Los sargentos Álvarez y Beltrán fueron los elegidos para manipular el paquete bomba, por su experiencia en desactivar detonadores complejos.
Entraron caminando sigilosamente, vigilando cada paso que daban. Álvarez llevaba un inhibidor de frecuencia en la mano derecha y un pendrive en la izquierda. A primera vista, tenían el aspecto de dos astronautas, pero con trajes color verde oscuro. Al acceder tuvieron que sortear varias cajas y sobres que, al salir corriendo, los mensajeros habían soltado por el suelo.
Muy cerca del mostrador había una caja grande, muy voluminosa, similar a las que se utilizan para embalar lavadoras. La habían dejado cerca del escáner y aún estaba colocada sobre la carretilla que la trasportaba. Estorbaría un poco a la hora de maniobrar el explosivo. Mientras la rodeaban para acceder al interior del mostrador, Álvarez pensó que esa caja era enorme, tan grande como para que no la hubieran podido analizar en el escáner. Se sentó frente al aparato y Beltrán se quedó de pie, unos dos metros detrás de él.
Álvarez introdujo con mucho cuidado una llave en forma de prisma hexagonal que le permitió acceder a un programa del escáner. Tecleó un par de claves y por fin se detuvo el sonido ensordecedor de la alarma y se apagó la luz giratoria. Inmediatamente después instaló y conectó el inhibidor de frecuencia para evitar que el paquete bomba pudiera ser activado con un mando a distancia. No obstante, eso no eliminaba todo el peligro. La mayoría de las bombas que se enviaban por correspondencia también podían explotar por medio de un temporizador, o con un detonador interno que se accionaba al manipular el paquete.
Por otro lado, en el momento en que Álvarez pusiera en marcha el inhibidor, el sistema de intercomunicación que llevaba incorporado en su casco quedaría anulado. No escucharía nada hasta que sus compañeros pudieran rastrear la transmisión codificada del pendrive para enlazarla con el sistema de comunicación digital. Durante un par de minutos no tendrían comunicación con el exterior; ni de sonido, ni de imagen.
En cuanto Álvarez conectó el inhibidor, metió el pendrive e inmediatamente se iluminó un pequeño led de color rojo. Esperó unos segundos y cuando la luz se volvió amarilla exhaló un suspiro contenido con notas de optimismo. En cuanto sus compañeros localizaran una frecuencia digital adecuada, al menos podrían transmitir por audio.
Giró con cuidado la llave a la derecha hasta que sintió un ligero clic. Las puertas blindadas del escáner comenzaron a cerrarse lentamente. Se cercioró de escuchar un segundo clic, esta vez más intenso, que bloqueaba las puertas por completo. Pegó el teclado del ordenador a su cuerpo para no tener que mover mucho los brazos y evitar así cualquier vibración innecesaria.
Comenzó a teclear con suavidad hasta que por fin se desbloqueó la pantalla, que mostraba la imagen congelada del paquete sospechoso. Tenía el aspecto de una radiografía pero en colores.
—Sala de mandos, ¿me reciben? —No hubo respuesta. Después de unos diez segundos de espera, Álvarez lo intentó de nuevo.
—Sala de mandos, ¿me reciben? —Continuaba sin recibir señal. Esperó otros diez segundos.
—Sala de mandos, ¿me escuchan…?
Lunes 7 de septiembre
El confesionario
En cuanto la botella topó con la polea, el líquido turbio penetró en su nariz. Antonio sintió como si le metieran lava por las fosas nasales. El ardor subía con rapidez hacia la parte trasera de sus ojos y continuaba hasta la zona superior del cerebro abriendo todo a su paso. Sintió que se ahogaba y tensó todo su cuerpo endureciendo cada músculo, desde el cuello hasta los pies; se le marcaban como si fuera un culturista.
En un brusco acto reflejo su espalda se arqueó, pero los tres amarres de cuero que sujetaban su tórax le impedían desplazar su cuerpo hacia delante. Estos estaban tan tensos que dos de ellos se le clavaron entre las costillas produciendo aún más dolor.
