Gustavo Sainz - A la salud de la serpiente. Tomo I
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Gracias por tu carta tan lúcida y generosa. No hace falta que me envíes publicaciones; escribe a menudo, eso sí, y eso vale por todo lo que el defecante defecado podría decirme through its obnoxious ways & means. Te escribo temblando de ira, de indignación, de impotencia, después de leer las versiones de Figaro y Le Monde sobre la brutal ocupación de Ciudad Universitaria por el ejército. Tengo que saber más. ¿Qué ha sido de nuestros amigos, de Rulfo, de Revueltas? Estoy hundido en la rabia y el terror. Creo que la única universalidad que hoy se perfila en el mundo es la del Estado Policiaco Internacional. A Tank is a Tank is a Tank… en Chicago, Praga o Pedregal de San Ángel. La impunidad de la fuerza. Y cada vez más, un solo enemigo: la clase intelectual. El Enemigo. No sé si asistimos a los death-throes de todo un Establishment momificado, o a su definitiva consagración terrorista y policiaca. En todo caso parece haber una decisión universal de sofocar a una nueva generación que ha visto con rayos X la corrupción y la mentira de todos los sistemas imperantes. Me siento a la merced del Faraón, simple súbdito de Azur-Bani-Pal. El Herodismo del Orden Establecido. Hay que pensarlo todo de nuevo. Ya no hay dos “campos” ideológicos y militares opuestos, capitalismo y socialismo, sino una colusión de ambos contra los países importantes, y dentro de cada uno de éstos, la opresión de la oligarquía local contra los jóvenes, los intelectuales, los inconformes, los renovadores, los ilusos. Y claro, es algo más. Nuestra enajenación a la historia como la realidad nos propone superarla conciliando la libertad con la necesidad para hacer, en efecto, de la realidad historia y de la historia realidad. Es la ruptura de esa promesa lo que más me duele. Nosotros estamos capturados dentro de la ideología histórica; ellos, dentro de la estrategia histórica. And never the twain shall meet. Desplazada del destino a la voluntad, la tragedia ha terminado por instalarse en la historia, que debía reconciliar destino y voluntad. Instalados, por quién sabe cuánto tiempo, en la tragedia histórica ¿qué podemos hacer sino continuar escribiendo, luchando, a sabiendas de que fracasaremos? Perdona lo sombrío de esta carta. Espero hacer algo y algo desagradable, soon. Pero necesito más información. Calcula que estaré en Barcelona (con García Márquez, Donoso, Leñero y González León) hasta el primero de octubre. Te ruego que me informes rápidamente, a cargo de Seix Barral, hasta esa fecha, o a Gallimard, 5 Rue Sébastian-Bottin, París VII, después. Creo que definitivamente cancelaré mi viaje a México. Mis quejas a Primera Plana son child’s play al lado de lo que hoy sucede: el fascismo azteca plenamente resucitado. Moctezuma omnia vincit! Te abraza y quiere, Carlos.
: la lectura de la carta los llevó a la revuelta estudiantil en Praga, unos meses atrás, y al mayo francés, y al movimiento de México, porque Barry había estado en Oakland y sabía todo acerca de la represión y la quema de tarjetas de enlistamiento, en Chicago, en Wisconsin, en Boston, y la policía le había roto la cabeza una vez, y otra le arrojaron macis en los ojos, unos polvos que irritaban a tal punto que enceguecían por cuatro o cinco horas, y luego te asaltan unas jaquecas invencibles decía Barry, por semanas, y también contó que Dwight MacDonald aventuró que Ho Chi Minh no era realmente mayor que Dean Rusk, y el fracasado proyecto de invadir los pasillos del Pentágono, fíjate Barry, el corredor del cuarto piso del Mayflower iluminado con luces eléctricas, amarillas como la alfombra, y no descansaremos hasta que muera el último granadero ahorcado con las tripas del último gorila, todo esto pintado parcialmente en una banca del Paseo de la Reforma, y parte en el suelo, porque era una leyenda demasiado grande, pero Barry aludía a la imaginación al poder, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana enunciaba la educación requiere libertad, que no fue una pinta, sino el remate de un discurso del rector Barros Sierra, y entonces Barry desabróchate el cerebro tantas veces como la bragueta, otra frase del mayo francés, y ya en el elevador sin parar de hablar el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana evocando una tarde de julio de 1968, cómo