Manuel Santirso - La Revolución francesa y Napoleón

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El escritor alemán J. W. von Goethe, exclamó ante las fuerzas desplegadas en la batalla de Valmy de 1792 «aquí y ahora comienza una nueva era de la historia universal». Esta afirmación tan categórica se ha convertido en un tópico escolar, que data el nacimiento de la Edad Contemporánea el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla. Y es que en las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix se gestó un cambio drástico en la historia humana, y la Revolución francesa fue una pieza imprescindible de esa bisagra histórica que aportó la instauración consciente de principios clave para las siguientes épocas, como la libertad, la igualdad, la propiedad y —después de un largo recorrido— la fraternidad. Este libro narra las causas del estallido revolucionario, la falta de realismo de la etapa monárquica y constitucional, la radicalización que supuso la Convención y los a menudo olvidados aciertos del período directorial. Sin olvidar, por supuesto, la etapa napoleónica ni la notable expansión del Imperio forjado por Bonaparte antes de su caída definitiva en 1815. Para entonces, el Antiguo Régimen ya estaba acabado en la parte de Europa en la que la Revolución francesa —y con ella una nueva era de la historia— se habían impuesto.

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La Ilustración y sus límites

Los primeros autores que hicieron un balance crítico de la Revolución francesa —los franceses Louis de Bonald y Augustin Barruel, el saboyano Joseph de Maistre o el inglés Edmund Burke—, identificaron como una de sus causas principales la influencia, para ellos perniciosa, del pensamiento ilustrado. Curiosamente, este tópico contrarrevolucionario ha permanecido hasta el presente en los manuales, que así señalan una sola raíz idealista para un proceso con diversas causas, muchas de ellas materiales. Sobre todo, ignoran la realidad cultural de la Francia y la Europa del Antiguo Régimen, donde solo una ínfima minoría sabía leer y escribir, y de ella solo una pequeña parte, sobre todo noble, disfrutaba del ocio imprescindible para cultivarse con la producción ilustrada. Valga como ejemplo de tales limitaciones que la Encyclopédie (o Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers ) dirigida por Denis Diderot y Jean Le Rond D’Alembert, a la que a menudo se presenta como el máximo exponente de la Ilustración, tuvo una tirada inicial de 4225 ejemplares, de los que solo unos 2000 se vendieron en Francia a unos precios prohibitivos (372 libras por sus diez volúmenes) para la inmensa mayoría de sus más de 28 millones de habitantes. Algo similar se podría decir de las logias masónicas, cuyos miembros y objetivos acostumbraron a presentar un carácter muy aristocrático; de hecho, De Maistre y De Bonald habían pertenecido a ellas.

Cuando se dice que la Constitución americana de 1787 y la francesa de 1791 contemplaron la separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, se suele invocar a Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), pensador ilustrado al que también se cree inventor de ese principio. Sin embargo, Montesquieu nunca enunció de ese modo tal división de poderes, sino que esta solo comenzó a existir en virtud de dichas cartas magnas. Su obra El espíritu de las leyes (1748) establece tres tipos de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico, entre los que el autor prefiere una combinación de los dos primeros. El objetivo de Montesquieu es siempre la moderación, que se conseguirá más fácilmente si se confieren a titulares distintos «el poder legislativo, el poder ejecutivo de lo que depende del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de lo que depende del derecho civil». Montesquieu declaró sin rebozo que no escribía para censurar el régimen establecido en su país y descartó como modelo el de su admirada Inglaterra, porque «abolid en una monarquía las prerrogativas de los señores, del clero, de la nobleza, de las ciudades, y pronto tendréis un Estado popular o despótico».

