Manuel Santirso - La Revolución francesa y Napoleón

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El escritor alemán J. W. von Goethe, exclamó ante las fuerzas desplegadas en la batalla de Valmy de 1792 «aquí y ahora comienza una nueva era de la historia universal». Esta afirmación tan categórica se ha convertido en un tópico escolar, que data el nacimiento de la Edad Contemporánea el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla. Y es que en las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix se gestó un cambio drástico en la historia humana, y la Revolución francesa fue una pieza imprescindible de esa bisagra histórica que aportó la instauración consciente de principios clave para las siguientes épocas, como la libertad, la igualdad, la propiedad y —después de un largo recorrido— la fraternidad. Este libro narra las causas del estallido revolucionario, la falta de realismo de la etapa monárquica y constitucional, la radicalización que supuso la Convención y los a menudo olvidados aciertos del período directorial. Sin olvidar, por supuesto, la etapa napoleónica ni la notable expansión del Imperio forjado por Bonaparte antes de su caída definitiva en 1815. Para entonces, el Antiguo Régimen ya estaba acabado en la parte de Europa en la que la Revolución francesa —y con ella una nueva era de la historia— se habían impuesto.

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Los privilegiados se organizaban como órdenes, el primero de ellos, el eclesiástico. La Iglesia católica componía una vasta organización, superpuesta a los dominios de los reyes y de los señores laicos y dependiente de la autoridad del Sumo Pontífice romano. Luis XIV había pretendido aumentar el control real sobre su parte francesa, pero no pasó de las declaraciones (las «libertades galicanas» de 1692). El clero francés siguió amortizando bienes en forma de beneficios, capellanías o donaciones, contando con su propio derecho y pagando al rey tan solo el don gratuito colectivo, negociado cada cinco años. Por lo demás, el clero se dividía nítidamente en secular, compuesto por los curas de las parroquias, y regular, nutrido por los frailes y monjes que organizaban su vida según una regla —de ahí el adjetivo— y se recluían en monasterios y conventos. Ambos gozaban de diferente reputación en vísperas de la revolución, de forma que mientras el secular mantenía el prestigio por los servicios espirituales, materiales, culturales e incluso administrativos que prestaba, el regular era visto como ocioso, parasitario y, por lo tanto, prescindible.

El segundo orden, la nobleza, actuaba como una casta, pues se entraba en ella por nacimiento. Había desaparecido toda jerarquía interna, de manera que duques, marqueses, condes, vizcondes y barones se ordenaban más bien según su riqueza. Hacía siglos que los nobles no disponían de tropas propias, pero seguían teniendo la función militar como prerrogativa ( noblesse d’épée ) y solo ellos podían ser oficiales en los ejércitos del rey. Como los nobles solían proteger sus propiedades muebles e inmuebles de las inclemencias del mercado amortizándolas ( substitution héréditaire ) y tendían a acrecentarlas mediante matrimonios ventajosos, el patrimonio nobiliario se había ido concentrando en cada vez menos casas. La distancia entre la alta nobleza emparentada con el rey (los «príncipes de la sangre») y la numerosa hidalguía provincial (los hobereaux ) se había vuelto infranqueable. Entre ambos grupos se encajaban los nobles «de toga» ( de robe ), abogados y ciudadanos en su mayoría, a los que el rey, siempre necesitado de dinero, había vendido un título.

Por definición, los no privilegiados —el 95 % restante de la población— no pertenecían a ningún orden. Su única seña de identidad común era esa carencia. No tenían leyes propias ni atribuciones exclusivas, vivían indistintamente bajo la ley del rey o de los señores laicos o eclesiásticos y pagaban impuestos. Ahora bien, los miembros de ese estado llano, de lo que en Francia se llamaba el Tercer Estado ( Tiers État ) eran muy diferentes entre sí. En el campo vivían labradores acomodados, campesinos casi autosuficientes que explotaban fincas pequeñas o medianas y jornaleros que vendían su trabajo porque no tenían tierras o no podían vivir de su pegujal. En las ciudades había diferencias aún mayores: nada tenían en común los mendigos y criminales con los artesanos agrupados en gremios, ni estos con los negociantes, rentistas, abogados y comerciantes —aún no industriales— de todo género que componían el germen de lo que posteriormente sería la burguesía.

