—Llévate a alguien contigo. Bachis, Lenardu… —comenzó a enumerar la mujer.
Pietro se revolvió dentro de la capa, como hacían ciertos magos del teatro de variedades cuando se arrebujaban y desaparecían tras una cortina de humo ante el asombro de los espectadores. Ese movimiento hizo que la luz se balanceara y que por un instante se desvanecieran las sombras en las paredes.
—Yo no he dicho que vaya a ir solo —replicó—. Ni desarmado —concluyó antes de que ella pudiera añadir cualquier otra cosa.
Paolo aceleró con tanto brío para precederlo en el camino de regreso a casa que ni siquiera notó las gotas que anunciaban un aguacero.
Pietro lo veía caminar con el paso veloz de alguien que quiere ahuyentar un mal pensamiento.
—Así que los mariani son perros, y nosotros somos animales… ¡Vaya cosas que te enseñan en la escuela, Paolo Mannoni!
Entretanto, no muy lejos, o a años luz, se oyó el retumbar de un trueno y poco después comenzó a llover fuertemente. Los borborigmos distantes pasaron a ser muy cercanos y ahora centelleaban en la oscuridad languideciente. Violentos relámpagos rasgaban la superficie de un cielo azulado.
Paolo corrió a refugiarse bajo un alerce y Pietro lo alcanzó con la mirada propia de quien está tan preocupado que parece enfurecido. Paolo únicamente pudo constatar que, contra toda lógica, su amigo estaba tirando de él para sacarlo del refugio del follaje. Para devolverlo al aguacero, fuera del alcance de cualquier árbol que atrajera los rayos. La cuestión no era evitar empaparse, sino sobrevivir.
Paolo echó a correr hacia casa hasta llegar casi a escupir los pulmones, escoltado por Pietro, que al llegar a la altura de la vivienda descubrió algo mucho más concluyente que cualquier rayo o tormenta. Annica los estaba esperando en la entrada.
Se dio cuenta de que estaba acelerando y se obligó a controlarse. Respiró profundamente y esperó a reconquistar la regularidad en sus latidos. Hacía tanto frío que cada aliento suyo parecía una buena calada de pipa. A su alrededor, la realidad cristalina se antojaba muy frágil y cambiante. En ese mismo camino había corrido y caminado. Y a solas, para sí mismo, también había llorado. Se había encontrado con cada una de las sencillas criaturas que Dios había puesto en esa tierra. En esa cañada también había despistado a los perseguidores más tenaces y había sorprendido a las presas más cautelosas.
Ahora el cielo lo observaba, rígido e impasible. Porque así, rígidos e impasibles, es como escrutan desde siempre los cielos de enero. Con esa apariencia metálica, con esa consistencia de cuchilla afilada que hace temer que de un momento a otro puedan cortar en dos la esfera del mundo.
Frente a esa imagen de cuchilla que se hundía en el globo terráqueo para dividirlo en dos hemisferios perfectos, haciendo que se expandiera en el vacío la parte fluida e incandescente del núcleo, se estremeció. Como si se tratara del síntoma de una consciencia fuera de sí mismo que le provocaba un feroz sentimiento de insuficiencia. Porque visiones extraordinarias como la que acababa de imaginar aparecían ante sus ojos a pesar de que él —Pietro Carta, hijo de Vindice— sabía que era alguien que no podía atesorarlas. De hecho, aparecían y desaparecían en vano. Totalmente inútiles, se colaban en los recovecos más profundos de su ser. Le hubiera gustado ser escritor, o poeta, o pintor, para poder contar, evocar, representar, pero era solo bandido. Y apenas tenía veinte años.
