En efecto, sólo la duración sería reveladora del absoluto o, diciéndolo mejor, sólo ella nos entrega una realidad enteramente determinada 105porque tiene como sanción la experiencia vivida y percibida que siempre es determinada, es decir, particular. Toda duración constituye, en efecto, una serie orientada, irreversible. A esta serie no se le toma indiferentemente para cualquier fin, pues tiene un sentido; según los casos, es enriquecimiento o empobrecimiento. 106La duración representa, pues, un tipo de orden dramático cuyos episodios no se invierten a voluntad, una biografía en la que la sucesión de las experiencias vividas 107posee algo de intencional y de orgánico. Una filosofía que seguiría siendo verdadera, inclusive si todo se volviera al revés, se condena a sí misma. Sólo cuentan el sentido y la dirección. La ciencia no calcula sino relaciones entre simultaneidades, y por eso puede suponer a los intervalos de tiempo infinitamente acelerados o frenados sin tener que modificar sus ecuaciones. 108Esta utopía abstracta, y tan poco seria como el viajero montado en la bala de cañón, prueba el absurdo del relativismo. Sólo es temporal el entredós de las simultaneidades, que es transición indivisa e intervalo continuo. “No describo el ser, describo el pasaje”, decía Montaigne. 109Toda duración vivida posee una determinada cualidad específica, un valor determinado, un coeficiente afectivo que recibe de mi esfuerzo, mi espera o mi impaciencia. Ahora bien, esta impaciencia o este esfuerzo son cambios cualitativos, es decir, son absolutos. El discurso saca su valor del fin que mediatiza: el intervalo mismo no es sino déficit y molesto retardo, principio de expectativa pura; es un instrumento sustituible –pues otros medios podrían servir al mismo fin– y el ideal podría prescindir por completo de él. Pero la duración vivida tiene un fin propio; aquí es el intervalo lo que importa, que es todo plenitud. No se trata de un tiempo perdido cualquiera, de una duración de expectación en la espera de tal o cual acontecimiento, como aquellos que “matan” el tiempo moviendo los pulgares: se trata de un proceso único en su género, en el curso del cual yo envejezco, y que será para mí una ganancia o una pérdida. Por tanto, el tiempo verdadero pone en juego la historia de la persona entera. Es el tiempo fantasmagórico lo que el instinto de la Évolution créatrice es a la inteligencia. El tiempo verdadero es de naturaleza “categórica”, mientras que el tiempo del matemático no tiene sino una existencia “hipotética”, como aquella dialéctica hegeliana a la que Schelling y Kierkegaard reprochan su carácter nocional y tristemente inefectivo. ¿Quién nos dará la quodidad de la historia? ¿Cómo podremos recobrar ese “tiempo vivido” que ha descrito tan profundamente Minkowski? De tal modo, todo el libro de Durée et simultanéité está consagrado a mostrar que la intuición inmediata del tiempo nos proporciona un sistema de referencia natural y absoluto, y que la creencia en el tiempo universal del sentido común esta filosóficamente fundada. El “sentido común”, al que el Essai consideraba culpable de los simbolismos ambiguos de la ciencia vulgar, se convierte en el portador de una gran verdad que lo une a los filósofos contra los físicos. Hay ahí una aparente “inversión del por en contra”: la duración vivida se convierte de nuevo en la ciudadela de las evidencias comunes que anteriormente parecía desmentir. ¿No dará indirectamente la razón al realismo del sentido común la teoría bergsoniana de la materia? 110Y es que existe una ingenuidad sabia, y mil veces más profunda que las vanas sutilezas de los doctos. Esta ingenuidad nos ordena creer en la universalidad del tiempo, en la realidad absoluta del movimiento. La ciencia relativista evapora, convirtiéndolas en fantasmas, todas estas cosas tan simples, tan sólidas, tan naturales porque ha adquirido el hábito de contemplar los fenómenos perspectivamente, es decir, según puntos de vista variables 111que elige sucesivamente como sistemas de referencia.