no recordar esa fecha, si la periodista Laura Knebel le había avisado de su visita desde meses atrás, y el había gustosamente asistido a una comida en casa de Edmundo Flores, adonde Laura hizo algunas entrevistas con destacados politólogos que también asistieron, economistas, antropólogos y sociológos, para un gran reportaje que iba a aparecer en la revista Look, Mexico issue por Look will now be divided up into two parts —first appearing in August, and my half in October, podía oírla hablar otra vez esa tarde de julio de 1968 en el departamento de Edmundo Flores, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana había acompañado a Laura varios días durante su visita a la ciudad de México, e incluso había llegado a sugerir algunos lugares que en su opinión deberían ser fotografiados, first half for me, thought done by sensitive photog, is every cliche in the book, so I asked to do a separate, hopefully non-cliche number, y esa tarde que implicaba el último día de trabajo, la inolvidable risa de Edmundo Flores, todos muy contentos, incluso haciendo tres o cuatro fotografías de grupo, una hermosa hermandad, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana ofreciéndose a llevar a Laura al aeropuerto, pasando por su hotel a recoger su equipaje, y en el camino, aparte de inquirir sobre la visión que Laura se llevaba de México, y Laura que había hablado con verdaderos especialistas y conocedores no podía ser más que optimista y lo invitaba a su casa en Washington, haría buenas migas con su marido, estaba segura, pero el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana quería otra clase de invitación, quería ir a los talleres y las oficinas de la revista Look, quería ver cómo se hacía técnicamente una revista como ésa, cómo era la organización, y Laura acordó conseguirle una cita, the name of the guy in Look is Phil Reed, los dos sin saber desde luego, que ese reportaje y esas fotos no se publicarían nunca, y que en cambio saldría una crónica de Oriana Fallaci, minuciosa y terrible, contando la masacre de la noche del 2 de octubre en la plaza de Tlatelolco, pero apenas era el 26 de julio y Laura miraba hacia todas partes estirando su largo cuello, y el tránsito era denso y por lo tanto iban a vuelta de rueda, no se veían más que coches y coches y coches en el verano pegosteoso y deslumbrante de México, hasta que más o menos por el cine Roble, entre el cine Roble y la glorieta del Caballito, sobre Paseo de la Reforma, muchos jóvenes pasaron corriendo entre los coches, gritando, visiblemente excitados, entre asustados e iracundos, incluso alguno muy herido, otro sanguinolento, y Laura de pronto angustiada revolviéndose en el asiento ¿qué pasa?, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana no sé, aquí nunca pasa nada, de veras, nunca pasa nada, frases como éstas repetidas varias veces, y en eso un policía a caballo saltando sobre el volkswagen rojo del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, y pronto una sospechosa normalidad, el tránsito que volvía a fluir, algunas sirenas, ambulancias y patrullas de policía, un chillido de llantas, otros estudiantes que aparecían corriendo y desaparecían, un ente difícilmente humano, y por el espejo retrovisor unas luces que se le venían encima a la velocidad de una locomotora, rugiendo también como un gran tráiler o una gran locomotora, y entonces sí que quién sabe cómo el hotel y el equipaje y el aeropuerto sumamente agitados, sin entender, policías desviando el tránsito cuando regresó de dejar a Laura, las sirenas aullando toda la noche, y al día siguiente en todas partes la gente tratando de simplificar el conflicto, los estudiantes de una preparatoria particular que agredieron o fueron agredidos por los estudiantes de otra escuela, una Vocacional, la número 5 del Instituto Politécnico Nacional, y al día siguiente los estudiantes de la Vocacional 5, reforzados por los estudiantes de la Vocacional 2, le contaba a Barry al bajar por el elevador, y los de la preparatoria particular que creo se llamaba Isaac Ochoterena, sí, Isaac Ochoterena, cómo se me iba a olvidar semejante nombre, fueron apoyados por los alumnos de otra preparatoria de Tacubaya, que ésta sí no tengo idea cómo se llamaba, y los granaderos acudieron sin que nadie los llamara, supuestamente para impedir otro enfrentamiento, pero golpeando a diestra