Los períodos directorial y napoleónico dejaron patente, a menudo por la vía de las armas, una vocación universal que la Revolución francesa había mostrado desde sus inicios. Al mismo tiempo, pero de forma conflictiva, ultimó el concepto de «nación», que la Revolución estadounidense había enunciado como «pueblo». Al hacerlo, forjó una poderosa arma de cohesión social, pero también desencadenó la formación de otros nacionalismos, que con frecuencia se alzaron frente a ella en una mezcla de mímesis y contestación. Por otra parte, la soberanía nacional correspondía al conjunto de los ciudadanos, iguales ante la ley, pero ¿quién era considerado ciudadano? Al reservar esa condición a los hombres blancos, adultos y propietarios, la revolución trazó también las líneas de unas exclusiones que tardarían siglos en desaparecer: las de las mujeres, los pobres, los esclavos, las gentes de color, etc.
La Revolución francesa ha seguido fascinando hasta hoy. La historia contemporánea como disciplina surgió al analizarla durante las primeras décadas del siglo xix. Quienes creyeron que se debía perseverar en las líneas que había marcado, pero en pos de una mayor igualdad y contra las exclusiones antes señaladas, la tomaron como arquetipo. Muchos la usaron como referencia: los escritos socialistas, la Revolución de 1848, la Comuna de París de 1871, la Revolución rusa de 1917, y hasta la revuelta de mayo de 1968. Mientras tanto, su estudio producía montañas de papel impreso, seguramente más que ningún otro episodio de la historia. Hoy sigue habiendo revistas y asociaciones de investigadores dedicadas a ella de forma monográfica. Su presencia llegó a ser tan agobiante que algunos historiadores de la segunda mitad del siglo xix criticaron el «mito de la revolución» y el «catecismo revolucionario». En realidad, esas objeciones también rendían tributo a una transformación histórica a la que, deslumbrados, volvemos una y otra vez.
El Antiguo Régimen y la monarquía absoluta en Francia
~ 1754-1789 ~
El rasgo más destacado de la sociedad del Antiguo Régimen, tanto en Francia como en otros países europeos próximos, era su carácter abrumadoramente rural. Más de tres cuartos de la población francesa vivía en, de y para el campo. Así pues, al decir «campesinos», de hecho, nos referimos a la gente en su mayoría, al común, que vivía en pueblos y aldeas, y cuya vida se organizaba según los ritmos de la agricultura tradicional. En comparación, y pese a que habían conocido un gran crecimiento desde la Baja Edad Media, las ciudades eran pocas y pequeñas. París se erigía como una excepción a la regla con sus 600 000 habitantes hacia 1789, lo que la convertía en la segunda ciudad de Europa (Londres tenía unos 800 000) y en una de las mayores del mundo. Lyon (con cerca de 150 000 habitantes), Marsella y Burdeos (unos 100 000) la seguían a mucha distancia.
Como en sus países vecinos, especialmente los católicos (Austria, la monarquía hispánica, Portugal…), en la Francia de la década de 1780 persistía el régimen señorial, el feudalismo, como no dudaban en llamarlo los contemporáneos. Por supuesto, no era el feudalismo que se había implantado en Europa Occidental y Central en el siglo xi a partir de la propia Francia: el feudalismo final convivía con unos niveles de desarrollo económico y tecnológico mucho mayores. También había conocido algunos importantes cambios sociales, entre ellos la progresiva abolición de la servidumbre en la mitad occidental del continente; en la Francia prerrevolucionaria, solo quedaban vestigios de ella en algunas comarcas del nordeste.
Sin embargo, la vida económica del Antiguo Régimen seguía basándose en la diferencia entre tres principios jurídicos que operaban simultáneamente: propiedad, señorío y jurisdicción. Cualquiera podía ser propietario de un bien, en especial de bienes inmuebles, pero eso no significaba que disfrutase también de su señorío. Muchos de esos campesinos que componían la mayoría de la población eran propietarios de sus tierras, como hoy en día y con idénticos títulos, pero no eran sus propios señores. Si este era el rey, no había demasiadas diferencias respecto a la actualidad, si bien resultaba corriente que lo fuesen casas nobles o instituciones eclesiásticas. El señorío, una superioridad social admitida y plasmada en las leyes, daba derecho a percibir rentas, por eso llamadas señoriales, como los censos, el champart o los lucrativos derechos de transmisión de bienes raíces. A ello había que añadir los derechos derivados de ejercer la jurisdicción en lugar del rey: los pagos por la aplicación de la justicia y los monopolios señoriales de algunos servicios, las banalités , muy rentables pese a su nombre. Los campesinos propietarios aún soportaban una última carga, el diezmo ( dîme , cerca de una décima parte de la cosecha, pagada en especie), que era anterior al feudalismo y en origen se había destinado al mantenimiento de la Iglesia, aunque en ocasiones era percibido por señores laicos.
Además de todo esto, los campesinos tenían que pagar los impuestos que, junto a las rentas de aduanas, sostenían el Estado. Los no privilegiados que vivían en ciudades también los pagaban, pero eran muchos menos y realizaban menos esfuerzo fiscal. Los privilegiados estaban exentos de impuestos y de muchas tasas, por lo que su aportación resultaba ínfima.
La sociedad del Antiguo Régimen no solo contemplaba la desigualdad jurídica entre las personas, sino que se levantaba sobre los cimientos del privilegio. La visión de la sociedad feudal que se había forjado en el siglo xi y pervivía en el xviii la presentaba vertebrada por tres órdenes, a los que correspondían otras tantas funciones (los que rezan, los que combaten, los que trabajan), cuando en realidad estaba escindida en privilegiados y no privilegiados. Aquellos, que componían una ínfima minoría (entre el 2 y el 5 % de la sociedad francesa), gozaban de fuero propio, ejercían ciertas funciones sociales en exclusiva, estaban exentos de la mayoría de los impuestos y protegían sus bienes con la amortización.
Vive le Roi sans taille et sans gabelles!
El lema es una variante del tradicional «¡Viva el rey y muera el mal Gobierno!», que separa la figura del monarca —el padre de sus súbditos, un árbitro imparcial y justo— de su reinado. Con ese grito, los campesinos franceses proclamaban su lealtad al orden existente siempre que no les perjudicara más de lo habitual.
Como en otras monarquías absolutas, la fiscalidad de Francia descansaba sobre todo en los impuestos indirectos, unos más productivos que otros. Entre ellos estaba la talla ( taille ), un tributo cuyo monto total se recalculaba cada año, se repartía en cupos locales y se cobraba mediante una capitación ( taille personnelle ) o, en algunas regiones, con el pago por bienes inmuebles ( taille réelle ). Según se desprende del Compte rendu au roi que el inspector general de Finanzas, Jacques Necker, elaboró para Luis XIV, la talla proporcionó el 16 % de los ingresos de la monarquía en 1780.
La gabela, que concitaba aún más odio, suministró nada menos que un 27 % de los ingresos el mismo año, y eso que cerca de un quinto de su producto se iba en beneficio de los concesionarios del monopolio ( fermiers ). Este impuesto sobre la sal pesaba de forma muy irregular sobre cada provincia, algunas de ellas incluso estaban exentas de él, pero en caso de cobrarse, requería un desembolso en metálico y por adelantado, con lo que se volvía aún más impopular. Cabe recordar que la sal no era un condimento cualquiera, sino un artículo de primera necesidad para la economía campesina, porque prácticamente era el único medio de conservar alimentos. No en vano seguimos llamando al sueldo «salario».
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