Marcello Fois - Pietro y Paolo

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Pietro Carta y Paolo Mannoni son de la misma quinta: 1899. El padre de Pietro está a cargo de las tierras del padre de Paolo, don Pasqualino Mannoni, de los Mannoni que se hicieron ricos con el pecorino. Viven en el pequeño pueblo de Lollove, en pleno corazón de Cerdeña, y juntos se crían al aire libre, bajo la estricta supervisión de Annica, la gobernanta.El señorito Paolo, frágil y dependiente, va a la escuela y se precia de enseñar a Pietro a leer y a escribir. Pietro, fuerte como una cría de muflón, presume de conocer todos los secretos de la naturaleza. En el continente ha estallado la Gran Guerra, y llega el día en que Paolo es llamado a filas y que Pietro, por un pacto entre familias, se ve obligado a alistarse también. Pero en el frente esos pactos de clase son papel mojado, igual que la brecha entre ricos y pobres.

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—La madriguera.

Pietro, arrodillándose, se inclinó hasta apoyar la oreja en el suelo. Paolo lo observaba de pie, tratando de respirar lo menos posible. Tras unos segundos de escucha, Pietro metió la mano y toda la muñeca en el interior de un agujero poco más ancho que su antebrazo. Extrajo una criaturilla diminuta que parecía dormida y que emitía un olor nada agradable. Con el dedo índice Pietro le acarició ligeramente el hocico para provocar una reacción que no se produjo.

—Muerta —constató finalmente.

Paolo dio un paso atrás, era la primera vez que se encontraba frente a la muerte.

Mientras tanto, Pietro comenzó a desenterrar otras tres, luego una cuarta cría de zorro sin vida.

—Todas muertas —dijo.

Paolo apretó los labios como si estuviera a punto de llorar. Pietro, mirándolo, se dijo a sí mismo que la infancia no dura lo mismo para todos.

—No llores —le ordenó.

Paolo aspiraba por la nariz más aire del que podía. Sentía que un azote gélido se abría paso en sus fosas nasales y llegaba aún muy frío hasta la garganta.

—Las han abandonado —susurró—. Las han abandonado —comenzó a repetir, como si la cuestión fuera exactamente esa: más que la muerte, el abandono.

A Pietro le quedó claro que con esa expedición corría el riesgo de enseñarle más de lo previsto y que no siempre era una buena idea apartar a Paolo de sus libros.

—No las han abandonado —afirmó—. La madre habrá muerto en alguna trampa —añadió con ímpetu creciente para tranquilizar a su amigo—. Se habrá ido a buscar alimento y ya no volvió, y si no volvió quiere decir que no ha podido. Venga, vámonos a casa.

Paolo, a pesar de haber escuchado cada palabra, no se movió. Mantuvo la mirada fija en la pequeña boca abierta de la madriguera.

—Son solo animales —dijo Pietro como si le leyera el pensamiento.

—También nosotros —indicó Paolo—. Tengo frío, ¿tú no?

QUINCE

También ahora hacía frío. También ahora era invierno, el invierno maduro de enero. El terreno seco exhalaba aromas de corteza y sándalo. Y aturdía por la concentración con la que las exhalaciones eran dirigidas por el viento helado que se colaba entre las ramas, tan secas que crujían. Las hojas de encina parecían lívidas y sangrantes cada vez que la corriente de aire las agitaba. Se habían encarrujado en parte, como si hubieran consumido los últimos residuos de linfa y de ellas ya solo quedaran las fibras petrificadas.

Igual que los humanos, pensó sin pensar Pietro Carta. Igual que los humanos que al final deben hallar dentro de sí mismos las energías para sobrevivir. Para soportar. Para seguir adelante.

Ese proceder lo situó frente a su propia vida. ¿No es precisamente eso lo que ocurre en el camino? ¿No es ese su sentido? Hacía casi dos años que no ponía un pie en Nuoro. Desde que Lucia había muerto. Pero quería ver con sus propios ojos a ese señorito de Paolo Mannoni, aun cuando sabía bien lo que quería decirle.

Solo una hora antes su madre estaba implorándole que no fuera. Sin aventurarse a entrar, desde el otro lado de la puerta de su habitación insistía en que no acudiera a la cita. Pietro terminó de vestirse con calma, sabiendo que ella esperaría fuera en cualquier caso hasta que él saliera.

—Ya sabes qué clase de gente son —susurró la madre en un momento dado.