y siniestra, a troche y moche, helter skelter vamos a decir, provocando gran confusión, varios heridos y supuestamente sólo tres muertos, además de detener a centenares de adolescentes y cargas con docenas de cadáveres para esconderlos, en la planta baja del Mayflower tres muchachas en flor tocando y cantando junto al piano Those were the days, my friend/ We thought they’d never end, afuera, luego de los escalones y desde un radio portátil algunas noticias, habían detenido a un joven de 17 años por violación, y un avión había dejado caer sus rockets sobre un lugar habitado y murieron muchos, Jacqueline Kennedy seguía en viaje de luna de miel con Onassis, el huracán Gladys se movía lentamente en la costa de Florida, Hubert Humphrey prometía terminar con la guerra de Vietnam, una anciana de 81 años, en Londres, había golpeado bárbaramente a un carterista que intentó asaltarla, y una ardilla atropellada en medio de la calle Dubuque, los ruidos del bosque opuestos al escándalo de millares de grillos, el viento silbando entre los árboles, cientos de pájaros, cierto viento o una brisa más bien, oí que va a bajar la temperatura dijo Barry arrastrando su pierna jodida por culpa de Borges, y con ella un buen montón de hojas secas, de 70 a 55 grados, puntualizó Barry, en la esquina de Dubuque con Bloomington, dentro de una casa de madera igual que todas las demás, un violín que rechinaba, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana sentenció igual que mi estabilidad emocional, Barry preguntando por detrás de un vidrio oscuro, repentinamente preocupado por saber si él se identificaba o no con ese escritor que miraba morbosamente la enfermedad de su hija, y luego se servía de eso para escribir, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana confirmando que sí, desde luego, Bergman sabe demasiado bien que el artista se nutre de sus semejantes, de sus parientes cercanos especialmente, el artista es una especie de vampiro, o de zopilote, todo esto por la calle Washington, los árboles como un arco dorado, tornasolados, amarillos, cafés, guindas, anaranjados, borgoña, ocres, rojizos por donde había sido el desfile de Homecoming, un poco de bruma en el aire, cierto olor a cereal, a los campos sembrados de trigo allí, detrás de las casas, de vez en cuando un como remolino o lluvia de hojas secas y el ruido de la pierna jodida de Barry (por culpa de Borges) al arrastrase, las calles tan silenciosas y diferentes de las calles de la ciudad de México, casi irreales, como de otro siglo, como podían ser diferentes la noche del día, la mujer del hombre, el cielo del infierno, el blanco del negro, el sístole del diástole, lo que ascendía de lo que caía, lo que se comprimía de lo que explotaba, lo prohibido de aquello que se transgredía, en fin, las ruidosas, tumultuosas calles de las manifestaciones, la avenida Instituto Politécnico, los desniveles de Melchor Ocampo, la gente en las ventanas de los edificios de Sullivan, el monstruoso e imponente Monumento a la Madre, la angosta Villalongín, el pretencioso Paseo de la Reforma, la agringada avenida Juárez, el virreinal y majestuoso Francisco I. Madero (que Carlos Fuentes llamaba Frank & Wood), la anchísima calle Cinco de Mayo, la enorme y amorfa Plaza Mayor, atravesada tantas veces, adonde había llegado a gritar, a protestar, a dirimir, a quejarse, a corear tantas veces este puño sí se ve, este puño sí se ve o el pueblo unido jamás será vencido, con sus compañeros de escuela o la pandilla de su colonia o al lado de maestros universitarios o del Politécnico, una vez cargando un cartel con la efigie del Che Guevara, che, che, che guevara, otra repartiendo volantes contra la Olimpiada del Hambre, y recordaba otras mantas, los maestros reprobamos al gobierno por su política de represión, 35 muertos incinerados por el ejército, Barry mirándolo siempre y él hablando casi sin mirarlo, caminando muy despacio, displiscentes, al paso de Barry, que parecía ir barriendo la hojarasca con su pierna jodida por culpa de Borges, libros sí, granaderos no, caminando con la cabeza baja, el cielo azul arriba, el largo y negro cabello cubriéndole la cara como una cortina, escondiendo que los dientes le castañeteaban de frío, la lengua que humedecía una y otra vez los labios resecos, los dientes que mordían esos labios, y como subiendo un poquito la voz, como para