Vladimir Yankélévitch - Henri Bergson

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1931 con una carta de Henri Bergson, en la colección Les grands philosophes. La obra de Henri Bergson cubre un extenso capítulo de significativa trascendencia en la historia de la filosofía contemporánea. Su filosofía de la vida, que se contituye en abierta y decidida polémica contra todas las corrientes mecanicistas, materialistas y deterministas de su tiempo, tiene sus raíces originarias en la filosofía de la voluntad y de la libertad de Schelling y Schopenhauer, y ha influido a su vez en Alemania, sobre todo en Scheler, Klages, Lessing, Dacqué y, en no menor grado, en la filosofía de la existencia. La obra de Bergson cubre un extenso capítulo de significativa trascendencia en la historia de la filosofía contemporánea. Yankélévitch analiza y explica a Bergson. Su claro y profundo injuiciamiento crítico de la esencia de la filosofía de la vida se realiza a partir de los problemas capiturales de ésta: las totalidades orgánicas, la libertad, el alma y el cuerpo, la vida, el heroísmo y la santidad, la nada de los conceptos y el pleno del espíritu.

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2. He aquí, pues, localizado el libre arbitrio. La idea del esquema dinámico aplicado al acto libre –es decir, en nuestro lenguaje, la “intencionalidad” de la acción– nos indica ya por qué camino el filósofo encontrará la libertad. La intención de decidirse es por entero “deseo de acción”, ὁρμή τις του πράτ-τειν, como decía Aristóteles de la voluntad. En ella, como en las anticipaciones del esfuerzo intelectivo, el acto futuro se halla ya por entero preformado, no morfológicamente, sino dinámicamente y, por así decirlo, funcionalmente. Por eso la reconstitución del acto, a partir de sus elementos, engendra tantas aporías insolubles; los elementos nunca son constitutivos de la acción, son expresivos; la experiencia nos revela los momentos de una historia, no los fragmentos de un sistema. En este sentido, pero solamente en este sentido, puede decirse del acto libre que es previsible. La predicción de un acto voluntario depende de un presentimiento análogo a aquellos que Bergson describía a propósito del “falso reconocimiento”: 148adivino que obraré de tal o cual manera y, sin embargo, no lo sé más que obrando; soy incapaz, entregado a mis vacilaciones, de anticipar su resultado; pero preveo que reconoceré este resultado como el único posible cuando me lance a la acción. No sé, pero adivino que voy a haber sabido. Me encuentro, en resumen, en la situación ambigua “de una persona que siente que conoce lo que sabe que ignora”. El sentimiento de la libertad no es otra cosa que este saber, más esta ignorancia. 149Sentimiento complicado y singular si los hay, pues lleva en sí la amenaza de una necesidad rigurosa. Esto es lo que expresa Renouvier cuando dice que la acción “automotiva” parece siempre determinada a posteriori y libre antes del hecho. 150La necesidad de los actos, como la finalidad de la evolución, siempre es retrospectiva. En el fondo, el determinismo de un Stuart Mill no dice más que esto: una vez tomada la decisión nos parece siempre la única posible y la única natural, porque hay siempre una manera de explicársela después del acto, reconstituyendo la deliberación que la ha preparado. Antes de obrar, estoy seguro de que mi elección me sorprenderá a mí mismo; y, sin embargo, bien sé que elegiré en función de lo que soy ahora; cuando coincido, cada vez más íntimamente, con mis deseos profundos, llego inclusive a leer la palabra del desenlace; pero, desgraciadamente, es sólo el desenlace el que me podría informar con toda seguridad. Por tanto, adquiero la certidumbre cuando ya es demasiado tarde, cuando el secreto del porvenir se ha convertido en la realidad del presente. Pero entonces el determinismo ya no es una predicción, sino una comprobación. Así pues, en todo momento, mi libertad se halla en peligro de muerte: no se activa más que negándose. “La facultad que teníamos de elegir no puede leerse en la elección que se ha hecho en virtud de ella.” 151El acto consumado se vuelve contra el acto por cumplir; y las complacientes reconstituciones afluyen de todas partes para demostrarnos nuestra servidumbre.

