Ana Rocío Ramírez - El poder

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El Señor , un catedrático de renombre acostumbrado a tenerlo todo, tanto a las buenas como a las malas. Ella, la chica , una alumna del montón que había sido la elegida por su vulnerabilidad, entre otras cualidades.En esta novela descubrirás cómo el abuso de poder acaba degenerando en un acoso social, académico y sexual continuado, en un ámbito universitario encargado de proteger a su figura catedrática frente a una chica de carácter que no daba el perfil de víctima, pero si de guerrera.Los personajes y hechos retratados en esta novela son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

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—No me vuelva a repetir el mismo discurso —dijo con tono de voz elevado mientras le arrojaba el examen en la mesa—. Quiero que me dé una explicación usted, pues es quien corrige.

—Me encanta ver cómo pierde los nervios —afirmó con una sonrisa y unos ojos brillantes, pues le fascinaba ver cómo la había forzado a perder las formas—. Su frustración ante la jerarquía de poder establecida es tan enriquecedora. ¿Quiere un cigarrillo? —Le tendió la mano para ofrecerle uno en tono de sorna y dejando patente su superioridad.

—No, gracias. No necesito el tabaco para que me ayude a pensar.

—Señorita —se lo repetía mientras reía, pero al mismo tiempo sintiéndose totalmente sorprendido por la apreciación de la chica sobre su necesidad de fumar—, acaba de hacer algo insólito. No voy a fumar para que pueda comprobar que mi mente no necesita de complementos.

—¿A su edad necesita demostrarlo? Era un comentario sin más. No pretendía ofender su inteligencia ni causarle la intención de tener que demostrarme nada. Le recuerdo que simplemente estoy aquí para una explicación de mi calificación.

Ante esta contestación, el Señor se enfureció y se vino arriba como la espuma. Prendió otro cigarro y comenzó a gritarle, de pie e inclinado frente a la cara de la chica:

—¿Usted tiene idea de con quién está hablando? Puedo hundirle su carrera cuando ni siquiera haya salido de mi despacho. Este grado no ofrece muchas alternativas laborales al acabarlo y, sin embargo, usted ha venido a la puerta donde le pueden dar, casi regalar, el camino a trabajar de lo estudiado. Está jugando a hundir al rey en el ajedrez, a verse sin absolutamente nada, sin trabajo ni carrera. Y eso que se cree muy inteligente solo porque es avispada y las capta al vuelo, pero ahora mismo le está costando. ¿De verdad necesita una explicación de su suspenso? Quizás me he equivocado. La he visto más interesante e inteligente de lo que pensaba. —Fue aquí cuando el tono agresivo cambió al persuasivo, alejándose de la chica para hablar e incorporándose para fumar y hablar de pie—. Vamos, guapa, piense un poco. Su oportunidad en estos momentos para seguir estudiando el año que viene depende de lo que hablemos en este despacho. Tengo, como tendré en más de una ocasión, su futuro en mis manos.

Ante la sonrisa de superioridad, el ego y la sensación de victoria aplastante del Señor se encontraba la chica, sorprendida y con la impresión de estar luchando sin saberlo, descubriendo la cara oculta del mundo docente universitario, basada en el abuso de poder.

—¿Está muda ahora? —preguntó riéndose con tono cada vez más burlesco—. Levántese y váyase. Y cuando sepa por qué la he suspendido, entonces hablamos sobre cómo aprobar. —Apagó su cigarrillo.

La chica se levantó con intención de marcharse, pero no pudo evitar comenzar a llorar por la impotencia de la situación, por no poder decirle todo lo que quería y no comprenderlo. Abrió la puerta del despacho para salir. Entonces, el Señor se acercó a ella.

—Quédese llorando aquí tranquila. No soy tan malo como cree y muchos dicen; me duele verla llorar. Cuando esté más relajada, vuelvo a entrar y hablamos sobre cómo remontar esto —añadió dándole una caricia de supuesta empatía a la chica para que se encontrara mejor.

Tras aquello, el Señor salió del despacho, sonriente, dirigiéndose al de un lacayo. Esto fue aprovechado por Cristina, que estaba fuera y había presenciado la última escena y podido escuchar las voces anteriores, para acercarse a hablar con su amiga. El Señor se percató, dirigiéndose de nuevo al despacho a negociar con la chica en privado y evitar cualquier influencia.