sobreponerse a ese ruido de hojas pisoteadas, como para no creerlo ¿verdad?, pero fue así, de veras, un caballo con un soldado arriba saltó el cofre de mi volkswagen rojo, claro que no iba solo, había muchos otros soldados a caballo, y los animales alrededor nuestro piafaban, se veían inquietos, nerviosos, brutalmente excitados y enormes, desmedidos y hasta monstruosos, sobre todo si los veías como nosotros desde el asiento del volkswagen, vadeándonos, rodeándonos, su voz bañada de cierta alarma, de cierto estupor, de un espanto que parecía no iba a acabarse nunca, ni a pesar del tiempo ni a pesar de la distancia, sino que se renovaba día a día, noche a noche, palabra a palabra, latido a latido, los edificios de la Universidad de Iowa grises, antiguos contundentes, pesados, sombríos, húmedos, impersonales, Barry arrastrando su pierna atrofiada por culpa de Borges, y la primera semana en esa pequeña y curiosa y desconocida ciudad, la carta a Laura Knebel para estrenar la maquinita eléctrica de escribir ¿qué habrá sido de esa maquinita?, querida Laura, te juro que lo primero que pensaba hacer en Nueva York era visitar las oficinas de Look Magazine, ver la redacción y el departamento de arte, y si era posible hasta los talleres adonde se imprimía la revista, quería aprender de esa organización, conocer todas las etapas que se cumplían, porque desde que practicaba el periodismo, todo lo relacionado se convirtió para mí en una pasión casi deshonesta, pero imagínate, primero el deslumbramiento de la ciudad, luego los compromisos encadenándose uno tras otro, el escándalo de ver Hair, George M, Hello Dolly, Cabaret, Golden Rainbow, sabiendo que no tendré oportunidad de verlas otra vez, aterrado de restarle horas al cine o a hacer visitas a escritores y gente interesante, conocí por cierto a Dennis Donahue, a Isaac Bashevis Singer, a Susan Sontag, a E. L. Doctorow, y a Roger Straus, y a Hortence Calisher, y a Harold Bloom, y a Donald Barthelme, como te conté por teléfono, de sobresalto en sobresalto, y en segundo lugar mis problemas con la visa, yo creo que por mis supuestos antecedentes antinorteamericanos, por haber, imagínate, ofrecido una conferencia hace nueve años para un ciclo organizado por el Partido Revolucionario Estudiantil, la palabra Revolucionario en ese antecedente (y de pronto cuando escribía la carta como en un fogonazo, la descripción de la palabra revolución tal y como aparecía en el Diccionario Larousse, descripción que Claude Simon usaba de epígrafe en su novela Le Palace, “revolución: movimiento de un móvil que recorriendo una curva cerrada vuelve a pasar sucesivamente por los mismos puntos”), el haber estudiado en la Universidad Nacional Autónoma de México, “semillero de comunistas”, y el que en mi pasaporte dijera ocupación escritor, hicieron el resto (entonces otros epígrafes a la entrada de otras novelas de Claude Simon, el de La hierba, por ejemplo, algo así como “nadie hace la historia, no se le ve, así como nadie ve crecer la hierba: Boris Pasternak”, y el de Histoire, “algo que nos inunda, lo organizamos, se nos cae a pedazos, volvemos a organizarlo y caemos nosotros mismos a pedazos: Rilke”), tuve que soportar un interrogatorio increíble de un cónsul pendejo, arrogante, aburrido y al mismo tiempo muy irritante, ¿es usted comunista?, no, ¿pertenece o perteneció alguna vez al partido comunista o a algún otro partido?, no, nunca me he afiliado a ningún partido político, ya que considero que el escritor debe situarse a prudente distancia del poder político, entonces ¿sus ideas políticas son de derecha?, no, no son de derecha, ¿entonces es comunista, pero no se atreve a decirlo? (cada vez más violento), perdóneme, pero no acepto ser comunista, ¿está a favor de la guerra de Vietnam?, no, entonces ¿para qué quiere ir a Estados Unidos? (más obstinado), para corresponder a una invitación, y no llevo ninguna misión política, mire usted, publiqué un libro, una novela que acaba de salir publicada en inglés, ésta es la propaganda (le mostré la invitación al cocktail de presentación y un desplegado de página completa publicado en The New York Times Book Review), éste es el libro (también se lo mostré), estos son mis pasajes de avión, ésta es la confirmación de mi hospedaje, puede usted hablar con John Brown, agregado cultural que conoce las razones de mi viaje y además es buen amigo de