Yo tenía un compañero de clases en el seminario que, a pesar de ser ciego, había memorizado gran parte del Antiguo Testamento en hebreo. Me hizo reconsiderar lo que califica como discapacidad.
13 de enero - Vida
“Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso. Porque el yugo que les pongo y la carga que les doy a llevar son ligeros” (Mat. 11:28-30).
“El agua te sostendrá si lo permites. Y yo no voy a dejar que te hundas”. Mi prima Heather, nadadora y socorrista, esperó pacientemente mientras yo, el peor nadador del mundo, trataba de no pensar en que me hundiría. Nos habíamos detenido en la piscina del campus en un momento tranquilo del día. Teníamos la piscina para nosotros, salvo un pequeño grupo de personas mayores que practicaban aeróbicos en una esquina.
Intenté no mirar a Heather con demasiado escepticismo. Claro, confiaba en esta chica a la que conocía desde siempre, pero dieciocho años de experiencia (y frustrados maestros de natación) también me habían enseñado a temerle al agua. Si arrojabas una piedra, una cuchara o a mí al agua, el hundimiento estaba asegurado.
Contuve la respiración, pero consciente de que se suponía que debía relajarme. Me recosté y dejé que mis pies y rodillas subieran a la superficie del agua. “Ahí tienes –dijo Heather, manteniendo su mano sobre mi hombro–. Ahora déjate llevar y flota. ¡Perfecto!”
Heather me soltó. Cerré los ojos y me relajé. El agua me retuvo, me amortiguó, me tranquilizó. Por primera vez en mi vida, floté.
Después de una vida de riquezas, mujeres y poder, el rey Salomón entendió que la vida continúa su rumbo por mucho que nosotros nos esforcemos y nos estresemos. Al final de Eclesiastés, su clásica meditación sobre el significado de la vida, resumió todo lo que la vida le había enseñado: “Diviértete, joven, ahora que estás lleno de vida; disfruta de lo bueno ahora que puedes. Déjate llevar por los impulsos de tu corazón y por todo lo que ves, pero recuerda que de todo ello Dios te pedirá cuentas. Aleja de tu mente las preocupaciones y echa fuera de ti el sufrimiento, porque aun los mejores días de la juventud son vana ilusión” (Ecl. 11:9, 10).
Haz una pausa. Relájate. Quítate los zapatos y siente la hierba debajo de tus pies. Sumerge tus oídos debajo del agua del baño y escucha los latidos de tu corazón. Sintonízate con el Espíritu Santo. Suelta el mundo. E independientemente de lo que amenace ahogarte, confía en que Dios te sostendrá.
14 de enero - Misión
“Al bajar Jesús de la barca, vio la multitud; sintió compasión de ellos y sanó a los enfermos que llevaban” (Mat. 14:14).
Durante una visita a un país extranjero con la clase de Enfermería del Union College, sentí que había retrocedido mil años en el tiempo. Los niños cargaban a sus hermanitos bajo el sol intenso; los animales de granja eran tan comunes y conocidos como las ardillas donde yo vivo; los jóvenes jugaban al béisbol en las tardes, y en las noches era el turno de las jóvenes; las casas son palafitos de madera construidos sobre estacas; la desnutrición y la cultura del lugar obligan a los niños a madurar y a hacerse adultos demasiado rápido.
Vi a muchas quinceañeras embarazadas llegar a la clínica ya con un niño de un año en brazos. Los hombres trabajan en los campos, las mujeres cuidan a los niños y los niños tienen mucho espacio y tiempo para deambular. Cuando me veían, se reían y salían huyendo de mi cámara, para luego asomarse por una esquina para verificar si aún estaba jugando con ellos. Escuchamos sus corazones, los curamos y oramos para que nuestros tratamientos hicieran efecto en ellos. Los pacientes más pequeños eran los que más nos impresionaban, como el niño de tres semanas con una infección por estafilococos. Su madre era una adolescente callada pero esperanzada, que había sido abandonada por su esposo. Como el bebé que llevamos a otro hospital para que recibiera el tratamiento adecuado. O como el pequeño Kevin, que hacía contacto visual y seguía movimientos, pero no podía hablar ni gatear. Nos despedimos de sus abuelos mientras se subían en un taxi en dirección al hospital de la ciudad.
Las personas a las que Jesús ministró en la antigua Judea llevaban estilos de vida increíblemente similares a estos que te acabo de contar. Mínima educación. Los muchachos se lanzaban al ruedo de la vida tan pronto como podían blandir un cuchillo. Las niñas se casaban tan pronto como podían tener un bebé. Las vidas se veían obstaculizadas por enfermedades que la sociedad moderna prácticamente ha olvidado.
Marcos 6:34 dice: “Al bajar Jesús de la barca, vio la multitud, y sintió compasión de ellos, porque estaban como ovejas que no tienen pastor”. Las necesidades de los que te rodean pueden no ser tan obvias como las que acabo de describir, pero sus necesidades espirituales son igual de graves. En su corazón, anhelan conectarse. Están heridos por la falta de confianza, de amor y de Dios. Necesitan de tus oídos, de tu tiempo, de tu toque.
15 de enero - Innovación
El hombre que evitó una guerra nuclear
“Es mejor ser paciente que ser soldado fuerte” (Prov. 16:32, PDT).
Lo más seguro es que nunca hayas escuchado hablar de Stanislav Petrov. Pero si no fuera por él, probablemente no estarías vivo leyendo esto, ni yo habría podido escribirlo.
Septiembre de 1983 fue un momento crucial en la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. El 1º de septiembre de 1983, la Unión Soviética derribó el vuelo 007 de Korean Airlines, creyendo que la presencia del avión era una provocación deliberada. Los 269 pasajeros murieron, incluido el congresista estadounidense Lawrence McDonald. El mundo protestó por el ataque a un avión de pasajeros y el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, lo condenó como un crimen contra la humanidad.
Como parte de un sistema disuasorio, tanto los Estados Unidos como Rusia mantenían miles de misiles nucleares apuntados entre sí. El primer ministro soviético, Andropov, estaba obsesionado por un posible ataque nuclear sorpresa. Y ocurrió. A las 12:40 a.m. del 26 de septiembre de 1983 se dispararon las alarmas en un búnker cerca de Moscú, donde Petrov analizaba una computadora que indicaba que se había iniciado un ataque nuclear. El botón rojo parpadeaba. Un satélite en órbita señalaba que los Estados Unidos había lanzado un ataque. Era responsabilidad de Petrov notificar a sus superiores para que pudieran iniciar una respuesta inmediata.
Petrov se quedó congelado durante quince segundos. El sistema anunciaba que los Estados Unidos había lanzado un total de cinco misiles. ¿Debía notificar a sus superiores para que iniciaran el contrataque? ¿O era simplemente un error de la computadora? Las alarmas retumbaban en sus oídos y las pantallas y las luces parpadeaban. Él gritaba con un teléfono en una mano y un intercomunicador en la otra, mientras que otro militar le ordenaba que se calmara e hiciera su trabajo.
“Tenía un presentimiento extraño –contó Petrov, cuando el mundo finalmente supo su historia quince años después–. No quería cometer un error. Tomé una decisión y punto”. Sospechando que cinco misiles eran muy pocos para ser algo real, declaró: “Falsa alarma”.
En el documental El botón rojo y el hombre que salvó al mundo , Petrov dice que simplemente hizo su trabajo. “Era la persona adecuada en el momento preciso. Eso es todo”.
Nada había preparado completamente a Petrov para una situación como esa; pero cuando llegó, pudo mirar más allá de la paranoia y tomar la decisión correcta. Inspirador, ¿no te parece?
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