Gustavo Sainz - A la salud de la serpiente. Tomo I
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La señorita, al tropezar con frases impublicables del “genio” desaparecido, suspendió la lectura, toda ruborosa y avergonzada, pero el “profesor” que responde al apellido Padilla, pretendió obligarla a que continuara leyendo aquel párrafo de majaderías impublicables. Hemos tenido a la vista la famosa “obra literaria”, y francamente, señor licenciado Padilla, si usted hubiese obligado a una de nuestras hijas a leer tales obscenidades ante sus compañeros y compañeras de clase, a estas horas estaría usted muerto. Ni más ni menos. Ni una sola página de la “obra” puede ser transcrita aquí sin faltarle al respeto al lector.
La madre de la infortunada muchacha refiere que el “profesor” Padilla, al ver que la señorita se resistía a continuar la lectura, la increpó y amenazó de la siguiente manera: “Pues va usted a tener que leer algo peor, no solamente esto”, y a renglón seguido ordenó a la clase otro pozo de albañal que se llama La tumba. ¿Cómo estará el “libro” que cuando algunas muchachas trataron de adquirirlo se negaron a vendérselos en la librería?
El doctor Sodi, en defensa de la familia vejada en forma tan ruin, llamó a cuentas al director de la Preparatoria donde tuvo lugar el atentado, y este señor, tratando todavía de defender a su “catedrático”, por fin admitió que el licenciado Padilla es muy joven, y que aquello era un error de su parte. Sin embargo, el doctor Sodi no se muestra satisfecho: anda buscando los servicios de un abogado para acusar al “catedrático” y amigos que lo acompañan nada menos que de perversión de menores.
El caso no puede ser más grave. Mal que haya por ahí al alcance de la juventud miles de fosas sépticas disfrazadas de “libros modernos”. Que las compre quien tenga ganas después de todo. Pero qué bajo el pretexto de una clase de literatura en donde tratan de obligar a jóvenes adolescentes a que destapen esos albañales delante de compañeros y compañeras: eso ya no parece propio de un cerebro normal, y si esta clase de cerebros es la que tiene a su cargo conformar la mentalidad y el espíritu de nuestra juventud ¿a dónde va a parar México?
Acompañamos sinceramente al doctor Sodi en sus esfuerzos por detener él solo, luchando contra muchos, esa ola de cieno. Lástima que por circunstancias que no vienen al caso, no estemos en condiciones de unir al suyo nuestros esfuerzos en forma más efectiva. Pero no podemos dejar de exclamar ¡Pobre México, con estos “profesores”!
El Redomado Lépero de la Hez Metropolitana tan escandalosamente aludido en esos días, no era polvo en ningún carcomido ataúd tres metros bajo tierra, ni estaba tratando de convencer a ninguna jovencita de que entrara en su departamento, ni amordazando ni aderezando a ninguna niña, ni lamiendo ningunas nalgas firmes ni ninguna húmeda vagina ni ningunos senos excitables, ni desenterrando ningún cadáver fresco, ni amarrando a ninguna cama (lamentablemente) a ninguna asustada adolescente de ropas desgarradas, ni cerniéndose como un baterista frenético sobre las nalgas de ocho mujeres desnudas (igual que el Marqués de Sade, según Julio Cortázar), ni asesinando a nadie en ninguna catedral, ni practicando ninguna posición retorcida (y por otra parte impracticable) sugerida por el Kama Sutra, ni por el Chekan, ni el Kama Kala, ni el Shunga, ni la Filosofía del tocador, ni El arte de la alcoba, ni los orientales Secretos de la cámara de jade, ni los italianos Ragionamenti ni los Sonetti lussuriosi de Pietro Aretino, ni El arte del amor cortés de Andreas Capellanus, ni bailando ningún jarabe tapatío sobre ningún montón de hostias, ni hojeando ningún periódico de Mexicali (perversión señalada si las hay), ni revisando con ninguna linterna ninguna húmeda vagina (lamentablemente otra vez), sino que más o menos relajado y tranquilo, y al mismo tiempo derrengado y vulnerable, si no piqueteaba la pequeña máquina eléctrica de escribir tratando de agregar una página más a su novela en proceso, trataba de concentrarse y avanzar en la lectura de Quer pasticciaccio brutto de Via Merulana, en la edición milanesa de Aldo Garzanti, encuadernada con gruesas tapas rojas, papel carnoso, pesado, hermosa tipografía, recurriendo a cada traspiés a la traducción castellana de Juan Ramón Masolivier para la editorial Seix Barral, descoyuntado casi y semi reclinado, en una postura lamentable, digamos, apoyado o tratando de apoyarse sobre tres o cuatro almohadas en la cabecera de una cama individual, en el departamento 433 del edificio Mayflower, sobre la calle Dubuque, en la ciudad de Iowa, estado de Iowa, en los Estados Unidos, con una libreta de 200 páginas a un lado, abierta más o menos por la primera tercera parte, adonde anotaba frecuentemente, la sangre de, líneas garabateadas que luego sufría descifrando, evocaciones traídas por la lectura, algún malabarismo lingüístico, cierta palabra desconocida, algún adjetivo deslumbrante y de aplicación sorprendente, a contrapelo de cómo decían que Ramón López Velarde