Gustavo Sainz - A la salud de la serpiente. Tomo I
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era il dottor Francesco Ingravallo comandato alla mobile: uno dei piú giovani e, non si sa perché, invidiati funzionari della sezione investigativa: ubiquo ai casi, onnipresente su gli affari tenebrosi, di statura media, piuttosto rotondo della persona, o forse un po’tozzo, di capelli neri e folti e cresputi che gli venivan fuori dalla metá delle fronte quasi a riparargli i due bernoccoli metafisici dal bel sole d’Italia, aveva un’aria un po’assonata, un’andatura greve e dinoccolata, un fare un po’tonto come di persona che combatte con una laboriosa digestione: vestito come il magro onorario statale gli permetteva di vestirsi, e con una o due macchioline d’olio sul bavero, quasi impercettibili però, quasi un ricordo della colina molisana,
en fin, y miraba de reojo la pared en donde alineaba los botes vacíos de coca-cola desde hacía un par de meses, porque llegó al final de septiembre y empezó simplemente a hacer una fila alrededor de la habitación pegada a la pared, y luego a equilibrar una segunda fila de botes, y una tercera, hasta que comprendió que podía enrojecer completamente una pared con esos botes que muy bien podían inmortalizar a Andy Warhol y que a él tanto le gustaban, brillantes y con el rítmico logotipo blanco sobre fondo rojo, enderezándose un poquito, no el logotipo sino él, un poco cansado de su posición, reacomodándose los genitales, mirando el reloj, porque cada veinte minutos partía un autobús que lo llevaba hasta el campus universitario adonde le gustaba ir a comer, más que nada por encontrarse con Robert Coover que había ganado el premio William Faulkner por su novela The Origin of the Brunists, y acababa de publicar un nuevo libro sobre un equipo de beisbol muy extraño, o no un equipo, sino un ambiente, aunque él afirmaba que era una novela teológica, sobre todo porque la había escrito en España, y en España todo el mundo era en aquellos tiempos un poco teólogo, The Universal Baseball Association, Inc., J. Henry Waugh, Prop., oliendo a cebolla esta vez, un aroma que le llegaba flotando desde el departamento de los Veiravé, a unas puertas de distancia, descansando el libro de Gadda a un lado, metiendo una tarjeta donde los Tres Chiflados tratan de hablar por un solo teléfono para señalar el lugar de la interrupción, la edición encuadernada italiana sobre la edición rústica española, y pensó en el cielo azul de Iowa dividido por esas líneas blancas que dejaban los aviones espías al volar demasiado alto, bombarderos que ininterrumpidamente daban la vuelta al mundo, y volvió a mirar su reloj, porque a las 12 del día y durante unos minutos, cada miércoles, todo en esa pequeña ciudad se inmovilizaba, los transeúntes se quedaban de pie, como petrificados, los automovilistas se detenían, se apagaban todos los aparatos eléctricos, muchos se sentaban en los bordillos de las banquetas, pero otros preferían mantenerse de pie, quietos, como protesta por la guerra de Vietnam, sus ojos fijos, sonámbulos, pasando del reloj a la libreta abierta, la libreta adonde anotaba sus ideas sobre la novela que estaba tratando de escribir, novela sin título todavía, aunque le gustaba Adolescente rostro perseguido, a veces sí y a veces no, porque también le gustaba Años fantasmas, y también Obsesivos días circulares, o Entienda quien pueda y en la que intentaba violentar ciertos hábitos perceptivos, digamos que al seguir a un personaje no representar solamente su mente pensando, sino lo que miraba, lo que leía automáticamente al pasar la vista por un periódico o una pila de libros, o mejor, sobre una puerta como la de su departamento en la que pegaba recortes de periódicos con noticias curiosas, y al mismo tiempo lo que oía, que bien podía ser una conversación en otra mesa si estaba en un restorán, o el radio en un departamento vecino, y los olores, como en ese momento que olía a jitomate frito y muy condimentado, las sensaciones térmicas, el zumbido del aire acondicionado, y desde luego las inscripciones en su cerebro, en las paredes de su cerebro como en las bardas de los terrenos baldíos en la ciudad de México, a la manera de una serie de imágenes fijas, inmóviles, congeladas, a veces