Antes de cerrar la puerta, dirigió una mirada desafiante a Cristina, la cual no entendía nada, pero estaba tremendamente preocupada por su amiga. El Señor sonreía una y otra vez. Sentía el juego completamente en su mano. Con la chica a su merced, le tocaba ahora cerrar un trato beneficioso. No era problema suyo si la hundía o no. Su ego necesitaba sentirse reconfortado a cualquier precio.

Cerró la puerta. Al volverse, se encontró a la chica de pie frente a él, pues pretendía salir con la poca dignidad que le quedaba. Odiaba verse débil frente a otros, pues tenía esa errónea percepción sobre llorar en público.

—Siéntese y no se vaya —le indicó el Señor con una media sonrisa.

—No, no es necesario —respondió mientras intentaba salir y él se lo impedía—. Me ha quedado muy claro todo. Entiendo que protestar es inútil porque soy una mera estudiante y no tengo ni voz ni voto. Usted siempre tendrá la última palabra.

—Créame, no sabe nada. Siéntese; le va a interesar. —Le indicó un asiento junto a su mesa.

—Le repito mi negativa. Bastante ridículo he hecho ya llorando frente a usted y en su despacho. —La chica no era capaz ni de mirarle a los ojos. Se sentía humillada.

—Siéntese le he dicho. Ni es la primera ni será la última vez que esté llorando aquí por diversas razones. —Paralelamente sonreía por sentirse con la potestad absoluta—. Además, ha tardado en romperse meses. Muchos caen antes. —De nuevo se carcajeaba.

La chica obedeció. Nerviosa y sin poder dejar de mover las piernas, observaba al Señor esperando a que comenzara a hablar. Este no paraba de dar vueltas por el despacho y de dar caladas, una tras otra. Parecía estar meditando sobre ese trato, presuntamente atado, al mismo tiempo que se regocijaba con la inquietud de la chica.

Al apagar el cigarro, comenzó a hablar para acabar con la tortura de ella:

—Pues bien, a pesar de que todo el mundo piense la persona tan horrible y cínica que soy, lo mejor será ponerle un cinco condicional y citarla durante estos meses a tutorías para ver su progreso en la asignatura. Posteriormente, en el mes de diciembre, realizará un examen oral. ¿Qué le parece?

—Vale —respondió con voz tartamuda, impactada por lo que estaba sucediendo—. Pero ¿en qué consiste?

—Debe elegir una unidad de la asignatura que corresponda a una época, un acontecimiento importante y cogerse unos manuales. Cada quince días, a partir del comienzo del curso, se pasará por aquí para resolver las dudas y en diciembre le realizaré un examen oral al respecto. ¿Preguntas?

—En cuanto al tema, ¿lo elijo?

—El tema podría ser… —Aprovechó para levantarse y comenzó a ojear los diferentes libros de su estantería. De repente, tomó uno y se lo entregó—. Este.

—¿Este sería el tema y el libro que leer? —La chica quería dejarlo todo atado.

—Solo el tema sobre el que investigar. En cuanto a los manuales que leer, curiosearé en la red bibliotecaria y le mandaré un correo electrónico en estos días.

—De acuerdo —dijo con voz entrecortada de nuevo—. Gracias.

—No las dé. Póngase las pilas y no haga que me arrepienta. —Se dirigió hacia la puerta para hacer gala de su actitud caballerosa y abrírsela—. Además, así comprobará que no soy tan malo como dicen.

La chica repitió su agradecimiento mientras salía del despacho. En cuanto lo hizo, el Señor cerró rápidamente la puerta para poder fumar de nuevo.

La chica explicó a su amiga Cristina que no entendía muy bien el trato que acababa de aceptar. No existían los cinco condicionales en la universidad, al menos eso tenía entendido, y de repente la oportunidad para seguir estudiando becada venía a través de esa coyuntura tan extraña.

8. UN CURSO PECULIAR

Comenzaba un nuevo curso, tercero de carrera, distinto al anterior ya de entrada porque la chica había conseguido cambiarse oficialmente al turno de mañana y seguir con su horario de camarera de tarde-noche como acostumbraba, de 19:30 hasta el cierre, un turno que siempre solía alargarse hasta la madrugada.

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