La identidad no es un a priori, no es un estado, es obra abierta, es un proceso trabajosamente constituido por el conjunto de las peripecias de una existencia humana (lo que designo con la expresión “trayecto biográfico”), en el que vamos perfilando (con las construcciones y derrumbes pertinentes) nuestra presencia en el mundo. Con fuerza, Levinas señala, creo, con razón, que el ser humano se deja expresar mejor por mediación del verbo que del sustantivo. (Duch, 2008, p. 137).
Para Duch, como para Paul Ricoeur, la caracterización de la identidad en la configuración narrativa rehúsa una postura esencialista que da vueltas en torno a la obviedad expresada en la pregunta de rutina: “¿Quién eres?”, sin poder escapar de la tautología contenida en la respuesta esperada: “Yo”. En lugar de ello, vemos emerger de entre las brumas un rostro que va delineando sus rasgos mediante una selección que irá depurando los registros de memoria de variada duración, con el sacrificio de multitud de detalles perdidos ya para siempre. De este modo se van enhebrando los hilos de una trama narrativa a partir de una operación selectiva de memoria:
¿Qué acaba haciendo, entonces, el prójimo preguntado? Enhebrar los hilos de un relato que, aunque titubeante al principio, va tejiendo hitos y lances ya vividos en un inteligible tapiz, que el narrar va tupiendo. Contar cierta historia para dar cuenta de la identidad supone ir rescatando, por medio de la imaginación y la memoria, algunas vivencias significativas entre las incontables que ya son pasado —muchas de las cuales ni siquiera cabe recordar: irreparable olvido olvidado—. La narración obra pues, de entrada, una peculiar tría que exhuma ciertas vicisitudes a costa de dejar una miríada en la sombra. Y lo exhumado por ella va destacándose sobre el piélago de lo que se sabe olvidado, y sobre todo de lo mucho que se ignora una vez confinado al olvido. (Duch y Chillón, 2012, p. 341).
Es así como se concibe la existencia humana siempre dependiente de la situación, representada en un sujeto de circunstancias, un sujeto actuante en relación con un lugar y un cómo, no una identidad esencial establecida apriorísticamente que se corresponde con una pregunta unívoca por el qué. Es aquí donde cobra forma el universal concreto que somos cada uno de nosotros, en el campo de las relaciones con los otros. En La educación y la crisis de la modernidad, Duch afirma:
Diciéndolo de otra manera: porque el ser humano, indefectiblemente, siempre se encuentra instalado en un lugar (ya sea “hogar”, “paraíso” o “infierno”), jamás es él mismo totalmente presente al margen de “su lugar en el mundo”. Por eso en la pregunta por el lugar se encuentra incluida de forma inevitable la pregunta por la identidad. Es en el hervidero de la interacción social donde las diversas estructuras de acogida toman a cargo su papel mediador en el moldeamiento de las conductas, los cuerpos y la propia identidad personal, con la pretensión además de conducir a los sujetos en el discernimiento del lugar que les corresponde en el transcurso azaroso de una vida. (1997, p. 119).
Esta es justamente la función principal atribuida a las estructuras de acogida, en cuanto configuradoras de la identidad personal, la de coadyuvar al encuentro de un lugar en el mundo mediante la apropiación de los signos de orientación necesarios para el tránsito por los caminos de la vida.
Dado el hecho de estar sometidas a procesos de transmisión, en el seno de las estructuras de acogida surgen y se desarrollan variadas praxis pedagógicas que acompañan el trayecto de formación de todo ser humano, las mismas que se expresan tanto en un plano discursivo como en un espectro amplio de prácticas sociales y representaciones simbólicas. De tal suerte que su significado no se reduce, ni mucho menos, a un catálogo de técnicas o métodos puestos al servicio de objetivos determinados de éxito y eficacia, encaminados a la realización de estándares uniformes (ciertamente muy en boga entre la burocracia tecnoeducativa de hoy), sino que estas están aplicadas al logro de aprendizajes que han de traducirse en gestos o comportamientos interiorizados, valga decir, en términos de Pierre Bourdieu, en un dispositivo de carácter duradero o habitus.