mis editores y de la organización que me invita, pero el interrogatorio continuaba, ¿estuvo usted en la Universidad?, ¿de qué año a qué año?, ¿perteneció a grupos políticos estudiantiles?, ¿no perteneció a ningún partido que se llamara revolucionario?, ¿colaboró con ellos?, ¿no se acuerda?, aquí dice que el día tal, del mes tal, del año tal, usted dio una conferencia sobre Pornografía y literatura, y que al final usted arengó al público en nombre de una revolución en marcha, invocando a Fidel Castro y al Che Guevara, pero era 1959 protestó, o dice que protestó, y al final de cuentas le dieron la visa, muchas cosas más en esa carta, el encuentro con Nicanor Parra y con George Plimpton, la ida al cine con los Lowell, la cena en casa de Norman Mailer, la entrevista en la oficina con John Barth, la visita vespertina a Susan Sontag, el debido desayuno en Tiffany’s, el sonido y la furia del tiempo y del río, lágrimas y risas, los ejércitos de la noche, los desnudos y los muertos, hombre joven a la aventura, y bien pronto el vuelo a Chicago y los vientos y la llegada a Iowa City, y antes de la firma unos lacónicos patria o muerte, hasta la victoria siempre, venceremos, sufragio efectivo no reelección, digamos la izquierda exquisita ¿verdad?, Barry interesado en el esposo de Laura, Fletcher Knebel, autor de Seven days in May, ¿cómo lucía?, ¿de qué hablaba?, sólo que Fletcher Knebel había escrito Seven days in May en colaboración con Charles W. Bailey II, igual que Convention y No high ground, así que de pronto era como mitad escritor o medio escritor, mientras que en otras ocasiones, cuando escribió Night in Camp David, The Zinzin Road y Dark horse, que eran libros igualmente políticos y agresivos, o más bien intrigantes y pendencieros, pero los escribió él solito, o por lo menos los firmó él solo, todo esto mientras trataba de comer, la comida infame, como la de todas las cafeterías, y ni sombra de Robert Coover esta vez, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana sin lograr entender por qué los norteamericanos comían tan mal, apesadumbrado por la certeza de que estaba dentro del 10% de la humanidad que podía comer bien, preguntándose cómo comerían los demás, Barry sin entender, a él no le parecía tan mala la comida universitaria, era sólo comida rápida, eso era todo, de nuevo caminando, ahora en plena calle, bajo la banqueta, los pies hundiéndose ruidosamente en una espesa capa de hojas crepitosas, de hecho, tierra y pedacería otoñal de toda clase de hojas mezcladas, cafetosas, resecas, quebradizas, vulnerables, un poquito de viento frío en las mejillas, el cielo bajo, un poquito nublado reflejando las escasas luces de la ciudad, su expresión desolada porque de pronto lo sorprendió la tentación de empezar a contar lo que le había pasado a un amigo, pero no podía o no quería, bueno un amigo sin nombre, no podía ni siquiera mencionar su nombre, o no, tampoco podía contar su historia, podía pensarla, tratar de afinar sus detalles, aunque prefería no pensarla, tampoco pensarla, incluso prefería tratar de convencerse de tener que olvidarla, o era simplemente que la sentía confusa, y por lo tanto todavía inenarrable, inexplicable tal vez, inverosímil, y por lo tanto real, demasiado real, porque podía haberle pasado a él, bastaba no haber salido de México al final de septiembre, no haber pasado el examen médico en las oficinas de la Fundación Ford, ¡bastaba un sol, un parto! (como escribió Fuentes), perder la pinche visa y entonces estar la noche del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, condenado una vez más, bastaba un parpadeo, una fracción de segundo, cualquier azar y él hubiera estado allí, él pudo estar allí con su amigo Athanasio, a un lado de ese amigo y otros conocidos repitiendo iracundo y desesperado politización, politización, politización, asustado y desconcertado en medio de un grupo de detenidos, jóvenes como él, limitados por hombres armados, obligados a subir a un vehículo, oyendo desde ahí las órdenes, las sirenas, los disparos, las carreras, los gritos, las voces, un muchacho llorando porque se había orinado en los pantalones, y los hombres aquellos ordenándoles con violencia fascistoide que se desvistieran allí adentro del camión policial, adonde no había de dónde agarrarse, su amigo sin saber dónde poner la ropa, creyendo que iba a desmoronarse, queriendo