Vladimir Yankélévitch - Henri Bergson

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1931 con una carta de Henri Bergson, en la colección Les grands philosophes. La obra de Henri Bergson cubre un extenso capítulo de significativa trascendencia en la historia de la filosofía contemporánea. Su filosofía de la vida, que se contituye en abierta y decidida polémica contra todas las corrientes mecanicistas, materialistas y deterministas de su tiempo, tiene sus raíces originarias en la filosofía de la voluntad y de la libertad de Schelling y Schopenhauer, y ha influido a su vez en Alemania, sobre todo en Scheler, Klages, Lessing, Dacqué y, en no menor grado, en la filosofía de la existencia. La obra de Bergson cubre un extenso capítulo de significativa trascendencia en la historia de la filosofía contemporánea. Yankélévitch analiza y explica a Bergson. Su claro y profundo injuiciamiento crítico de la esencia de la filosofía de la vida se realiza a partir de los problemas capiturales de ésta: las totalidades orgánicas, la libertad, el alma y el cuerpo, la vida, el heroísmo y la santidad, la nada de los conceptos y el pleno del espíritu.

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A decir verdad, Guyau se limita a confrontar el espacio abstracto con el tiempo abstracto. Pero en este caso tenemos derecho a pensar que franquea puertas abiertas. Puesto que, si verdaderamente no hay otro tiempo sino aquel del que se vale el genetismo para construir el espacio, no nos cuesta nada reservar a la idea de espacio el monopolio de la originalidad. Pero eso quizá sea arreglar demasiado bien para uno las cosas. El propio Bergson se percató de ello, como nos lo prueba en el pequeño informe de febrero de 1881, aparecido en la Revue philosophique, acerca de la Genèse de l'idée de temps. A su juicio, no es dudoso que Guyau admita una sola clase de multiplicidad, la multiplicidad numérica; y, por tanto, “es inútil quererse representar el tiempo sin el espacio, puesto que se ha comenzado por poner el espacio en el tiempo; quien dice multiplicidad numérica dice multiplicidad de yuxtaposición, multiplicidad en el espacio”. 120Guyau no contempla sino la alternativa siguiente: o bien es el tiempo el que sirve para construir el espacio, o bien es el espacio el que sirve para construir el tiempo, el tiempo de nuestros relojes y de nuestros calendarios. Pero ¿no hay un orden autónomo de la duración que no es ni anterior ni posterior al espacio, y que representa una realidad metafísica absolutamente original? En cuanto a ese “curso” del tiempo que se opone al tiempo cronometrado, como el “fondo” a la “forma”, podemos sondearlo a placer: no hay nada que merezca que se le llame duración real. La fuente común de las nociones de espacio y de tiempo se llama, en Guyau, “intención”. Definió esta intención con palabras en las que la influencia del utilitarismo y del pragmatismo se puede reconocer fácilmente. Pierre Janet las hubiese admitido, sin duda, de mejor grado que Bergson: 121la intención es “el movimiento que sucede a una sensación”; la reacción motriz provocada por el obrar y el padecer es desear y querer, y tiene que ver con la “distinción de lo querido y lo poseído”, con la “distancia entre la copa y los labios”. 122Esta intención, que difiere de la “sucesión constante y necesaria” del matemático, no difiere menos de la duración pura: “el futuro es lo que está delante…, el pasado es lo que está detrás…”; tener conciencia original del tiempo quiere decir esto: conocer “el prius y el posterius de la extensión. La intención no es sino la forma consciente del esfuerzo motor, del que la sucesión es un abstracto”. 123El tiempo es una abstracción del movimiento, de la κίνησις… Es un movimiento en el espacio el que crea el tiempo en la conciencia humana. Sin movimiento no hay tiempo. El propio Aristóteles, aunque se negaba a identificar el tiempo con el movimiento, admitía que no hay tiempo sin movimiento (οὔτε κίνησις οὔτ ἄνευ κινήσεως ὁχρόνος) que es el “número” (ἀριθμὀς κινήσεως κατὰ το προτερον και ὔοτερον) o, más exactamente, lo numerado (τοάριθμούμενον) o, mejor aún, la medida (μέτρον). 124 Pero Bergson se esforzó en mostrar (y Durée et simultanéité vuelve a esta demostración) que el movimiento es, por el contrario, el intermediario gracias al cual la duración se torna mensurable, es decir, extensiva. El movimiento, lejos de engendrar la idea del tiempo, es más bien el expediente que nos permite confundir duración y trayecto. Todo lo que tiene de positivo el movimiento –la movilidad o el acto de cambiar– es de naturaleza espiritual y temporal. Por tanto, Guyau no logró superar la idea de un tiempo muscular, en cierta manera, y afectivo, que él interpreta como la distancia que media entre la necesidad y su satisfacción. 125Lo que su libro nos promete es un estudio de la idea de tiempo, y no del sentimiento de la duración. El “curso” de la duración es una representación un poco más elemental que la “forma pasiva” del tiempo, pero es una representación. Pierre Janet dirá que es una conducta. Cuando Bergson denuncia el artificio espacial que se oculta en el fondo de la mentirosa duración de los sabios, comprendemos que su única meta es aislar la duración pura de los filósofos y que expulsa al tiempo ilusorio para recuperar el tiempo real. Temamos, por el contrario, que la crítica de Guyau alcance al tiempo en general, y no solamente a la duración engañosa de los matemáticos. Insiste de tal manera sobre la prioridad de la idea de espacio que desespera uno de llegar a ver separarse del tiempo impuro al tiempo puro. “El tiempo”, dice Guyau, “es la fórmula abstracta de los cambios del universo”; 126es la forma según la cual se ordenan nuestras sensaciones, se orientan nuestras reacciones y se clasifican nuestros deseos. Inclusive nos está permitido pensar que si Guyau ha avanzado mucho en la crítica de la duración impura es porque sabía que toda su psicología prescindiría de la duración pura. La falsa duración no es tan falsa como todo esto; del tiempo no tendría ni siquiera las apariencias, si la intuición de la duración verdadera no estuviese allí para mantenerla y vivificarla. Vaga por los fantasmas de la cinemática una reminiscencia de esta intuición y una suerte de tímido presentimiento de su regreso. No creeríamos ni por un minuto en todas estas ecuaciones si no supiésemos que son, en todo momento, convertibles en experiencia directa, tal como dejaríamos de creer en los billetes de banco si no supiésemos que son una promesa de bienestar, de comodidad y de agrado. La duración de los matemáticos es espacial, tanto cuanto le plazca a Guyau: es un hecho que no se confunde con el espacio puro y simple. Sería inexplicable esto si la apariencia no supusiera el modelo. Y el modelo está en nosotros. En nosotros es todo vida, todo realidad. Jamás una “conducta”; aunque fuese la espera, aunque fuese la intención, dará la duración si no implica de antemano la intuición; pues las conductas, abandonadas a sí mismas no dan sino conductas. El papel de la filosofía consistirá precisamente en remontarse a esta fuente viva de la duración. Porque sabemos que nuestros flacos símbolos volverán a tornarse duración pura en cuanto lo queramos, nos abstenemos de realizarlos y, en nuestra ingratitud, nos olvidamos del tiempo vivo que los hace vivir. Sin embargo, no podemos aplazar perpetuamente el retorno a la intuición. Nadie aceptaría ya símbolos en los que no se volverían a encontrar tarde o temprano todas esas buenas cosas sólidas y efectivas de que se nutre la intuición. Pues no se puede vivir sin el absoluto.

