Desde la perspectiva docente, está claro que un mayor número de alumnos por aula implica más gestión y menos tiempo para diseñar procesos de enseñanza-aprendizaje. Menos estudiantes supondría corregir menos (aunque una dinámica más autónoma del alumnado permita incorporar a este en la autocorrección), ofrecer más atención a las familias o atender mejor al estudiante que lo requiera, y posiblemente facilitaría la gestión del aula. Personalmente, no comparto en absoluto que la solución pase por reducir las ratios del aula. Si se opta por incrementar la inversión en educación, sería notablemente más eficiente aumentar las plantillas de los equipos docentes y promover la codocencia o multidocencia, estructuras que sin duda permiten alcanzar los mismos efectos que con la reducción de ratios, al disminuir la carga docente en el aula, pero que a la vez, como ampliaré más adelante, aportan otras muchas ventajas que impactan de forma notable y más efectiva sobre el aprendizaje y el acompañamiento de los alumnos.
No podemos perder de vista que la efectividad de disponer de una u otra ratio en el aula está directamente relacionada con la dinámica de enseñanza-aprendizaje que se proponga. La ratio de alumnos en China es de cincuenta alumnos en las aulas de secundaria y casi de cuarenta en primaria, y curiosamente obtienen los mejores resultados mundiales en las pruebas PISA. En aulas transmisivas, donde el docente imparte de forma sistemática clases magistrales con un fuerte componente autoritario (en el sentido latino de auctoritas , esto es, del que sabe), la ratio de alumnos será prácticamente irrelevante. Este es el motivo principal por el que todavía hoy en algunas universidades se pueden encontrar gradas de sillas fijas donde un número elevado de alumnos escuchan las explicaciones del profesor. En ningún caso pretendo desvalorizar las clases magistrales, todo lo contrario. En las escuelas hay grandes oradores a los que se agradece escuchar y que pueden estimular al estudiante e involucrarlo en el aprendizaje mucho más que algunos docentes de aulas más activas. Pero el problema de una clase universitaria en que las sillas están sujetas a una grada es que no admite ningún otro formato de aprendizaje. Un aula con una ratio muy baja tampoco permite otras combinaciones u organizaciones del alumnado. Por el contrario, en un aula con un número superior de alumnos en la que se trabaje con modelos de docencia compartida se habilita a los docentes para que puedan diseñar, si lo creen pertinente, diferentes agrupaciones y ratios, según cuales sean las necesidades del proceso de enseñanza-aprendizaje que hayan planificado.
Tampoco podemos perder de vista los efectos sociales de las aulas con ratios bajas. Si no se establecen dinámicas de trabajo abiertas, donde los alumnos interactúen y aprendan de forma habitual con estudiantes de otros grupos o cursos, las dinámicas del aula se pueden empobrecer o deteriorar. Me refiero a que, si se reduce el número de alumnos por clase, pero se mantiene una dinámica de trabajo encerrada en el propio grupo, se empobrecen las relaciones sociales y la oportunidad de establecer otras potencialmente positivas (además de que puede generarse cierta endogamia relacional que no siempre es la más adecuada para establecer vínculos saludables en la dinámica afectiva del grupo-clase). En suma, según las evidencias de que se dispone, reducir las ratios no aporta una mejora significativa de los aprendizajes, y por sí sola, sin una redefinición y una transformación de los modelos de enseñanza-aprendizaje, no reportará los resultados que se pretenden. Es necesaria una política educativa capaz de llevar a cabo una evaluación más amplia del sistema que permita identificar las necesidades de transformación profunda del modelo educativo, al margen de la ratio de las aulas.
LOS DEBERES GARANTIZAN DISCIPLINA Y ORGANIZACIÓN
España es uno de los países con más horas lectivas en el ámbito educativo europeo. Los escolares de educación primaria reciben 129 horas lectivas anuales más que la media de la OCDE (875 vs. 749). En secundaria cursan 148 horas más que la media de la OCDE (1.054 vs. 902). Estos datos son todavía más sorprendentes cuando se comparan con un país de reconocido prestigio educativo como Finlandia, donde sus alumnos reciben 246 horas menos (808) que sus homólogos españoles. Es decir, nuestros alumnos cursan un mes y pico de clases más que un alumno medio europeo y más de dos meses que un alumno finlandés. ¿Estos datos no tendrían que ser concluyentes para afirmar que el alumnado ya trabaja suficientes horas en la escuela como para que también tenga que trabajar en casa? Aunque pueda sorprender, los alumnos españoles no solo dedican más horas de trabajo en la escuela que la media de la Unión Europea, sino que también pasan bastantes más horas trabajando en casa. Mientras que la media europea se concreta en una dedicación semanal de 4,8 horas los alumnos españoles dedican 6,5 horas. La necesidad de repensar las tareas escolares es evidente.
Lógicamente, la eficiencia de las horas de clase y la cantidad de deberes estarán muy condicionadas por las metodologías y los contextos de enseñanza-aprendizaje que se empleen, y por supuesto también a la tipología de deberes que se propongan. Pero estaremos de acuerdo en afirmar que lo más habitual es que los deberes sean propuestas repetitivas y universales para todos los alumnos. Esto provoca que a los alumnos más competentes los deberes no le supongan una mejora significativa en su aprendizaje, mientras que para los alumnos con más dificultades los deberes se convierten en una tortura nocturna, para ellos y a menudo para sus familias.
Frente a todo ello, me decanto abiertamente por el aprendizaje multinivel y por la oferta de aprendizajes abiertos en los que sean los propios alumnos quienes se sientan llamados a seguir aprendiendo y trabajando en casa cuando lo puedan hacer, si así lo desean. Generar intereses, promover la capacidad de preguntar y de querer aprender, o incentivar el acceso a la lectura, la cultura o los intereses personales, me parece una estrategia educativa excelente, que hay que promover. Cuando son los niños y los jóvenes los que se activan para acceder desde casa a los aprendizajes propuestos en el aula, o a otros aprendizajes relacionados con ellos, se produce una simbiosis excelente entre educación escolar y familiar, un sinónimo claro de éxito formativo.
En la actualidad, se habla a menudo de las flipped classrooms o «clases invertidas» como una herramienta innovadora. Ciertamente lo es, y está muy vinculada a las prestaciones que hoy ofrece la tecnología. La clase invertida es un enfoque pedagógico en el que la instrucción (la clase magistral) se realiza fuera del aula, y el espacio de trabajo en la clase se aprovecha para realizar actividades que impliquen un proceso cognitivo de mayor complejidad. A los alumnos se les propone que estudien y preparen las lecciones lejos de la clase, que accedan en casa a los contenidos de las asignaturas para que, posteriormente, hagan los deberes en el aula, de forma que se puedan debatir, acompañar o compartir con los docentes si es necesario. No obstante las numerosas bondades de esta metodología, las flipped classrooms no suponen ninguna mejora en relación al tema que nos ocupa. Los estudiantes siguen teniendo que dedicar tiempos elevados de trabajo en casa para atender a las tareas escolares. En mi opinión, representa una propuesta excelente para incorporarla de forma habitual en la dinámica de aprendizaje dentro del aula. La utilización de tutoriales, propios o elaborados por otros, sobre contenidos procedimentales o teóricos permite que el alumnado acceda a estos contenidos según sus necesidades individuales, y que lo pueda hacer tantas veces como le convenga para alcanzar el aprendizaje propuesto. A los jóvenes de hoy, esta forma de aprender no les resulta nada extraña, acostumbrados a encontrar en YouTube la respuesta a cualquier interés o aprendizaje que los motive.
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