salvar cualquier cosa, una credencial, sus llaves, los pocos billetes que llevaba consigo, y de súbito, brutalmente apenado, porque creía que los detenidos eran sólo hombres y vio a dos mujeres, de catorce o quince años, y había otras más allá, sollozando, y las más jóvenes como no se atrevían forzaron a que un soldado les arrancara la ropa, mi amigo tratando de no mirarlas, como si pudiera protegerlas así, la ropa arrojada al exterior, al suelo mojado, pateada, arrastrada con los pies, la desnudez de ellas como una luz, y en la oscuridad del camión, de pie, separados unos de otros unos cuantos centímetros, trataban de no tocarse, temblaban de frío, se hubiesen abrazado de estar vestidos, pero estaban desnudos y sentían vergüenza y miedo y desconcierto y olían mal y su situación era inaceptable, demasiado inverosímil para ellos, y él estaba desnudo como en la peor de sus pesadillas, y en eso cerraron la puerta violentamente y él cerró los ojos y trastabilló un poco, y cuando los abrió no estaba frente ni dentro de un grabado de Gustavo Doré, no estaba hojeando ningún lujoso ejemplar de La divina comedia, aunque ellos estaban condenados igual o peor que los personajes esmerilados por Doré, y la camioneta corría hacia alguna prisión, o hacia algún cuartel, de pronto frenaba y se echaba en reversa, cambiaba de direción, alguna pequeña aspereza del terreno, un alto por algún semáforo, otro y otro, y luego una marcha continua, el rugir del motor, alguno que otro vaivén, y él de pronto sintiendo un olor lacerante en el muslo derecho, y los olores ácidos a sudor, o era que se podía oír el miedo y la incertidumbre y la impotencia y la desesperación, o era que dos o más habían empezado a evacuar o a peerse ahí mismo, hipos, sollozos, y de pronto un codo clavado en sus costillas, y su mano contra una cadera, un seno frutal, asustado, terriblemente asustado, pero a la vez capaz de desbordarse en infinita ternura, porque no quería que las mujeres lloraran, eran apenas adolescentes, ahora sí que “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, su pene brutalmente disminuido, casi inexistente, y el llanto tan desolado, y él no sabía qué palabras podría decirles, qué había que decir, cómo ayudarlas, y la camioneta rodando cada vez más aprisa, como si fuera descendiendo y luego ascendiendo, dejando atrás esa noche del 2 de octubre de 1968, alejándose de Tlatelolco, cerrando los ojos y volviendo a abrirlos, podían distinguirse pocas cosas en la oscuridad, pero no era un sueño, iba en una camioneta, prisionero, desnudo, en compañía de una veintena más de jóvenes para cumplir quién sabe qué voluntad o capricho de quién sabe qué militar o político o policía, y de pronto la idea de los cuerpos quemados por el ejército, los desnudaban primero, y luego desperdigaban las cenizas, les quitaban la ropa para evitar que alguien los reconociera de lejos, y quedaran testigos que vieron subir a fulanito o a fulanita a determinada camioneta, a determinada hora, les quitaban la ropa para hacerles sentir su superioridad, porque eran fascistas debidamente uniformados y ellos, los desnudados, eran como los judíos, o los negros, o los indios, o los árabes, o los libaneses, o los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, y en eso ¿hueles?, preguntó alguien al reconocer un olor de estiércol, ¿oyeron algo?, y al poco rato otra voz oscura dijo estamos fuera de la ciudad, en el campo, y él no sabía qué podía oírse, si grillos o perros o vacas, o el lenguaje de las piedras, del pasto, de los árboles, de la noche, o el de la luna, él creía oler el miedo de su piel, el sudor de los más cercanos, la juventud de las muchachas, la erización de sus vellosidades, la protesta de sus vísceras, el escándalo de su corazón, pero dejaban atrás la ciudad de México y era como si dejaran atrás su vida, sus posibilidades de futuro, sus utopías de justicia social, de un nuevo orden, la posibilidad de hacerse oír, de formar parte, hasta que de pronto la camioneta se detuvo y todos los cuerpos, él incluido, se sacudieron y gimieron, ya nos llevó la, dijo alguien, y abrieron la puerta y los hombres tenían ametralladoras de cañón corto y con ellas les indicaban los movimientos, para allá, los hacían bajar y hacer espacio para que siguieran bajando los demás, lloviznaba ligeramente y no había más iluminación que la proporcionada