Por tanto, la duración intuitiva nos proporciona el principio de una suerte de antropocentrismo superior. Lo propio del bergsonismo es afirmar que en todas circunstancias existe un sistema privilegiado; ya no un sistema de referencia, sino un sistema superior a toda referencia, aquel que experimento desde dentro en el instante en que hablo; ninguna paradoja podría prevalecer contra la certidumbre de un pensamiento interior que se experimenta a sí mismo queriendo, viviendo y durando. Cada uno de nosotros posee una duración (y como tiene duración, tiene conciencia) y, por consiguiente, cada uno se toma a sí mismo, con justa razón, como “refiriente” en el interior de este plano privilegiado: de suerte que la reciprocidad universal se destruye a sí misma y restaura el tiempo absoluto. Pero la esencia de las paradojas relativistas es poner sobre el mismo plano todas estas visiones fantasmagóricas que una conciencia refiriente obtiene de las conciencias referidas; es desconocer, por consiguiente, la distancia metafísica que media entre lo real y lo virtual; mejor aún, lo real se convierte en un caso particular de lo virtual; como simulamos tomarnos en serio a los variados fantasmas que nos hemos complacido en imaginar, como infundimos subrepticiamente vida a nuestros observadores “referidos”, la duración efectiva cesa de tener sobre las duraciones ficticias esa superioridad incomparable que distingue a un ser vivo de carne y hueso de una muñeca de cera. Se ha realizado, y aun hipostasiado, una pluralidad de “tiempos propios”, siendo que quizás había una simple pluralidad de métricas. Por el contrario, Bergson se forma una idea demasiado elevada de lo real (la distinción entre recuerdo y percepción nos dará la prueba de esto para situarla, de esta manera, al mismo rango que sus contrafiguras). No es él quien tomaría por seres verdaderos a todas esas torturas, a todos esos Aquiles de colegio, a todas esas muñecas dialécticas o matemáticas a las que llamamos: viajero en bala de cañón, espacio-tiempo, figuras de luz. Las cosas que puedo experimentar efectiva y personalmente –mi duración, mi labor, mi esfuerzo– son realidades privilegiadas y dolorosamente ciertas, a las que ningunas otras pueden compararse. Los movimientos son relativos para el ojo, o dicho de otra manera, para el geómetra, que no retiene sino el aspecto visual de las cosas; pero no lo son para mis músculos, para mi acción y para mi fatiga. 112Y nadie se engaña. Tal como la duración es irreversible, es decir, lleva consigo acontecimientos absolutamente anteriores y acontecimientos absolutamente posteriores, sin que se pueda alterar su orden, de igual manera la intuición de la duración restaura en el universo las jerarquías y las prerrogativas que un relativismo igualitario se esfuerza en abolir. El título de “realidad” ya no designa a una insignia provisional que pasearía de fenómeno en fenómeno, variando conforme a la perspectiva del observador, adornando a voluntad los sistemas que nos place sujetar a nuestro punto de vista: es un privilegio natural que pertenece unilateralmente a las cosas percibidas o perceptibles. El primado de la intuición ya no depende de una convención revocable o de un punto de vista arbitrariamente elegido: es un derecho que el espíritu posee por nacimiento. Pues las cosas del espíritu no son cosas como las otras; forman un dominio de elección, un mundo por completo aparte en el que no hay sino realidades efectivas, en el que se le paga a uno con oro y ya no con billetes; por ellas, como diría el Fedon, es necesario cambiar todos los demás valores. El intuicionismo es la verdadera metafísica del espíritu y la intuición es el verdadero centro del mundo.
En la psicología de Guyau 113se encontrarán visiones proféticas acerca de la relación de la duración con el espacio; me parece tanto más oportuno señalar estas anticipaciones cuanto que La Genèse de l'idée de temps quizá haya padecido retrospectivamente por el descubrimiento bergsoniano. 114Guyau critica, en primer lugar, como Bergson, 115 la tesis genetista de las escuelas anglosajonas, conforme a la cual la idea de espacio se construiría con la de tiempo. Bajo estas teorías que otorgan al tiempo una apariencia de primado, Bergson, fiel a la verdadera duración, se propone sobre todo poner en evidencia los prestigios de un tiempo ilusorio que no es sino el espacio; de igual manera combatirá al indeterminismo clásico para salvar la libertad. ¿Es tan sutil la argumentación de Guyau? El tiempo de Spencer, de Bain y de Sully es, ciertamente, la “amalgama” que le repugna al Essai. En este sentido, es el espacio el que sirve para construir la noción de tiempo. La duración no se torna mensurable más que cuando se le traduce en términos de espacio. “Medir”, sostiene Guyau, consiste siempre en comparar la extensión con la extensión, con el método de la superposición. Ahora bien, “no puedo superponer directamente un tiempo-patrón a otro tiempo, porque el tiempo avanza siempre y no superpone nunca… he ahí por qué para poner algo fijo en este perpetuo pasar del tiempo, se ve uno obligado a representárselo en forma espacial”. 116Y Guyau llegó a fórmulas que Bergson bien podría haber inspirado: “Ese tiempo es, en su origen, como una cuarta dimensión de las cosas que ocupan el espacio”. 117Por tanto, Spencer no llegaría nunca a sacar el espacio y el tiempo si este tiempo no fuese ya un fantasma de espacio. Este círculo vicioso, que expresa para Bergson la imposibilidad en que nos encontramos de deducir, la una de la otra, dos realidades metafísicamente distintas no prueba en Guyau más que el origen espacial de los calendarios y de los emblemas temporales. Es verdad que distingue, en otras partes, “el hecho” y “el curso” de la duración. La seudoduración de los spencerianos es la “forma pasiva” por oposición al “fondo vivo y moviente”, 118el alineamiento extensivo conforme al cual se ordenan los acontecimientos concretos, la avenida vacía que se animará en virtud de la móvil circulación de mis experiencias. “El curso del tiempo es el cambio mismo captado in fraganti.” 119In fraganti o, como dirá Bergson, “a medida que”: pues no hay tiempo que perder si se quiere experimentar la originalidad de este dinamismo. El menor retardo de la memoria, la menor anticipación de la imaginación sustituyen por el espacio a la intuición de un cambio que es siempre contemporáneo de sí mismo.
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