cada una de ellas demasiado distinta de la precedente como para poder establecer cierta continuidad, reflejos de luces sobre el asfalto mojado, por ejemplo, zapatos abandonados, periódicos deshojados, alados y pisoteados, castigados, golpeados por bruscas gotas de lluvia, una barda pintarrajeada la sangre de nuestros compañeros nos hace seguir, y el discurso consciente sobre el rollo del ensueño, lo que imaginaba, lo que sentía, lo que prefería sentir, la sensación de ternura, de increíble feminidad que notó que lo había envuelto la noche anterior durante la cena en casa de Hua-Lin, conversando con Ambrosia Crocchiapani o Crocchiapaini, como adentro de una burbuja, Ambrosia, una alumna de la Universidad con provocativos senos en flor y un brillo en los ojos plomizo, extraño, cierto aire mediterráneo, piamontés, y una estremecedora gravedad, profundidad, vibración de su voz imposible de registrar mediante la escritura, hablando de narradores y novelas latinoamericanas de las que parecía saberlo todo, hasta con un poco de humor, una chispa, dos o tres anécdotas, difícil saber lo que pretendía ocultar con eso, él fascinado con su extraordinario perfil, imaginando cómo se vería después de bañarse, al acabar de despertar, mohína, era difícil imaginar su mal humor, y si él la contradecía provocaba no su enojo sino risa, y además ya había leído su primera novela, ¿Gazpacho?, Ambrosia, sí, la primera novela del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, de título tan raro, ¿Garsapo?, no se iba a llamar así explicaba él, sino Los perros jóvenes, pero había salido la novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros, mientras él esperaba la publicación de su manuscrito, y se vio en la necesidad de cambiarlo, primero pensó en Conejo extraordinario, pero al editor no le gustaba y además existía esa novela de John Updike, Run, Rabbit, run, y por otra parte Envoy extraordinary, de William Golding, en fin, una novela que él tildaba de ensayo narrativo, cuando no de linosignos, Ambrosia acordándose regocijadamente de casi todo, por qué siempre decía probablemente, decía, y tal vez y quizás, todo afirmado y negado al mismo tiempo decía sotto voce y él así, asombrado, contentísimo, apenas probando, pichicateando la extraordinaria comida oriental, atento más bien a la lengua inquieta de la bella Ambrosia, a la formación de sus dientes, lavados sin duda concienzudamente tres o cuatro veces diarias durante todos los días de su inquietante vida, sus labios como, aunque no iba a hacer ninguna comparación y ni siquiera se le ocurrían comparaciones, más bien calculando si cederían a cierta presión, si los mordería primero o los lamería, esperando mirar y ser mirado por sus ojos azules verdes dorados grises, patentizando que era posible quedar anonadado, absolutamente subyugado, atento, casi enamorado, deslumbrado, entusiasmado, excitado, hipnotizado, o estaba de pie junto a la cocina del departamento 433 del Mayflower, residencia para estudiantes, abandonando el recuerdo de esa sensación extraordinaria de gineceo, de burbuja tibia y femenina, o femeninamente tibia, acomodándose el sexo erecto bajo el pantalón, cimbrado por la risa, por cierta risa, tratando de desconectar la cafetera, riendo con todo el cuerpo, con las vísceras, porque a la presencia casi mágica de Ambrosia se sobrepuso la de Luiz Vilela, cuentista brasileño que le había contado que entró en una zapatería y había pedido un par de sailors, y al ver el extrañamiento del vendedor empezó a exigir unos sailors señalándose los pies, unos sailors, cuando quería decir unos tenis de modelo especial, o un alumno de Carlos Cortínez, el estudiante chileno que, según él, escribió en un ejercicio que había ido al supermercado a comprar groserías, riendo con sus libros bajo el brazo, cerrando la libreta que estaba sobre la mesa y organizándolo todo para volverse a derrumbar una vez más y leer, o tratar de leer, sonriendo todavía, cierto olor a café flotando persistentemente en el cuarto, recordando a otro alumno de Español 102 que escribió en un examen que la cebra era una emoción, encebrado entonces, apapachando almohadas antes de dejarse caer, la lucha no es sólo contra los granaderos es contra el sistema burgués explotador, allá muy