—Precisamente porque lo sé voy a ir —respondió él secamente, aunque sin necesidad de alzar la voz mucho, porque en el silencio compacto de la casa se podía escuchar todo—. Usted no debe preocuparse por nada —añadió por temor a haberse mostrado demasiado brusco.

Seguidamente se giró hacia el guardarropa para sacar la capa gruesa. Aún no era de día. Su madre, en el recibidor, con la lámpara en la mano, le parecía muy pequeña. Pero no indefensa. Había afrontado con gran determinación el apocalipsis de su familia, y con idéntica determinación afrontaba ahora el nuevo curso de los acontecimientos. La casa en la que su hijo la había acomodado, por ejemplo, ella siempre había tenido que mirarla desde fuera, siempre había tenido que imaginársela. Pero ahora, se lo había dicho Pietro, era suya. Cómo había sucedido era algo que estaba en boca de todo el mundo en Lollove, aunque en presencia de ella nadie osaba decir nada. Su único pesar era que tenía que habitarla casi siempre sola, puesto que no era prudente que Pietro permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio.

A su marido y a su hijo primogénito se los había llevado la pandemia de gripe hacía apenas dos años. Empezaron con dolor de cabeza, luego pasaron tanto tiempo encamados que las piernas se les volvieron inestables, y luego ya no pudieron volver a levantarse. Ella, Margherita Loddo, hablaba así de ese asunto que decían que había azotado al mundo entero y por ello, decían, debía dejar de comportarse como si hubiera sido la única que había perdido amigos o familiares de esa forma. No obstante, se empeñaban en repetir que si no hubiera sido por Pietro, que se había hecho valer, ella habría acabado mendigando. No era, por supuesto, una mujer que ignorase las cosas; sabía que su nueva y acomodada posición derivaba de «hechos particulares», de haber sabido reaccionar del único modo posible, «ya fuera acertado o equivocado», como decía el único hijo que le quedaba. Y sabía que su vida de fugitivo era una consecuencia de esa reacción. Pero todo esto lo sabía en su fuero interno, y por lo demás se comportaba como si no pasara nada y andaba por ahí con la cabeza bien alta, como si todo ese bienestar le correspondiera por derecho. Todo ese bienestar le correspondía por derecho después de tanto sufrimiento.

La luz del recibidor tembló debido a una bofetada de corriente procedente del hueco de la escalera.

—Vuelva a la cama —le ordenó Pietro—. O termine de hacer el equipaje.

La mujer negó con la cabeza.

—¿Quién iba a poder dormir ahora? El equipaje ya hace tiempo que está hecho.

Pietro entrecerró los ojos.

—¿Y Eléne? —preguntó él.

—Vendrá más tarde.

—No me gusta que duerma fuera.

Cuando hablaba de la mujer del servicio adoptaba un tono que debía hacerlo parecer más viejo y más autorizado de lo que era en realidad.

—Ella también tiene su vida —la justificó Margherita.

—Su vida ahora está aquí —respondió tajante su hijo.

Era evidente que estaban hablando de algo irrelevante para no hablar de aquello que más les importaba.

—No vayas allí —insistió ella, retomando la discusión exactamente donde la habían interrumpido la noche anterior.

—No pasará nada —le aseguró él mientras se ponía la capa gruesa.

—Somos una única cosa —comentó ella—. Una única cosa —reiteró, quería decir que sus destinos estaban entrelazados de un modo inextricable. Pero también quería dejar claro que cualquier peligro al que se expusiera su hijo era un peligro al que la exponía a ella. Sabía expresar ese apego con gestos y palabras, sin ambigüedad. ¿Cuántas madres habían sido salvadas por su hijo menor? Ella todavía no había cumplido los cuarenta años. Estaban por llegar tiempos mejores, más avanzados, en los que una mujer de la edad de Margherita Loddo sería considerada joven aún. Pero no allí, no entonces, no envuelta en un luto estricto, diminuta, parpadeante a causa de la llama que relampagueaba en ese amanecer de enero de 1920.

—Deje que me vaya —suplicó esta vez Pietro, con un tono apresurado que dejaba ver hasta qué punto temía a su madre y su capacidad para hacer que volviera a ser un niño. A menudo había anhelado regresar a ese estadio maravilloso en el que no se tienen responsabilidades, ese estadio en el que lo natural es que sean otros los que tomen las decisiones: padres, maestros, curas, tutores… Pero en ese recibidor, con la luz golpeando y exasperando solamente unas pequeñas porciones oblicuas de espacio, dejando la mayor parte como pasto para la oscuridad absoluta, resolvió no darle opción alguna a ese deseo.

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