Había sido un niño sereno, eso sí. Una serenidad fruto de la inconsciencia, ciertamente; te vas haciendo consciente a medida que te haces adulto. Y cuanto más adulto te haces, menos sereno te vuelves, eso ya se sabe. Su padre, Vindice, estaba a cargo de las tierras en Lollove de don Pasqualino Mannoni, de los Mannoni que se habían hecho ricos con el pecorino y que después, tras mandar a la universidad a los dos hijos mayores, se hartaron de las ovejas y del queso y se quitaron la peste a caseína y a carbonilla. Pero a don Pasqualino Mannoni algunos ancianos del lugar seguían llamándolo Pascaleddu Cubile, porque cubile (redil) era el apodo de los de su casa. Y cuando alguien lo llamaba de ese modo para recordarle, no sin ánimo de provocar, de dónde provenía, él ni siquiera se giraba, porque el tiempo del cubile estaba definitivamente muerto y enterrado bajo el túmulo de las especulaciones y también bajo algunos préstamos de usura. De modo que cuando sus hijos —Vincenzo, Martino, Ciriaco, Egidia y Paolo— ya eran mayorcitos para entenderlo, el Don les soltó un discurso claro acerca del hecho de que los Cubile formaban parte de un pasado que ya había sido borrado definitivamente y que ahora contaban los Mannoni. En el periodo en el que el pequeño Pietro Carta frecuentaba al pequeño Paolo Mannoni ese pasado ya se mencionaba poco, por no decir nada.
Pero cuando se habla de frecuentación entre el pobre y el rico hay que tener cuidado y dejar claras las cosas. Había cinco años de distancia entre su hermana Egidia y Paolo, el pequeño de la casa. El resto de hermanos estaban «en la empresa», que era como ya empezaban a referirse a la quesería (Vincenzo), o estudiando Derecho en Sassari (Martino), o en el seminario (Ciriaco). Egidia era mujer, por lo cual se dedicaba a bordar y a esperar al marido adecuado o, en la peor de las hipótesis, habría de cuidar de sus padres cuando fueran demasiado viejos para valerse por sí mismos. Con Paolo comenzó todo de nuevo, ya que nació en el último momento, fue un hijo inesperado, resultado de un repentino estro primaveral y nacido en diciembre.
Vindice Carta, por tanto, tenía a su cargo las tierras de los Mannoni en Lollove. Tierras adquiridas a un lugareño de Baronia a cambio de poco dinero, en compensación por un pago pendiente. Vindice había sido traspasado conjuntamente con las tierras. Y también Pietro, dado que más de una vez su padre lo llevaba con él al campo para trabajar con el heno o las aceitunas cuando la cosecha lo requería.
Pietro y Paolo eran de la misma quinta: 1899. Con algo menos de un mes de diferencia entre uno y otro llegaron al mundo: bocas que alimentar, cosas que enseñar, preguntas a las que responder… Nacidos de manera diferente, es cierto, como sucede en las historias de los libros; el príncipe y el pobre, en definitiva. Lo cual nos previene sobre las consideraciones de la literatura y las historias que cuenta, ajenas a la vida y a los acontecimientos que nos atañen directamente.
Crecieron juntos, el pobre criándose con las sobras del rico. Se daba la circunstancia de que Pietro pasaba más tiempo en casa de los Mannoni que en su propia casa, porque a Paolo le disgustaba tener que separarse de ese compañero de juegos que no era otra cosa que una mascota de dos patas.
Annica no tenía una mirada precisamente tranquilizadora el día que lo agarró por la solapa tras asegurarse de que el cuerpo santo de Paolo Mannoni estaba ya a salvo, caliente y seco.
—¡Eres el mismísimo diablo, Pietro Carta! —le espetó en los morros antes de asestarle un sopapo en plena cara. Ella era el ama de llaves, a la que en lenguaje de los señores llamaban la «gobernanta»—. ¡Tú, gorrón, no vuelves a poner un pie aquí dentro, vete por donde has venido! ¡A ti te dan la mano y coges el brazo! ¡Mañana por la mañana hablaré con don Pasqualino y ya verás lo que te espera! ¿O qué te crees, que no sé que todo esto ha sido idea tuya? ¡Debería darte vergüenza de aprovecharte así de quien mira por ti! —siguió abroncándolo y dándole sopapos que no se sabía hasta qué punto eran muestra de verdadero enfado o de alivio por el hecho de tener de vuelta en casa, sano y salvo, a Paolo, la razón de su existencia—. ¡Reza para que no le pase nada, porque como esta ocurrencia tuya le haga tener una sola décima de fiebre voy a asegurarme de que te arrepientas de haber venido al mundo, Pietro Carta!
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