al fondo de su cerebro, y ruido de agua hirviendo, de carne cociéndose en el departamento vecino, de agua cayendo, Ambrosia preguntándole si podía decirle algo de ese afán por la confusión y la complicación en el arte moderno, y él queriendo concretar la respuesta a América Latina, inquiriendo si ella conocía otra área idiomática adonde hubiera tantas novelas difíciles de leer, tan difíciles como Cambio de piel, Los peces, Rayuela, Paradiso o Conversación en la catedral, que para él y para un grupo de lectores que podrían llegar a calificar como profesionales, es decir, habituados a los problemas que presentaba la lectura en esos días, no eran ni más ni menos difíciles que otras novelas francamente populares, como La isla de las tres sirenas ¿de Wallace?, que consumía con avidez la clase media idiota de América Latina, sino que, por el contrario, eran más apasionantes, pero muchísimo más apasionantes que esas novelas de gran venta, aunque se podría argüir que en una novela como Los peces, o en Grande sertão: veredas no pasaba nada, y no sería difícil demostrar que pasaba todo, y más de lo que era posible sintetizar en unos cuantos minutos, con voz pacientemente neutra, aplicada, casi magisterial, y eligiendo cuidadosamente las palabras, porque Ambrosia hablaba el español como segunda lengua, y era probable que no iba a entender ningún localismo, y menos la jerga clasemediera Colonia del Valle que farfullaba él, ocasionalmente, era cierto, pero siempre de improviso, un buza caperuza, un como agua para chocolate, o no te entumas, o chócala, o cómo te quedó el ojo, o a mí me la cuchiplanchan, o no te la acabas, o aquí nomás mis chicharrones truenan, o tu nieve de qué la quieres, o botellita de jerez, o échame aguas, o por si las recochinas moscas, que resultarían francamente extraños para una muchacha de Siena, de padre milanés y madre norteamericana de Boston, que había aprendido español en el Palazzo Garzoni-Mozo, en San Marco, Venecia, y luego en Middlebury College, Vermont, adonde había venido con una beca, y ahora en sus clases de literatura con Gordon Brotherston, y no sólo eso sino que enseñaba español, sí, y también sus alumnos no lograban escapar del me llamo es, o del estoy enfermera, o estoy estudiante, o de poner eñes en vez de enes, semaña por ejemplo, sabaña, colmeña, y también leía autores italianos, no a Gadda no, no lo conocía, pero ¿qué tal Pavese y Guido Piovene y Vasco Pratolini y Giorgio Bassani?, fantástico, entonces le podría ayudar con las complejidades semánticas del Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, ella engullía un bocado, aceptaba, sí, pero con cautela, emitía cuidadosos monosílabos, tenía mucho que estudiar, y principalmente estaba interesada, sí, e incluso mucho más que interesadísima, se sentía realmente involucrada en dar con la razón por la que las novelas de América Latina eran tan, pero verdaderamente tan, tan ilegibles, bueno, seguía él, arreglándose los largos cabellos, los negrísimos y largos, larguísimos cabellos alrededor de una oreja, primero, y luego de la otra, aceptarás que el proletariado tiene sus revistas deportivas, sus fotonovelas, sus programas de televisión ¿verdad?, y que para qué leer un libro como Paradiso o Cumpleaños, se necesita algo más que revistas deportivas, fotonovelas y programas estúpidos de televisión ¿no?, ya sabemos que a Vargas Llosa no lo leen una mayoría de cholos ni de serranos en el Perú, sino que lo leemos nosotros, una inmensa minoría ilustrada a lo largo y lo ancho y lo ajeno de nuestro mundo que detenta decodificadores más adecuados, información, cultura, curiosidad y hasta pedantería, diría yo, y ansiedad de saber, de iniciarse, paciencia, aprender, en fin, qué puedo saber yo, sacudiendo la melena color ala de cuervo y relamiéndose, pero no porque se le antojara la comida oriental, sino por ella, por Ambrosia Crocchiapani o Crocchiapaini (quien no pudo leer, lamentablemente, otra respuesta a una pregunta más o menos similar, pero desarrollada 20 años después), porque 20 años después Ambrosia Crocchiapani o Crochiapaini era sólo un nombre repetido en la nostalgia, una ausencia, un como sueño bañado de irrealidad, el entrevistador en México, sociólogo y lector tan desesperado como él, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana (con 20 años más) en Albuquerque, Nuevo Mexico, mirando las montañas Sandía por una ventana, magnificadas por el crepúsculo, el entrevistador preguntando: algunos críticos han dicho que tu forma de novelar revela una falta de anécdota que hace difícil su lectura, y el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana escribiendo en el Displaywriter System de ibm, al mismo tiempo que murmuraba las palabras, como si deletreara sus frases, yo no diría que falten anécdotas, precisamente los lectores más avispados festejan con escándalo mi abundancia anecdótica, mi desmesura, la multitud de incidentes que pueblan mis trabajos narrativos, en todo caso lo que faltaría en mis novelas, aceptando que falte algo, es una historia en el sentido decimonónico de la palabra, aunque dicho sea con perdón, porque ya en el siglo xix había novelas bastante complejas, como el Mardi, de Herman Melville, o incluso antes, como el Tristram Shandy, de Sterne, por citar dos, y es que la novela contemporánea, de manera muy insistente a partir de la segunda Guerra Mundial, dio la espalda a las “historias”, aunque no a la Historia, piensa en escritores como Claude Simon, Pierre Guyotat, Michel Butor, Julieta Campos, Thomas Bernhard, Peter Schneider, John Barth, William Pynchon, Walter Abish, Jorge Semprún, Philip Sollers, o en los libros de Juan Goytisolo posteriores a Señas de identidad, los libros de Camilo José Cela después de San Camilo 1936, o en Cambio de piel, o en autores como Lezama Lima, Salvador Elizondo, Sergio Fernández o Fernando del Paso, en los que encontramos sin dificultad una disolución de la historia, disolución también común en muchos de los textos de Jorge Luis Borges y Samuel Beckett, lo que nos permite decir, entonces, que hasta se puede dividir a los escritores en dos clases: unos que creen que pueden ordenar la desordenada realidad de acuerdo a valores burgueses muy bien establecidos, que imponen un principio y un final a lo que ellos llaman “una historia” (principio y final desde luego absolutamente conjeturales), escritores que buscan la creación de un problema aparente, un momento climático y un desenlace, que se atreven a afirmar que construyen personajes verosímiles, “humanos”, más que humanos, psicológicos, sin sombra de vacilación, y que además ocasionalmente triunfan, e incluso de manera apoteósica en el mercado editorial, pues nuestras sociedades en Occidente tienen hábitos más bien decimonónicos, ya codificados para leer la realidad, lo que ellos llaman “la realidad”; y por otra parte, escritores que conciben que en nuestros días toda relación trabada, todo relato circunscrito, toda novelización estructurada sólo puede proceder de la perversión de aquella ilusión tradicional fundada por el arte de la verosimilitud occidental, o sencillamente de la pereza, cuando no de la franca estupidez, es decir, escritores que no intentan mostrar la realidad, o que aceptan como la única realidad posible la de la lengua, y construyen entonces una segunda realidad, paralela a la nuestra, y a veces hasta confundible con la nuestra, como un espejo ciertamente infiel, o dicho de otro modo, que ven el mundo desarticulado, permanentemente mentido, contradictorio, inaprehensible, excesivamente complejo e imperfecto, pleno de vacíos y roturas, y lo presentan como tal, entonces, como es notorio, e incluso diría casi obvio, yo trato de integrarme a este último grupo de escritores, totalmente opuesto, como se ve, a lo que otros llaman escribidores y hasta ponedores de palabras, digamos entonces, como puntualizando y como si hubiera que finalizar, que persigo estar dentro de un grupo de narradores que sabemos y lo sabemos demasiado bien, que lo real empieza en el momento exacto en que vacila el sentido…, sacudiendo la enorme melena porque desde que empezó el movimiento estudiantil en México, el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana dejó de ir a la peluquería, y más concretamente de cortarse el cabello, que al principio dejó caer en lo que llamaba estilo Príncipe Valiente, pero pronto rebasó esos límites y pasó a una especie de tarahumara o lacandón que Juan Agustín Palazuelos, el escritor chileno que viajó muchas horas por carretera y se