Así se explica, en particular, la ilusión de los eleatas. 152La dialéctica le prohíbe a Aquiles alcanzar a la tortuga; y, sin embargo, es un hecho que la alcanza, e inclusive que la rebasa. Los geómetras, dice Bergson en otra parte, 153explican la curva como la reunión de una infinitud de pequeñas líneas rectas, puesto que, en el límite, la curva se confunde en cada punto con su tangente; y, no obstante, es un hecho que las líneas curvas son bien curvas, y que el ojo más experimentado no lograría romper la continuidad de su flexión. Aquiles, que se burla de la dialéctica, no avanza, como ella, poniendo una junto a otra longitudes de espacio: corre y resuelve este vano problema. Tolstoi, al meditar sobre el desenvolvimiento histórico de la humanidad, 154se expresa de la siguiente manera: la continuidad del movimiento se nos ha vuelto ininteligible a causa de los movimientos intermitentes que distinguimos en su flujo; y nos pide que calculemos la diferencial de la historia, que “integremos” los libres arbitrios innumerables e infinitesimales que dan propulsión al devenir humano. La metafísica bergsoniana irá más allá del cálculo de las fluxiones y de la matemática infinitesimal, tal como esta última había rebasado la matemática de la finitud. El movimiento –el verdadero movimiento de las cosas que se mueven, el movimiento que nos sugiere la cinemática de Rodin– es una totalidad orgánica, y si se quiere a toda costa interpretarlo “άρὸ στοιχείων”, será necesario explicar su continuidad dinámica por una infinitud real y positiva de elementos. Ahora bien, la construcción dialéctica, que emplea un número finito de átomos conceptuales, no sería capaz de dar cuenta y razón de la verdadera movilidad, tal como no es capaz de restituir la suavidad y ligereza de las melodías, la sinuosa flexibilidad de las curvas y la gracia viva de las acciones libres. 155Por tanto, no se comprende verdaderamente el movimiento y la acción sino moviéndose y actuando, puesto que sólo el acto mismo, o la función de conocimiento que lo limita –es decir, la intuición–, está hecho a la medida de lo vital. En el fondo, es lo que expresaba Aristóteles con las siguientes palabras de su Física: 156“No hay nada absurdo en que, en un tiempo infinito, se recorran infinitos”. οὐδὲν γὰρ ἄτοπον εἰ ἐν ἀπεείρῳ χρόνῳ ἄπειρα διέρχεταί τις. Por otra parte, objeta a los eleáticos, esos instantes que obtenéis mediante una división infinita del tiempo no existen en el tiempo más que en potencia y no en acto. ¿No verá Bergson, como él dice, “detenciones virtuales?” Es un acto artificial y accidental de la representación el que nos permite actualizar estas detenciones posibles; pero, de hecho, el tiempo no está compuesto de instantes, tal como no lo está el continuo de indivisibles, o el movimiento de κινήματα. 157Mientras que los puntos seccionan a la línea en acto, los instantes sólo dividen el tiempo virtualmente; 158 pero nada impide a un móvil recorrer puntos virtuales en número infinito, mientras no se realiza este infinito.

“No temáis, señor”, dice Leibniz, 159 “a la tortuga que los pirrónicos hacían avanzar más rápidamente que Aquiles. Tenéis razón en decir que todas las magnitudes pueden dividirse hasta lo infinito. No hay nada tan pequeño que no se pueda concebir en él una infinitud de divisiones, que no terminaríamos nunca de hacer. Pero no veo qué inconveniente haya en esto, o qué necesidad exista de practicar tales divisiones. Un espacio divisible sin fin se recorre en un tiempo que es también divisible sin fin”.

Este mismo argumento lo utiliza Pascal al enfrentarse con la geometría de los indivisibles en una forma dialéctica, 160cuando trata de refutar la objeción de Méré a la divisibilidad hasta el infinito: ¿cómo se puede recorrer en un tiempo finito esa infinidad de infinitamente pequeños que constituyen la extensión? Pero, replica Pascal, el tiempo entero es el que es coextenso con el espacio entero, y el movimiento recorre una infinitud de puntos en una infinitud de instantes. El finitista Renouvier rechaza este argumento, 161 so pretexto de que no se resuelve una dificultad duplicándola y de que, entonces, tendríamos dos infinitos por franquear en vez de uno solo. Ahora bien, los espacios de tiempo interminables del tedio lo logran: al devenir consumimos el intervalo, tocamos en el término de cada periodo. La coextensibilidad del tiempo infinito respecto del trayecto infinito demuestra que el Infinito es vulnerable al Infinito, que el movimiento puede tragarse al espacio y que la simplicidad del acto triunfa allí donde fracasa la dialéctica enumerativa. Y Pascal, a su vez, retoma un argumento 162que las doctrinas dinamistas han opuesto siempre al atomismo: o lo “indivisible” tiene ya la potencia de la extensión, y posee él mismo partes, o es verdaderamente inextenso y entonces es necesario que la extensión nazca de cero. Por lo demás, señala Proudhon, 163¿acaso no negamos el movimiento mediante un movimiento del espíritu? Y quien condena lo móvil a la inmovilidad, ¿acaso no condena a la parálisis al progreso del pensamiento? Lento en pasar, pronto pasado: tal es el tiempo; tal es el movimiento. Aristóteles distinguía 164el infinito de división o la divisibilidad al infinito (κατὰ διαίρεσιν) y el infinito de magnitud (τοῖς ἐσχάτοις, ο κατά ποσον). Para efectuar el recorrido de un trayecto infinitamente grande se requiere en verdad un espacio de tiempo infinitamente grande. Pero una longitud divisible hasta lo infinito no es infinitamente larga y para recorrerla en su totalidad basta con una duración divisible hasta lo infinito, pero finita. Entendido de tal manera, el movimiento no es más imposible que el presente, ese milagro perpetuo, límite inconcebible del pasado y del futuro. Es lo mismo que decir, señala Mill, que la puesta de sol es imposible, porque si fuese posible debería tener lugar o bien mientras el sol está todavía sobre el horizonte o bien cuando está debajo. Pero esta puesta de sol no se halla en ninguna parte, puesto que se define precisamente como el paso del día a la noche. Asignar un lugar al cambio es suprimirlo. De esta manera se refuta el inmovilismo de los megáricos.

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