Dos minutos más tarde sintió como si ríos de ácido le quemaran la cara. De pronto el líquido comenzó a bajar por el velo del paladar quemándole a su paso la garganta. No entendía qué podía contener aquella maldita sustancia que lo estaba abrasando por dentro. Sus alaridos eran aterradores. En ese momento su vista se nubló por completo, como si estuviera debajo del mar. Tenía los ojos inundados de lágrimas y no eran de llanto.
De repente sintió como si el cura le estuviera rebanando el cuello con un cuchillo de sierra; como no podía ver bien, estaba completamente confundido y no sabía si tenía cerca al cura o no. Lo extraño era que aún podía respirar por la boca, con esfuerzo, pero podía hacerlo. Eso le hizo pensar que no era un cuchillo rebanándole el cuello, sino el ácido que le estaba quemando por dentro. El dolor era terrible.
Segundos después sintió un par de punzadas afiladas que le atravesaban ambos oídos, como si le hundieran dos picahielos, desde el tímpano hacia el centro de su cabeza. Entonces el dolor se volvió insoportable.
Comenzó a rezar a Dios para sus adentros, con tal de que acabara su sufrimiento, consciente de que podía morir en cualquier momento.
En un momento todo se volvió negro.
Lunes 7 de septiembre, 09:59 horas.
Cuartel de operaciones de la Guardia Civil
Valdemoro
Madrid
En la sala de control de operaciones, el capitán Talavantes, junto con el cabo Martínez, un antiguo hacker informático reciclado en agente especial, y el sargento Núñez, experto en química de explosivos y su mano derecha, intentaban localizar la frecuencia de comunicación de Álvarez y Beltrán.
—Probando… ¿Nos escuchan? —Solo se oía alguna interferencia estática de fondo, el resto era silencio.
—Equipo, ¿nos escuchan? —El mismo resultado en otro canal.
—¿Nos escuchan? —repetían en diferentes canales con el mismo resultado.
En el muro frontal de la sala de mandos había cinco pantallas planas de cincuenta pulgadas formando una estructura semicircular. Ninguna mostraba señal de vídeo.
—Sala de mandos, ¿me escuchan? —preguntó de nuevo Álvarez.
—Te escuchamos, pero no tenemos imagen —respondió Martínez—. ¡Ya la tengo! —exclamó con euforia—. La señal se emite por la frecuencia 13.06. —Los otros dos agentes ajustaron dicha frecuencia en sus ordenadores.
Mientras, en la central de Madrid, el sargento Álvarez sonrió al ver cómo la luz del led de su pendrive se volvía azul intenso; ahora también las cámaras de sus trajes, podrían trasmitir señal de video.
En la sala de mandos de Valdemoro las cinco pantallas del panel comenzaron a iluminarse una a una. En la de la izquierda aparecía la imagen que transmitía la cámara instalada en el casco de Beltrán. En la siguiente, la del casco de Álvarez. En la pantalla central, las del sistema del escáner. Eso les permitía observar todas las imágenes en tiempo real. En la cuarta, la imagen de la cámara instalada en el techo de la recepción. Y la última pantalla mostraba los datos del programa informático de explosivos químicos que controlaba el sargento Núñez.
—Ya tenemos todas las imágenes sincronizadas —dijo Talavantes—. ¡Manos a la obra! Álvarez, pasa el escáner por el espectro de gama azul —indicó el capitán desde la sala de mandos.
—Entendido.
La pantalla se iluminó en tonos grises y azul turquesa. Esta mostraba una caja más pequeña dentro del paquete que parecía metálica.
—Álvarez, conecta el espectro ultrasónico —ordenó Talavantes.
—Sí, señor —obedeció y lo puso en marcha.
La pantalla cambió de color mostrando las imágenes del interior de la caja. Se podían apreciar unas láminas metálicas con la misma forma de las tabletas de píldoras comunes.
Читать дальше