gastó todo su primer cheque en comprar bebidas alcohólicas por cajas, dado que Iowa City era un estado seco, adonde no se vendía alcohol, Palazuelos barbado y con grandes aspavientos y risotadas, no tardó en identificar como pelambre de Príncipe Azteca, una verdadera melena larga, negra, lacia, que le daba un aire medieval, oscarwildeano, y también como de bandolero de película de Sergio Leone, y Gunnar Harding, el poeta de Suecia, que no hablaba ni papa de español, a excepción claro de la afirmación sí, fluidamente, que balbuceaba cuando le preguntaban si hablaba español, cambió el apodo de Príncipe Azteca por el de Príncipe de los Redomados Léperos de la Hez Metropolitana, que Sidney Bernard Smith, el dramaturgo australiano, pelirrojo y barbado, abrevió afortunadamente a Príncipe, así nada más, que era como un nombre de gato o perro, pero que al Redomado Lépero de la Hez Metropolitana lo sacudía (o erizaba particularmente), porque su padre, hacia 1940, cuando nació, o cuando decían que él había nacido, cuando su padre era chofer de los camiones Peralvillo-Cozumel, en su gozable y odiada ciudad de México (acababa de escribir en su novela: la ciudad vieja, sinuosa, inopinada, voraz, conminatoria/ llena de mugre y polvo y luces y fantasmas y ruido y soledad y pánico y sociedades secretas), a su padre, pensaba, en esa misma ciudad le decían precisamente Príncipe, lo que tenía que ser algo más que una coincidencia, pero total, seguía después de llevarse a la boca un pedazo de carne de puerco a la naranja, muy condimentada, en el comedor de Hua-Lin, iluminado por Ambrosia, que de Guimarães Rosa a Lezama Lima las complicaciones parecían ir en aumento, aunque no eran complicaciones sino más bien guiños al lector, complicidades, lugares familiares para el frecuentador de literatura, malabarismos lingüísticos para gustadores solidarios, todo esto quizá, o sin duda, porque en América no había ni hay una enorme clase media consumidora de libros como en Estados Unidos, donde el escritor ya conoce a su público, tiene un mercado seguro si escribe en un inglés muy limitado, muy sencillo, y describe determinados personajes, mantiene un orden cronológico, cierta tensión, un clímax escandaloso y el necesario desenlace, todos los hilos argumentales perfectamente anudados, cuenta con el apoyo de un hábil agente literario, y accede a los malls y a The Literary Guild, o a The Book of the Month Club, o a alguna otra institución, porque muchas organizaciones similares se disputarían sus derechos, es decir, aquí se cuenta con una audiencia cierta a la que Irving Wallace o Harold Robbins le tienen bien medido el aceite, ¿medido el aceite?, ¿qué quiere decir eso?, bueno esto es, conocían sus necesidades, y en cambio en mi país, bueno, esto es, seguía él cada vez más entusiasmado, nadie sabe dónde está el grupo de lectores, y no hay agentes literarios ni nada que se parezca a un Club del Libro que te venda ejemplares más baratos y por correo, infatigable, como si no pudiera detenerse, intentando calcular la edad que Ambrosia pudiera tener y también su pasado sentimental, sus compromisos, la resistencia de sus senos, ay, no tenía ni una sola arruga en la cara extraordinariamente colorida, como una fruta, o como para darle envidia a todos los duraznos y todas las manzanas, sin pizca de maquillaje, y evitando las miradas de los demás, fortaleciendo la burbuja, Hua-Lin sonriendo como desde el otro lado de la pecera, y él, condescendiente, sonriendo a su vez, como si no pudiera detenerse, y volvió a dirigirse a Ambrosia para explicar que esta literatura para escritores, para lectores profesionales que se producía en América Latina, era sin duda fruto de nuestro aislamiento intelectual, un aislamiento similar de algún modo al que había padecido James Joyce en su Irlanda natal a principios de siglo, y que lo había llevado a desarrollar esa hermosa hermenéutica que es el Ulises, y ¿qué es hermeneútica?, dijo Ambrosia, y él la recordaba así, tiernamente inquiriendo, abiertos sus enormes ojos azules, tornasolados, amarillos, verdes, grises, dorados, la mañana que nudillearon en la puerta y Barry Casselman le entregó el correo, es decir una revista Evergreen, la cuenta del teléfono y cuatro o cinco cartas, y dos