, pero su lado pragmático llegó a la conclusión de que más valía no indagar. Cuanto más lo conociera, más humano se volvería a sus ojos, y más duro le resultaría echarlo de su propia casa.

Después de una noche como aquella, una chica lista cortaría por lo sano y se iría a la cama. Pero Annie estaba cansada de hacerse la lista, así que, en lugar de desearle buenas noches, dijo:

—Vale, pues deslúmbrame con tus habilidades de observación.

Si iba a tener que huir de mujeriegos encantadores, había llegado el momento de aprender a reconocer las señales.

—Ah, pues te voy a deslumbrar —dijo, y ella puso los ojos en blanco—. ¿No me crees? Pues démosle un poquito más de emoción al asunto. Si consigo deslumbrarte con mis magistrales habilidades de observación, mañana me quedo la cama.

Por lo que a Annie respectaba, mañana Emmitt no iba a compartir morada con ella. ¿Qué podía perder, pues?

—Deslúmbrame.

—Qué bien me lo voy a pasar. —Se frotó las manos como un niño en una tienda de chucherías—. Tienes debilidad por los misterios ingleses, por Shemar Moore y por los realities de citas.

—Saber lo que hay en mi cuenta de Hulu no te convierte en un observador, sino en un cotilla.

—Al principio del juego no hemos establecido normas sobre cómo recopilar la información. Pero dejaré a un lado tu pésimo gusto televisivo y volveré a lo romántica que eres.

—Pues claro que soy una romántica —lo rebatió—. Si hasta hace nada estaba preparando mi boda. Siento decírtelo, Emmitt, pero no eres más que otro tío cuyos talentos hacen que me pregunte por qué me molesto.

—Es evidente que te has rodeado de los tíos equivocados —la pinchó—. Iba a decir que tu romanticismo va mucho más allá de una boda de ensueño, Ricitos de Oro. La mayoría de las mujeres se abalanzaría sobre la oportunidad de gastar miles de dólares en un vestido nuevo, y tú fuiste a buscar a la modista perfecta para arreglar el de tu abuela. También querías casarte el mismo día que ella, un detalle que me hace pensar que no solo es la persona más importante de tu vida, sino que con ella nunca tuviste que preguntarte qué lugar ocupabas en su vida.

Emmitt se quedó en silencio y la contempló con tal intensidad que Annie se removió, inquieta.

Ya estaba a punto de ponerse a saltar cuando él añadió finalmente:

—Supongo que, sin ella, te has sentido un poco perdida en todo este embrollo.

—Pues claro que la echo de menos. Para eso no hace falta ser vidente.

—¿Cómo se llamaba? —quiso saber Emmitt, y la pregunta le provocó a ella una ola de calidez que inundó su cuerpo.

—Hannah —susurró. Le extrañaba por qué el mero hecho de decirle el nombre de su abuela le resultaba tan íntimo—. Y muchas mujeres escogen llevar el vestido de sus abuelas. Es una tradición bastante común.

—No comentaste que tu madre lo hubiera llevado, así que no creo que sea una tradición. Creo que querías llevarlo porque deseabas que Hannah estuviera contigo, y era lo que más se le acercaba —dijo, y el estómago de Annie se estrujó de la inseguridad, porque el tío lo estaba clavando—. Pero es evidente que hablar de la boda no te deslumbra, sino que te incomoda.

—No me incomoda —mintió, negándose a mostrarle lo difícil que todavía era para ella hablar de su abuela—. Es que estoy cansada.

—Pues te lo cuento rápido. Prefieres bañarte, pero te duchas para ahorrar tiempo. Sientes predilección por combinaciones extrañas, como peperoni y aceitunas, chocolate y mermelada, y camisetas extragrandes y braguitas diminutas. Eres una maniática de la limpieza, pero me juego lo que quieras a que hay un lugar en el que te desmelenas y dejas que todo campe a sus anchas, desordenado.

El rostro de Annie debió de reflejar sorpresa, porque Emmitt se echó a reír.

