Juan M. Amaya-Castro
Daniel R. Quiroga-Villamarín
Comunidad Andina
Laura Catalina Cárdenas Rodríguez
Juan Felipe Acosta Sánchez
TERCERA PARTE DERECHO INTERNACIONAL DE LA INVERSIÓN EXTRANJERA
Perspectivas antagónicas frente a los beneficios de la consolidación del derecho internacional de la inversión extranjera como subsistema del derecho internacional económico
Enrique Prieto-Ríos
Santiago Soto-García
Rafael Tamayo-Álvarez
El derecho internacional de la inversión extranjera y la capacidad regulatoria del Estado
Juan P. Pontón-Serra
El arbitraje de inversión como autoridad pública global
René Urueña
María Angélica Prada-Uribe
Introducción:
el derecho internacional económico y sus críticos
El derecho internacional económico no pasa por su mejor momento —y con buen motivo—. Por un lado, respecto de la regulación internacional del comercio, para todos es claro que la Organización Mundial del Comercio (OMC) se encuentra en una de sus mayores crisis desde su creación por el Acuerdo de Marrakech en 1994. En particular, Estados Unidos fue capaz de herir gravemente al Órgano de Apelación, la llamada “joya de la corona” 1del sistema internacional de solución de disputas, mediante el bloqueo exitoso del nombramiento de nuevos miembros del Órgano. A pesar de que otros miembros, liderados por la Unión Europea, lograron a mediados del 2020 crear el llamado Multi-Party Interim Appeal Arbitration Arrangement (MPIA) 2como una especie de puente temporal mientras que se reactiva el Órgano de Apelaciones, la realidad es que no se puede esperar que esta sea una solución para los problemas de fondo que afectaban a la OMC aun antes de que la administración Trump decidiera quitarse los guantes en su interacción con la Organización.
Para empezar, es importante recordar que fue la administración Obama la que decidió por primera vez bloquear a un miembro del Órgano de Apelación en mayo de 2016, cuando bloqueó la reelección del surcoreano Seung Wha Chang en reacción a decisiones del Órgano de Apelación que fueron entendidas como una extralimitación en el ejercicio de su competencia y, de manera general, como derrotas de Estados Unidos ante cuestionamientos por parte de China 3. Por supuesto, la actitud de Estados Unidos, primero con Obama y posteriormente con Trump, es una manifestación más de la aproximación unilateral a la institucionalidad del comercio internacional que ha caracterizado a ese Estado desde que se negó a ratificar la Carta de la Habana de 1948, mediante la cual se establecía la Organización Internacional de Comercio, y que obligó a la aplicación “temporal” del Acuerdo General sobre Aranceles y Aduaneros y Comercio (GATT) de 1947 por casi cuatro décadas.
En ese marco, sería ideal si pudiese argumentarse que la OMC le ha fallado a Estados Unidos, pero que, al hacerlo, ha cumplido su mandato al promover una gran arquitectura de comercio sostenible para todos. Pero eso tampoco es cierto. La Ronda de Doha, en la que el desarrollo económico de los miembros más pobres debía lograr una mayor importancia, también ha incumplido su promesa. Las discusiones se bloquearon en 2008, particularmente alrededor de los subsidios agrícolas y el llamado “Special Safeguard Mechanism”, que habría permitido a los miembros en desarrollo aumentar sus aranceles para proteger a sus agricultores 4. Así, a pesar del gran logro que implicó el Trade Facilitation Agreement del 2013 5y la posibilidad para los países en desarrollo de continuar manteniendo existencias para prevenir el desabastecimiento de alimentos, la verdad es que la promesa de cambio a gran escala implícita en Doha se frustró con la reunión de Nairobi en 2015 —algo que fue evidente para todos aquellos presentes en Buenos Aires en el 2017, cuando fue imposible llegar a algún acuerdo en materia de agricultura 6—.
Así las cosas, la narrativa del multilateralismo en el comercio ya estaba en cuestión cuando golpeó la COVID-19. A partir de allí, la rápida implementación de restricciones de exportaciones de material médico, quirúrgico y de medicinas a todo nivel (y no solo por parte de la administración Trump) conectó fácilmente, en la mente de muchos, el proteccionismo económico con la idea de un gobierno que cumplía con su mandato constitucional de proteger a sus ciudadanos. Y, por su parte, la impresionante competencia internacional por respiradores y reactivos para pruebas moleculares en la que los países más pobres se vieron obligados a esperar impotentes en la línea mientras los más ricos simplemente pagaban por tener prioridad pareció confirmar la idea de que el libre comercio, más que un proyecto común, es algo que se le inflige a alguien que no puede defenderse. Esto, por supuesto, antes de que la descomunal carrera por el acceso a la posible vacuna comience, cuando las restricciones implícitas en la regulación de las licencias obligatorias en el ADPIC (y en los tratados de libre comercio con cláusulas TRIPS+) se revelen como un nuevo nodo de tensión entre derecho internacional económico y salud pública.
Por otro lado, el régimen de protección internacional de inversiones extranjeras es probablemente el sistema más cuestionado, ya que su origen ha sido enmarcado en el más agresivo expansionismo imperialista 7, mientras que el sistema de solución de disputas inversionista-Estado ha sido sistemáticamente cuestionado como sesgado a favor del inversionista, poco transparente en su proceso de toma de decisiones, incoherente e impredecible. Aun antes de la COVID-19, cualquier aproximación razonable al régimen de inversiones se enmarcaba en un espíritu reformista. Era, si se quiere, prácticamente imposible encontrar algún comentarista que defendiera el régimen jurídico y su sistema de solución de disputas en todas sus dimensiones. El llamado “backlash” 8contra el sistema no es marginal ni pasajero, sino más bien parte de un movimiento general hacia su reforma. Teniendo en cuenta que Colombia ha sido por segundo año consecutivo el Estado en contra del cual se han presentado más demandas de inversión 9, es importante que se generen discusiones desde el país sobre la posición que se debe asumir frente a este movimiento de reforma que tiende a intensificarse después del 2020, año en el que la pandemia de COVID-19 ha puesto a la defensiva a los Estados y a la sociedad civil, quienes temen que la adopción de medidas no discriminatorias para proteger la salud de su población o las medidas de más largo plazo para reactivar sus economías terminen siendo cuestionadas ante tribunales de inversión o presentadas como violatorias, de alguna forma, de la prohibición de expropiación sin compensación o de los estándares de trato.
Hablar de que la disciplina del derecho internacional económico está marcada por sus críticas puede sonar contraintuitivo para los numerosos académicos, funcionarios, activistas y abogados que la practican. Si bien la promesa normativa de la disciplina está profundamente cuestionada (en el sentido de que mayor integración económica lleva a mayor paz y prosperidad, y de que la inversión extranjera conlleva eventualmente mayor desarrollo económico y bienestar), la realidad es que la disciplina como lenguaje de política pública y como plataforma de redistribución de recursos a nivel global está más activa que nunca. Precisamente porque las disciplinas del derecho de inversiones pueden ser un obstáculo para la adopción de políticas de salud, o porque la inyección de capitales para recuperar las economías deba ser financiada a través del Fondo Monetario Internacional, o porque la forma de regulación de la propiedad intelectual puede terminar siendo el mayor problema (o la mayor promesa) de la vacuna contra la covid, precisamente por todas estas razones resulta más relevante que nunca estudiar derecho internacional económico. Se trata de una disciplina en crisis que, por esa misma razón, permite un espacio de creatividad y transformación que nunca había presentado, al menos desde los años setenta y el nuevo orden económico internacional.
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