folletos, aunque Barry no era el cartero, sino un estudiante minusválido (aunque esta palabra no se usaba en esa época), un estudiante que cojeaba, que arrastraba la pierna derecha por culpa de Borges, según decía, porque dos años atrás Jorge Luis Borges iba a dar una conferencia en la Universidad de Texas en Austin, y Barry salió en su coche, un deteriorado Chevrolet, desde New Hampshire, y previno cuatro días de viaje, pero al segundo una tormenta de nieve lo trastornó, lo emborronó todo, perdió el control y se estrelló contra un árbol tan fuerte que, lamentablemente, ya no pudo llegar a Austin, adonde le contaron que Borges había hablado de Las mil y una noches, muy quedito, susurrando casi, y ahí estaba Barry Casselman, estudiante de literatura comparada con el montón de cartas en la mano, y en la correspondencia una tarjeta de Ambrosia, con un cuadro de Klimt por un lado, una pareja besándose tierna, apasionada, profunda, teatralmente, la mujer vestida con amplias mantas llenas de rombos rojos y dorados, de pie, el hombre sujetándola firmemente, y del otro lado la palabra guapérrimo antes del primer nombre del Redomado Lépero de la Hez Metropolitana, y luego en rigurosa caligrafía a espaldas del método Palmer, quería agradecerte muy sincera profundamente el tiempo que compartiste conmigo la noche en casa de Hua-Lin, o no decía eso sino más o menos eso, pero ni siquiera sé cómo agradecértelo, y él sí sabía, incluso creo que no sé el suficiente español, y además quiero que sepas que fue un verdadero placer, totalmente inesperado ¿o insospechado?, si estas palabras significan cosas positivas y hasta entusiastas, poder charlar contigo ¿se dice charlar?, creo que en México nadie dice charlar ¿no es así?, dicen conversar ¿o platicar?, o es así lo que le hubiera gustado leer en esa tarjeta, al reverso de esa hermosa pintura, de esa decadente tarjeta, entonces lástima que no tuviéramos más tiempo para continuar la plática, pero espero que nos volvamos a ver pronto, en realidad estoy todo el día sentada junto al teléfono esperando que me llames, recibe entretanto un abrazo muy fuerte y cariñoso, el Príncipe de los Redomados Léperos de la Hez Metropolitana relamiéndose e invitando a Barry a bajar a la Universidad, era casi la hora de comer, porque quería que Barry se esfumara, como por pase mágico, y no es que fuese incómodo o inoportuno, incluso qué casualidad que hubiese pasado por el primer piso y tenido la idea de sacar la correspondencia del buzón y subirla cuatro pisos más arrastrando la pierna jodida por culpa de Borges ¿o habría tomado el elevador?, pero Barry tenía sed, no había comido, así que no era tan mala idea llegar al edificio de la Unión Estudiantil, y se fueron hablando de Vietnam y las próximas elecciones, del partido de futbol del domingo, de la primera novela de Donald Barthelme, Barry le tenía un ejemplar de la primera edición, en hard cover, y traía, sólo para mostrar, también una copia de la primera y única edición de The Circus of Dr. Lao, de Charles G. Finney, fechada en 1935, mira esto, un libro irreverente, licencioso, insolente, verdaderamente malicioso y maligno, imagínate un circo con sátiros, hombres lobo, sirenas, centauros, quimeras y las cartas allí, en una orilla del escritorio, una desde el puerto de Alcudia, Mallorca, porque había un escritorio a lo largo de toda una pared que terminaba en el pasillo, justo para dejar abrir la puerta, que si se abría con violencia chocaba con otra puerta, la del baño, según se entraba o se salía, la barra larga y blanca bañada de luz de cátodo frío a lo largo y lo alto de todo el mueble, lo que producía siempre que estaban encendidas un insidioso zumbido apenas perceptible, la máquina eléctrica junto a algunos libros alineados, todos con las siglas de la biblioteca, y una papelera de plástico transparente con las primeras 68 cuartillas de su nueva novela, Barry interesado en que se la prestara, incluso ofreciéndose a visitarlo más frecuentemente para ir y leerla allí mismo, pero el Redomado Lépero de la Hez Metropolitana desviaba la conversación, a ver, déjame ver esa carta ahora mismo, cerraba la puerta, lo tomaba del brazo y le decía mira, rasgando el sobre, es de un amigo
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