—¿El interior de tu bolso? O quizá sea tu coche, repleto de envoltorios, botellas de agua vacías, y seguramente también haya unas cuantas galletas madeleine para casos de emergencia. Sea donde sea, fijo que es un auténtico desastre. Eres tan romántica como complaciente. No te lo piensas dos veces antes de sacrificar lo que quieres para así facilitarle las cosas a alguien, y por eso no te importa que te llamen Annie, cuando en realidad prefieres Anh.

Una cruda y familiar vulnerabilidad la embargó, le llenó el corazón y se derramó por todos lados antes de arder como el ácido sobre el metal. O bien Emmitt era superintuitivo o en el mundo de ella todos estaban ciegos. Y no sabía cuál de las dos opciones la cabreaba más.

—Me estás mirando fijamente —le soltó él con brusquedad.

—Solo intento descifrarte a ti, pero como eso sería más largo que terminar un máster, y como me toca madrugar, creo que por hoy ya basta.

—Supongo que hasta los corazones heridos necesitan dormir.

—Supongo que sí. —Y antes de cometer una estupidez, como sentarse en el regazo de él y pedirle que le contara un cuento, Annie apretó el interruptor y sumió la estancia en la oscuridad.

«Ay, madre», una malísima decisión.

Tendría que haber dejado que Emmitt apagara la luz una vez ella se encontrara ya en el dormitorio, a salvo al otro lado de la pared. Así no se habría fijado en que sus Calvin Klein eran más brillantes —y más grandes— cada segundo que pasaba. Tal vez sus ojos solamente estaban adaptándose, y dilatándose para absorber el máximo de luz.

O quizá su suerte por fin había tocado fondo, porque no había duda de que los calzoncillos de él resplandecían. Cuanto más se acostumbraban sus ojos a la negrura, más confundida estaba ella, hasta que no pudo contener más tiempo la carcajada. Emmitt Bradley, el ser superior e intuitivo, llevaba calzoncillos que brillaban en la oscuridad.

Annie rio a medida que se revelaban las formas.

—¿Estás de coña? ¿Gatitos y arcoíris?

—Dime, Ricitos de Oro. —Ese día, su sonrisa se había ensanchado varios centímetros—. ¿Es demasiado grande o tiene el tamaño ideal?

Annie repasó las opciones que había barajado con anterioridad y optó por una quinta. Una retirada total y humillante.

Se giró, echó a correr como si la persiguieran unos sabuesos hambrientos y entró en el dormitorio a toda prisa. Cerró de un portazo antes de lanzarse sobre la cama. Tan ridícula y avergonzada se sentía que se tapó la cabeza con la sábana y cerró los ojos en busca de una protección extra.

—¿Es por los gatitos? —le gritó él desde la puerta.

Capítulo 6

Su madre solía decirle que era muy tozuda. A Annie le gustaba más describirse como decidida. Pero por más decidida que estaba a no perder ni un segundo de sueño por culpa del hombre de los calzoncillos que brillaban en la oscuridad, cuando el primer rayo de sol se coló por la ventana, tenía los ojos como platos.

Cada vez que los cerraba, su respiración se volvía ridículamente errática y sus pulsaciones se acercaban al nivel de infarto.

«Emmitt no es para tanto», se dijo, tumbada hasta que la suma de la colcha y sus cálidas espiraciones convirtió la cama en una sauna y Annie creyó ahogarse. «La madre que lo parió». Se destapó de repente.

Era imposible que pudiera enfrentarse a él. Nunca sería capaz de olvidar todo lo que había visto… Siempre que viera un anuncio de Calvin Klein experimentaría una descomposición visceral. Y de ninguna de las maneras, en ninguna circunstancia, Emmitt debía saber cuánto la había impactado.

No, ningún hombre tenía el poder de desbaratar su vida. Y el que se encontraba al otro lado de la puerta del dormitorio no iba a robarle ni un solo momento más de paz.

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