escribía sus poemas, no el texto con espacios en el lugar de los calificativos que vendrían después, para encontrarlos más adelante, sino calificativos sin texto, como para enriquecer el juvenil vocabulario, luchando por consumir renglones y párrafos, engarruñando la nariz al oler de pronto la mantequilla frita, debía ser Pía, competente nutricionista chaqueña, esposa de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, cocinando desde temprano, mientras desde otro carril de su cerebro empezaba, primero como un ruido, el griterío que hacía una multitud fuera de control al voltear un vehículo policial, una patrulla o una ambulancia, algunos disparos, carreras, órdenes, un crepitar de fuego, la humedad de un muro, el frío de un muro contra el cual se había repegado, vagamente atendiendo a un confuso rumor, voces más altas, consignas, y los rostros que cruzaban frente a él, fuera de él, la mancha blanca de una chamarra, nuestros compañeros, y una pequeña llovizna estriando el paisaje, los rostros que no podía, que no hubiera podido reconocer, que trataba de adivinar, manchas de colores suaves y difusos, un grupo con una pancarta horizontal enarbolada como una lanza, la violenta hoguera de una patrulla incendiada, las llamas y el humo que salían del auto volcado negándose a ascender, como husmeando un lugar y otro, arrastrándose a la altura de los segundos pisos de las casas, serpenteando, barriendo los techos de un camión de pasajeros vacío, pintarrajeado y detenido a media calle, gente que se encontraba y separaba sin más propósito que alejarse de allí, la lucha no es sólo, otros que apresuraban el paso, la lluvia goteando de los árboles, la sirena de una ambulancia, o más, muchas sirenas de muchas ambulancias o carros de bomberos o patrullas policiales, y él quería que todos pasaran y nadie lo viera, quería disolverse en la lluvia y oía sus dientes rechinando, sentía como un peso al fondo de su estómago y se encogía, como en medio de una digestión imposible, el pelo chorreando agua sucia, los dientes castañeteando de frío y el estómago retorciéndose hasta que su atención retomaba de nuevo el hilo de la prosa de Carlo Emilio Gadda, un tufillo de ajo encimándose al de la mantequilla quemada, o se cruzaba con otro carril, por eso más o menos relajado y tranquilo, y se veía llegar a esa pequeña ciudad de Iowa una noche después de un día completo en diversos aviones, asombrado sobre todo por su aturdimiento, pues se había bajado en una ciudad anterior, y requirió tiempo para averiguar dentro de su confusión que allí no era Iowa City, y entonces correr de nuevo a la pequeña avioneta de ocho asientos, todo esto anotado en su gruesa libreta de Santiago Galas, su cabeza agitada volviéndose de un lado a otro, como un pájaro asustadísimo buscando al comité de recepción sin encontrarlo, sin la más puta idea de adónde ir, así que se acercó al teléfono ¿cómo se llamaba?, Engle, Paul Engle, sí, Eng, Engbretson, Engel, Engelhardt, Enggass, England, Englander, Engle Cynthia, Engle Paul, sí, lo encontró con facilidad y marcó el número que sonaba y sonaba y nadie acudía a levantar el auricular, pero en eso irrumpieron en el minúsculo aeropuerto, es decir, en la sala de espera del increíble aeropuerto de Iowa City, si a esa pequeñísima construcción podía llamarse aeropuerto, irrumpieron cuatro o cinco ruidosos latinoamericanos, un uruguayo, un matrimonio argentino, un chileno y un colombiano, y al final alto y pálido como un príncipe de las tinieblas, con los cabellos ralos y canos, casi transparente, el poeta Paul Engle seguido de Hua-Lin, una hermosa oriental muy condescendiente, muy amable, atenta, dulce, y los gritos de reconocimiento y el calor de la camaradería y la camioneta y las risas de todos y el consejo de Alfredo Veiravé, el poeta de Gualeguay, después de explicar que se acercaban al centro, míralo rápido porque se acaba pronto, ni siquiera parpadees, che, y las casitas de madera estilo Nueva Inglaterra, tan lejos de Nueva Inglaterra, muchos árboles sombríos a esa hora, como gigantes amenazadores, el río como una cicatriz rencorosa, y los edificios de la Universidad, la biblioteca, el sistema burgués explotador, las calles desiertas, el doctor Francesco Ingravallo otra vez, no en Iowa aquella noche ni en su libreta, sino en la novela de Gadda sobre la que empezó a tamborilear con su plumón negro murmurando las extrañas cadencias dialectales, barriobajeras, pletóricas de ribetes eruditos, onomatopeyas, retornos estróficos y giros de pronto incomprensibles, en voz alta, porque le fascinaba la vitalidad gaddiana, su realismo a ultranza, encimando al italiano de Roma giros molisanos, vénetos o partenopeos, descansando el libro a veces o alternándolo como para ver cómo zanjaban los problemas de traducción, si Juan Ramón Masolivier (que era el traductor) se apropiaba de dialectos aragoneses, andaluces, gallegos, madrileños o éuskaras, o perdía el efecto sinfónico tan necesario para ritmar las tribulaciones de don Ciccio,
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