por los faros del vehículo y una decena de linternas sordas, los prisioneros tiritando de frío, encogidos, temblando, tratando de formarse a la orilla de esa carretera solitaria, el paisaje extendiéndose hacia los cuatro puntos cardinales sin nada que entorpeciera la vista, se oían saltar los cuerpos al brincar de la camioneta, y se adivinaban sus pasos en la noche del lobo, quizá a lo lejos una perversa luminosidad, cierto sucio resplandor allá abajo, y entonces, en vez de los disparos o la orden de fuego, los golpes, los cadáveres que iban a caer a su lado, porque los iban a matar a todos menos a él, quizás, él se fingiría muerto, y las muchachas seguían sollozando, eran muchas, y podían verse algunas estrellas y él era inmortal, él era invulnerable como Clark Kent, aunque tenía ganas de orinar, incontenibles ganas de orinar, la vejiga inflamadísima, se iba a fingir muerto y se levantaría al día siguiente sucio de tierra y sangre, hambriento, sediento, y caminaría entre los cadáveres, buscaría a otros sobrevivientes, alguien que se quejaba, y luego ya no sabía muy bien, no podía jurar que hubo una orden o si todo empezó como una desbandada, pero lo cierto es que estaban todos corriendo, casi nadie en la misma dirección, como una diáspora, estableciendo toda la distancia posible entre ellos y la camioneta con los hombres armados, y entre ellos mismos, esperando oír en cualquier momento ráfagas de disparos, ver cruzar fogonazos, estelas de fuego, sentir entrar en carne propia balas calientes en cámara lenta, pero corría y corría, ya no sabía qué habría sido de los demás, quizás vendría alguno o algunas detrás de él, quería volverse, pero necesitaba guardar su energía para poder seguir, sospechaba figuras informes bailando sobre zancos tremendos, corría sobre el suelo agreste con demasiada fuerza, sentía arañadas las piernas y lastimadas las plantas de los pies, corría con fuerza mediana al borde de un pequeño abismo, apenas y se podía ver, el sudor le caía sobre los ojos, iba al compás de piedritas que rodaban abajo, le dolían las piedritas con excesiva fuerza, la noche draculesca, oscura y resonante, apática, y él todavía corriendo con débil fuerza, todo sin forma ni significado, y las ráfagas que no sonaban nunca, lobreguez y preponderancia, y hasta el olvido por un instante de su vergonzosa desnudez, la noche abriendo su boca sedienta de sangre, pensó en los otros cuerpos anónimos corriendo, en las frágiles muchachas corriendo, ojalá y estuvieran corriendo todavía, no sentía a nadie cerca suyo, bajo la imperceptible rotación del sistema planetario, el avance indudable, accidentado a través de la noche, tratando de aislar cosas en la oscuridad, peñascos que se alejaban con sólo verlos, un camino, alguna colina, siempre muy aprisa, las plantas de los pies como si no estuvieran ahí, casi inexistentes, sanguinolentas, como si la noche pasara a través suyo, lo traspasara o se impregnara a su cuerpo, al sudor de su cuerpo, al dolor de su cuerpo, sentía sed, siempre corriendo, apestaba a sudor y sentía que iba a descomponérsele el estómago, corriendo, sin poder dejar de correr, y se sentía agotado, pero no podía reconocerlo, corriendo no podía permitírselo, corriendo, tenía que seguir, hasta que se le desprendieran los pedazos de noche, corriendo a grandes zancadas, siempre corriendo, resoplando, casi desollado, la piel nocturna, corriendo con menos fuerza, casi sin ninguna fuerza, y según lo contó después no paró de correr hasta llegar a París e inscribirse en La Sorbona, Barry sonriendo con franqueza, el Mayflower apareciendo al final de la calle, ofreciéndose con todas sus ventanas encendidas, desplegándose como una carabela, una inmensa carabela, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana como saliendo de una especie de embotamiento, de somnolencia, paladeando casi las palabras, espaciándolas, la pierna paralítica de Barry por culpa de Borges arrastrando un montón de hojas secas, el olor acre del otoño suspendido, el río deslizándose lentamente, los árboles inmóviles, negros, vigilantes, enigmáticos, semidesnudos, y su voz diciendo como si retomara el hilo de una conversación hacía buen rato suspendida, fíjate Barry, a los alumnos de la preparatoria Isaac Ochoterena, que era una preparatoria particular, les decían los Arañas…
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