Tanto el campo como la ciudad habían conocido un ciclo de prosperidad inusualmente duradero en las décadas previas a la revolución, tras el cual habían aumentado la población (casi un 20 % solo entre 1750 y 1788) y la riqueza, pero también la desigualdad. Incapaz de sostener a una población creciente, la economía campesina tradicional se enfrentaba al individualismo agrario, por el que abogaban los terratenientes, laicos y a veces nobles, así como los campesinos más ricos. El alza de precios había erosionado las rentas de la nobleza, mientras que los negociantes y letrados de las ciudades escalaban posiciones, ya aprovechando los resquicios del orden señorial, ya moviéndose fuera de él. Hacia 1785, las violentas oscilaciones de los precios anunciaron que, tras una última fase de esplendor, el Antiguo Régimen había agotado su virtualidad en Francia.

La monarquía absoluta

El término «monarquía absoluta» es muy engañoso, ya que parece definir un poder omnímodo y en cambio designa uno muy restringido. De entrada, el rey y sus agentes no podían inmiscuirse en los muchos lugares donde un señor laico o eclesiástico tenía la jurisdicción. Además, el rey estaba obligado a observar los diversos derechos provinciales y usos establecidos en sus estados, tanto escritos como sancionados por la costumbre.

En rigor, el calificativo de «absoluta» se aplica a las monarquías europeas que durante la Edad Moderna, y especialmente en el siglo xviii, dejaron de convocar Cortes, Dietas o, como se llamaban en Francia, Estados Generales. A diferencia de la monarquía parlamentaria de Gran Bretaña, los reyes absolutos prescindían de unas instituciones de asesoría estamental que, de todos modos, se parecían muy poco a las cámaras de los Comunes y los Lores o los parlamentos actuales, tanto por atribuciones como por composición y funcionamiento. Estas Cortes estamentales solían estar formadas por tres asambleas separadas, una por cada orden (clero, nobleza y brazo real o popular), que emitían un único voto sobre aquellos asuntos que el rey sometía a su juicio. Como el monarca solía convocarlas para aprobar impuestos y estos no iban a recaer sobre los privilegiados, la proposición tenía asegurados dos votos de tres. Ante tan escasa utilidad, y conocidas las querencias levantiscas de la nobleza francesa, parecía prudente prescindir de ese organismo. Eso hizo Luis XIII, quien en 1614 convocó los Estados Generales por primera y última vez en su reinado; Luis XIV y Luis XV ya ni siquiera los reunirían.

Pese a los esfuerzos de centralización administrativa y de armonización institucional que habían desplegado esos soberanos, la monarquía francesa seguía componiendo un mosaico abigarrado y de muy arduo gobierno en vísperas de la revolución. La división más importante del reino separaba los «países de elección», que formaban parte de la monarquía desde tiempos más antiguos, de los «países de estado», que se habían incorporado a ella más tarde (véase el primer mapa de los Apéndices del libro). En estos se habían mantenido los derechos regionales previos, cuya observancia vigilaban unos altos tribunales, los parlamentos. Sobre ese espacio heterogéneo, pero solo en los territorios bajo jurisdicción realenga, se superponían sin coherencia las mallas de la administración fiscal (organizada en 36 generalidades), militar (gobiernos) y judicial (bailías o senescalías, según la región).

Por otra parte, la capacidad de acción de las monarquías absolutas en época del Antiguo Régimen quedaba limitada de forma taxativa y práctica por los recursos materiales de que disponían, ínfimos en comparación con los actuales. Como sus homólogos del continente, el rey de Francia drenaba una parte muy pequeña de la riqueza del reino y la gastaba en muy pocos rubros: en esencia, sus ejércitos, su corte y su rudimentaria red administrativa. El presupuesto que Necker elaboró en 1788 define bien esos límites: de los 528 millones de libras a que ascendían los gastos de la monarquía francesa, el mantenimiento de su espléndida corte se llevaba solamente 36 (6,8 %), en las obras públicas y la instrucción se invertían 16 (2,5 %), mientras que el sostenimiento del Ejército y la Marina absorbían 166 (31,4 %).

Francia había dejado de ser la primera potencia militar terrestre de Europa, ya que su ejército constaba de unos 180 000 soldados, frente a los 194 000 de Prusia, los 240 000 de Austria o los 300 000 de Rusia. Sin embargo, Luis XVI reinaba en el mayor Estado del continente salvo Rusia, un espacio poblado por unos 28,6 millones de habitantes hacia 1788, frente a los 18,8 de Austria, los 14,2 de Gran Bretaña e Irlanda, los 10,3 de la monarquía hispánica en Europa (más otros tantos en las Indias) o los 5,7 de Prusia.

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