Buena parte de la producción literaria de Jean-François Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778), se dedicó a fustigar los vicios y la intolerancia de las religiones instituidas, sobre todo de la cristiana católica, aunque también de la reformada ( Ensayo sobre las costumbres , 1756) y hasta del islam ( Mahoma o el fanatismo , 1741). Voltaire defendió la libertad de conciencia, pero no propuso la instauración de regímenes que la hicieran posible, y mucho menos por vías revolucionarias. Aunque de joven había purgado un año de prisión en la Bastilla por una sátira sobre la regencia del duque de Orléans, después disfrutaría del mecenazgo de Luis XV, de Federico II de Prusia y hasta de Catalina de Rusia. Nunca propuso a esos soberanos que adoptasen un régimen parlamentario como el de Gran Bretaña, donde había residido. Todo su historial revolucionario se resume en que en 1778, el año de su muerte, entró en la Logia de las Nueve Hermanas junto con Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos.

Por su parte, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), que sostuvo una célebre rivalidad con Voltaire, no defendió la libertad ni los derechos individuales, que por el contrario sometió a la voluntad general. En su Contrato social propugnó la «enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad» y combatió la división de poderes en el seno de esa soberanía alienada y luego inalienable. A veces se ve en esto el origen de la democracia contemporánea, pero Rousseau se mostró contrario a ella: «si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres».

En resumen, los ilustrados abogaron por la instauración de un sistema armonioso y racional, gobernado por déspotas generosos con ayuda de las mentes más preclaras, como Turgot o Malesherbes en los primeros años del reinado de Luis XVI. Los ilustrados a veces se miraron en el espejo del Oriente imaginario donde Voltaire y otros ambientaron sus novelas, y donde se suponía que prosperaban obedientes enjambres humanos. Jamás defendieron explícitamente la destrucción del régimen señorial ni el fin de la monarquía absoluta como condición previa para la construcción de un nuevo orden más justo, pese a que tenían muy cerca el ejemplo británico, y después el norteamericano. La Ilustración fue, a lo sumo, reformista, pero nunca revolucionaria.

La reacción nobiliaria (1787-1789)

Las insuperables dificultades financieras que padecía la monarquía francesa se volvieron del dominio público antes de que terminara la guerra de Independencia de Estados Unidos (1783). El banquero ginebrino Necker, que se había ocupado del fisco desde el inicio del conflicto y había tenido que contratar un cuantioso préstamo para el mismo, mandó imprimir en 1781 un balance de las cuentas reales, con el que pretendía que la transparencia mejorase el crédito del reino. No obstante, el detalle de los datos, nombres incluidos, molestó a algunos beneficiarios cortesanos de dádivas reales, por lo que Necker se vio obligado a dimitir.

La monarquía francesa gastaba muchísimo más de lo que ingresaba, y el déficit no se podía cubrir con más deuda porque sus intereses se llevaban ya una cantidad inasumible del presupuesto y los nuevos préstamos solo se obtendrían en condiciones leoninas. Solo Charles Alexandre de Calonne, un rival de Necker que ocupó su puesto en 1783, se atrevió a proponer una reforma profunda, que incluía la racionalización de los impuestos indirectos, la supresión de aduanas interiores para estimular la actividad económica… y que los privilegiados comenzasen a pagar impuestos por sus propiedades inmuebles ( subvention territoriale ). Era la única solución posible: los consejeros de Luis XVI le advirtieron del peligro que supondría incrementar la presión fiscal a costa de unos campesinos ya muy gravados, que podían responder a ese aumento con el impago. Peor aún, podía estallar una jacquerie , como se conocía a los estallidos episódicos de violencia antifiscal que se habían dado desde la Baja Edad Media, y en que los campesinos habían aterrorizado a los señores y a los delegados reales.

Condorcet

Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (Ribemont, 1743-Bourg-la-Reine, 1794), comenzó cultivando las matemáticas. Sus trabajos sobre cálculo integral (1765 y 1772) alternaron con otros estadísticos con los que Condorcet quiso formular una especie de aritmética política. Son muy conocidos los trabajos que dedicó a estudiar las votaciones de asambleas y jurados, en las que detectó el fenómeno que llevaría su nombre, la paradoja de Condorcet, según la cual el ganador en una elección con escala de preferencias puede no ser el que concite mayor aprobación.

Solicitado por Turgot, desde 1774 no tuvo reparo en trabajar para la alta administración del rey como controlador general, pero dos años después dimitió y mantuvo su cargo de inspector general de la Moneda, que conservaría hasta 1791.

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