Para mayor abundancia de datos, tenemos los disfraces que identificarán a los miembros de la cofradía, disfraces que cumplen la paradoja de revelar el significado real de cada personaje. A Syme le corresponde un traje en el cual destacan el sol y la luna; según le hace ver el mayordomo, en el Génesis la Biblia aporta la explicación: el cuarto día de la semana corresponde a la creación del sol y de la luna. El lector acucioso encontrará el resto de las asociaciones, Está claro que el grupo de anarquistas representa en buena medida el proceso de creación del mundo, que de una situación inicial de caos procede a un establecimiento del orden. Pensemos que Domingo aconseja lo siguiente: “Bull, eres hombre de ciencia. Escarba en las raíces de esos árboles y descúbreles su verdad. Syme, tú eres poeta...” ¿No tenemos aquí, resumidas las dos grandes avenidas de conocimiento? ¿Y la mención de árboles no nos lleva, inevitablemente, a pensar en los del Bien y del Mal y del Conocimiento mencionado en el Génesis?
En todo esto Gregory es un personaje de importancia que, sumemos otra paradoja, se encuentra ausente la mayor parte de la novela Le habría correspondido ser el día jueves, pero la intervención de Syme lo impide. Se lo expulsa del grupo y no aparece sino hacia el final de lo relatado, Gregory es un anarquista de corazón, fiel a los principios de su credo. ¿Por qué habría el narrador de concederle pelo rojo sino con intenciones simbólicas, ya que en épocas históricas anteriores solía asociarse ese color de pelo con el Diablo?
El hombre que fue jueves cumple entonces una paradoja más; la aparente sencillez de la trama oculta un tejido denso en significados. la complejidad del libro no impide el que se hagan de él por lo menos dos lecturas. Una primera que se limitaría al seguimiento de la trama. Siendo ésta muy divertida en razón de los incidentes que relata, satisfará las expectativas de prácticamente cualquier lector. Una segunda que, sin olvidar el sucederse de los acontecimientos, a la vez desentrañe su significado. Que se llegue a esta segunda ha sido una de las instituciones de este prólogo.
Capítulo primero · Dos poetas se encuentran
El barrio de Saffron Park —Parque de Azafrán— se extendía al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crepúsculo. Todo él era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fantásticamente, y aun su pavimento resultaba de lo más caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de “estilo Isabel” y otras el de “estilo reina Ana”, acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma.
No sin razón se hablaba de este barrio como de una colonia artística, aunque no se sabe qué tendría precisamente de artístico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parecían algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificadísimas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso montón de casas, no podía menos de preguntarse qué clase de gente vivía allí. Y si tenía la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño, y no como una superchería. Y si sus moradores no eran “artistas”, no por eso dejaba de ser artístico el conjunto. Aquel joven —los cabellos largos y castaños, la cara insolente— si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero blanco y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel científico sujeto —calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo— claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico; pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?
Así y sólo así había que considerar aquel barrio: no taller de artistas, sino obra de arte, y obra delicada y perfecta. Entrar en aquel ambiente era como entrar en una comedia. Y sobre todo, al anochecer; cuando, acrecentado el encanto ideal, los techos extravagantes resaltaban sobre el crepúsculo, y el barrio quimérico aparecía aislado como un nube flotante. Y todavía más en las frecuentes fiestas nocturnas del lugar —iluminados los jardines, y encendidos los farolillos venecianos, que colgaban, como frutos monstruosos, en las ramas de aquellas miniaturas de árboles.
Pero nunca como cierta noche —lo recuerda todavía uno que otro vecino— en que el poeta de los cabellos castaños fue el héroe de la fiesta. Y no porque fuera aquélla la única fiesta en que nuestro poeta hacía de héroe. ¡Cuántas noches, al pasar junto a su jardincillo, se dejaba oír su voz, aguda y didáctica, dictando la ley de la vida a los hombres y singularmente a las mujeres! Por cierto, la actitud que entonces asumían las mujeres era una de las paradojas del barrio. La mayoría formaban en las filas de las “emancipadas”, y hacían profesión de protestar contra el predominio del macho. Con todo, estas mujeres a la moderna pagaban a un hombre el tributo que ninguna mujer común y corriente está dispuesta a pagarle nunca: el de oírle hablar con la mayor atención.
La verdad es que valía la pena de oír hablar a Mr. Lucian Gregory —el poeta de los cabellos rojos— aun cuando sólo fuera para reírse de él. Disertaba el hombre sobre la patraña de la anarquía del arte y el arte de la anarquía, con tan impúdica jovialidad que —no siendo para mucho tiempo— tenía su encanto. Ayudábale, en cierto modo, la extravagancia de su aspecto, de que él sacaba el mayor partido para subrayar sus palabras con el ademán y el gesto. Sus cabellos rojo-oscuros —la raya en medio—, eran como de mujer, y se rizaban suavemente cual en una virgen pre-rafaelista. Pero en aquel óvalo casi santo del rostro, su fisonomía era tosca y brutal, y la barba se adelantaba en un gesto desdeñoso de cockney, de plebe londinense; combinación atractiva y temerosa a la vez para un auditorio neurasténico; preciosa blasfemia en dos pies, donde parecían fundirse el ángel y el mono.
Si por algo hay que recordar aquella velada memorable, es por el extraño crepúsculo que la precedió. ¡El fin del mundo! Todo el cielo se reviste de un plumaje vivo y casi palpable: dijeran que está el cielo lleno de plumas, y que estas bajan hasta cosquillearles la cara. En lo alto del domo celeste parecen grises, con tintes raros de violeta y de malva, o inverosímiles toques de rosa y verde pálido; pero hacia la parte del Oeste ¿cómo decir el gris transparente y apasionado, y los últimos plumones de llamas donde el sol se esconde como demasiado hermoso para dejarse contemplar? ¡Y el cielo tan cerca de la tierra cual en una confidencia atormentadora! ¡Y el cielo mismo hecho un secreto! Expresión de aquella espléndida pequeñez que hay siempre en el alma de los patriotismos locales, el cielo parecía pequeño.
Día memorable, para muchos, aunque sea por aquel crepúsculo turbador. Día de recordación para otros, porque entonces se presentó por vez primera el segundo poeta de Saffron Park. Por mucho tiempo el pelitaheño revolucionario había reinado sin rival; pero su no disputado imperio tuvo fin en la noche que siguió a aquel crepúsculo.
El nuevo poeta, que dijo llamarse Gabriel Syme, tenía un aire excelente y manso, una linda y puntiaguda barbita, unos amarillentos cabellos. Pero se notaba al instante que era menos manso de lo que parecía. Dio la señal de su presencia enfrentándose con el poeta establecido, con Gregory, en una disputa sobre la naturaleza de la poesía. Syme declaró ser un poeta de la legalidad, un poeta del orden, y hasta un poeta de la respetabilidad. Y los vecinos de Saffron Park lo consideraban asombrados, pensando que aquel hombre acababa de caer de aquel cielo imposible.
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