El tiempo no es ni una dimensión ni un atributo, entre otros, del ser humano, ni una propiedad partitiva de este ser; el tiempo no es un determinado modo de ser del ser, pues el ser, en este caso, podría concebirse, con razón, como sustancia intemporal fuera de toda modalidad cronológica. Bergson ya no distingue una forma que llenarían secundariamente, es decir, accidentalmente, contenidos temporales... Todas estas abstracciones dan vida de nuevo al prejuicio órfico, platónico, eternitario de una pérdida de las alas y de una caída calamitosa en la temporalidad: pues si la temporalidad es un castigo, por eso mismo es epigénesis y contingencia. A su vez, este prejuicio tiene como origen la superstición “fijista” y sustancialista del sistema de referencia: al igual que el sustancialismo se representa un sustrato neutro e incalificado, antes de toda manera de ser circunstancial, así el transformismo especioso se representa la evolución como si se destacara sobre un fondo de inmutabilidad: un tipo inmutable, que cambiara solamente de pelaje, de plumaje o de disfraz, es decir, que modificara sus modalidades por “metamorfosis”, ejecutaría algunas pequeñas variaciones peliculares sobre el tema de la especie. Modificación, transformación, transfiguración no son para este mutacionismo sino un paseo de forma en forma, o un pasaje de figura en figura. Y, en cuanto a la alteración, se le define por relación al Mismo: el tiempo es, pues, el carácter secundario de un ser que primero es, y luego deviene u opera, pues el Ser preexiste respecto del Acto. El evolucionismo, que reconstituye la evolución con fragmentos de lo evolucionado, trata el cambio como un arreglo superficial de elementos antiguos, es decir, como una perífrasis de la inmutabilidad: en pocas palabras, es el arte de hacer con lo viejo lo nuevo... se toma a los mismos y se comienza de nuevo. Ahora bien, el hombre no es solamente “temporal”, en el sentido de que la temporalidad sería el adjetivo calificativo de su sustancia: es el hombre mismo el que es el tiempo mismo, nada más que el tiempo, que es la ipseidad del tiempo. A los cambios aparentes, Bergson opone la idea metempírica de una “transubstanciación”, de un devenir central que transporta a todo el ser a otro ser y contradice el principio de identidad. A los metabolismos partitivos, la Évolution créatrice opondrá el prodigio de la mutación radical; al pseudo-historicismo evolucionista, el cambio revolucionario; al prejuicio estático de una temporalidad pelicular, la segunda conferencia de Oxford sobre la Perception du changement opone la idea paradójica y casi violenta de un “devenir óntico”: idea contradictoria, que nos impone la inversión de todos nuestros hábitos y la reformación de nuestra lógica y una profunda reforma interior. La inversión de las relaciones entre el tiempo y la eternidad ¿no supone ya una “conversión”? El cambio sin sujeto-que-cambia, de que nos habla este relativismo radical, es semejante a las cualidades sin sustrato del impresionismo percepcionista. El tiempo es consubstancial a todo el espesor del ser o, mejor dicho, es la única esencia de un ser cuya esencia toda es cambiar. Es pues el ser por entero, hasta su raíz y hasta su ipseidad, el que se ve arrastrado en el movimiento del devenir. En otras palabras: el ser no tiene otra manera de ser que el devenir, es decir, precisamente, de ser no siendo de ser un ya-no o un todavía-no. La libertad, como el tiempo, es la sustancia misma del ser humano. Para el indeterminismo dogmático, la libertad designa un carácter parcial de este ser, que es, por ejemplo, la ciudadela inconquistable en la que se atrinchera una voluntad a la defensiva: la libertad no es una excepción negativa en la trama del determinismo, es una positividad creadora; no modifica el arreglo de las partes, sino que libera a la materia por una decisión revolucionaria. El hombre es todo libertad, como es todo “deviniente”; es una libertad bípeda, que va, que viene, que habla y que respira. Esto es lo que nos queda por demostrar.

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