Contrario a lo que postulan algunas filosofías nihilistas, Duch percibe la acogida como una estructura inherente a la condición humana, en tanto que el ser humano, para serlo plenamente, necesita ser acogido y reconocido por estructuras sociales que posibilitan su venida al mundo: la familia o la codescendencia, el habitar o la corresidencia, y la espiritualidad o la cotrascendencia. En conjunto, dichas estructuras se definen en cuanto “teodiceas prácticas” que constituyen humana y culturalmente al ser humano biológico y natural, y ejercen como instauradoras de diversas “praxis de dominación de la contingencia”. Gracias a estas tiene lugar la apertura del sujeto al mundo, de tal modo que cada uno habría de estar en capacidad de aprender los modos de regular o adaptar los factores que condicionan su existencia, no importa cuán incontrolables sean, lo cual da origen a comportamientos de resistencia contra lo que nos es desconocido, o escapa a nuestra comprensión, o acecha en la oscuridad: la muerte, el mal, el enigma, incluso aquello que los griegos antiguos llamaban ananké, el destino.
No obstante, como podría creerse a primera vista, los referentes teóricos que avalan el concepto “estructuras de acogida” no provienen del estructuralismo y el formalismo de Ferdinand de Saussure o Roman Jakobson, sino de la hermenéutica y las poéticas de Gaston Bachelard. Y, más todavía, se hace explícita su adhesión a la visión de Hannah Arendt, en lugar de la de su maestro Martin Heidegger, al considerar al ser humano no como un ser “arrojado”, un ser para la muerte, sino como un ser que debería ser esperado y acogido, un ser para la vida. Con dicho utillaje teórico se propone trascender las dicotomías establecidas entre lo estructural y lo histórico, lo individual y lo colectivo, para evitar caer en una suerte ya sea de esencialismo antropológico o, en su defecto, de relativismo historicista.
Al reconocer que la pregunta sobre qué es el hombre es siempre una pregunta abierta, la expresión “estructuras de acogida” solo tiene un alcance pedagógico, descriptivo y narrativo, cuyo propósito fundamental consiste en subrayar una disposición inherente a la condición humana como tal.
Cuando se hace referencia a la estructura de acogida relativa a la corresidencia, o del habitar, el eco bachelardiano se deja sentir con nitidez cuando afirma la significación trascendental de la casa, del espacio doméstico, que se desdobla en tantas figuras seculares presentes en las diversas culturas del mundo: del abrazo a la concha, del nido a la cuna, del ombligo a lo redondo. Mientras que el hombre privado de su casa es como si hubiera sido arrojado al espacio vacío del universo. La existencia en casa supone reposo, parada, un lugar donde recoger(se) y aproximar(se), lo que da sustento material a la idea de duración. La razón última de las profundas implicaciones de esta domesticación originaria del espacio en la organización social es enunciada por el antropólogo alemán Hajo Eickhoff:
Solo las casas pueden representar el espacio visible. Punto de partida y de llegada de los caminos, ellas organizan el espacio de una parte del universo. El hombre aproxima a sí el horizonte, el cielo y los dioses. El horizonte es restablecido a la dimensión de la habitación; en el marco restringido del espacio doméstico los cursos desordenados del afuera devienen en pequeños movimientos y gestos disciplinados. En la casa el hombre aprende a estar a la escucha de sí mismo. La garganta, la oreja y la casa se corresponden: el pabellón de la oreja es una forma primitiva de la casa. El espacio de la casa favorece la palabra, así como la cavidad de la faringe contribuye a la formación de sonidos. Los sonidos no deben resonar libremente sino poder ser cortados y reforzados por los muros de la casa, para que sean audibles y distintos para los otros. Las relaciones sociales toman forma cuando los sentidos se habitúan a cortas distancias. El hombre ejerce funciones nuevas que le son dadas con la casa: la musculatura y la respiración se organizan así a lo largo de la actividad doméstica que forma el pensamiento, el comportamiento y la sensibilidad. (En Wulf, 2002, p. 211).
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