–Riku, estoy leyendo los relatos para la web y ando desbordado. ¿Qué te parece si me echas una mano?
No dije nada. Soy muy tímido con mis superiores. Por dentro, estaba deseando leer qué tenían que decir el resto de mis compañeros. Aunque sabía que la mayoría sería basura, tenía la esperanza de encontrar a mi alma gemela entre los numerosos relatos.
–Tranquilo, que nadie se tiene por qué enterar, si es eso lo que te da miedo. Pensé que te gustaría.
–Sí. Pásame algunos.
–Perfecto. Toma –me dijo rebuscando en su mochila. Sacó un puñado de folios y me los entregó–. Ya me dirás qué te parecen.
Me preguntaba cómo se llamaría el chico de los ojos de gato, el que me había arañado con la mirada, y si su relato estaría entre los que devoraría aquella misma tarde. La respuesta no tardó en llegar. Y cuando lo hizo, recuperé el consejo de Julieta y fui a su clase a hacerme su amigo.
Un sueño hecho realidad, por Isidoro Durán. 1ºD
Frente a la puerta cubierta de polvo y marcas de dedos del cuarto C se oyó un golpe. Pero no un golpe de martillo ni un golpe del que solían dar las puertas del ascensor cuando se quedaban atrancadas. Al final, lo de arreglar el ascensor siempre se posponía porque, teniendo en cuenta el estado del edificio, era lo que menos urgencia tenía. Marcos salió de su apartamento no porque fuera uno de esos vecinos paranoicos a los que les preocupara un golpe ni uno de esos cotillas a los que un golpe les excitara. Simplemente oyó el golpe coincidiendo que salía a bajar la basura. Ya iba siendo hora y, como se descuidara, tendría que pasar veinticuatro horas más con los apestosos restos de pollo en el cubo. Sobre el linóleo verde del pasillo, yacía un cuerpo. Era una chica, aparentemente muerta, y posaba bocabajo, con el culo ligeramente levantado como si quisiera decirle “Métemela así, que me entra mejor”. Menudo golpe, pensó Marcos. Menudo golpe de suerte. Se agachó para tomarle el pulso. No era médico, enfermero ni nada parecido, pero lo había visto en muchas películas y era de lógica que si notaba que le palpitaba el corazón, es que seguía viva. Por una milésima de segundo, o quizás algo más, se preguntó que, si por un casual siguiera la chica con vida, él tendría cojones de rematarla. Si eso lo convertiría en un asesino. Si al que remata a un ciervo que agoniza en mitad del bosque se le puede considerar un cazador. Se tranquilizó al comprobar que, efectivamente, a la chica no le latía el corazón. Ni respiraba. Nadie podía garantizarle que no hubiera nadie al otro lado del A o del B mirando a través de la mirilla, espiando, anotando sus pasos para luego contarlo a la policía. Estaba dando por hecho que vendría la policía y a lo mejor nadie denunciaba la desaparición de la chica antes de que él la hubiera devuelto al pasillo. Porque Marcos no era ningún asesino, ningún psicópata, pero cómo decir que no a comer en un bufé libre. Cómo decir que no a jugar un poco con aquella chica si en sus más lúbricas fantasías nunca hubiera podido ocurrir algo tan perfecto. Siempre había querido hacérselo con una muerta. Era una idea que le había obsesionado desde la adolescencia, poder acercarse a una mujer, sin temor, sin miedo a que se riera de él, a que le recriminara su manera de vestir, de hablar, de andar o el tamaño de su polla. Porque, aunque digan que no, al final las mujeres se van con el que la tenga más grande. Una muerta se portaba bien. Era, en cierta manera, como hacerlo con una virgen o con una niña. Pero mucho mejor, porque luego no se chivaban.
Marcos era un tío normal. Un soltero que a veces se iba de putas y otras de cañas con los amigos. Una vez le dijo a una puta que jugaran al necrófilo y ella aceptó pero sin ganas. Y se le notaba, se le notaba que no era natural, que no podía quitar esa mueca de la cara, la mueca de “este tío está zumbado” y eso le molestó tanto que, de un empujón, la tiró de la cama, se subió los pantalones y cuando ella le gritó llamándolo hijo de puta y pervertido y no sé cuántas cosas más, él le dio un puntapié en la cara para que se callara. Había tenido novias, claro que sí, pero todas habían sido unas perdedoras. Unas perdedoras de pelo sucio y dientes amarillos, con granos en la cara y buenas notas en clase. Las más guapas no se acercaban a él ni acababan la carrera. Se casaban en segundo o en tercero con algún empresario y dedicaban el resto de sus vidas a ponerse gordas, a criar niños y a pulir sus cornamentas con buenas cremas y buenos viajes. Las perdedoras conseguían becas y doctorados y puestos en los departamentos de Literatura o de Matemáticas o de Historia. Y él tampoco quería una mujer así, una que se creyera especial por tener un trozo de papel que dijera que era una doctora o una periodista o una bióloga. Por eso prefería estar solo. Por eso prefería salir de cañas con los amigos o ir de putas. O follar con una desconocida que se había desplomado frente a su puerta. Después la dejaría de nuevo en el pasillo hasta que alguna vecina la descubriera. Pero eso sería después, porque primero tenía un sueño que cumplir. Sabía que tarde o temprano tendría suerte en la vida. Lo había sabido desde pequeño, y sí que había tardado el puto destino en hacerle caso, que ya habían pasado más de treinta años aguantando lo puta que es la vida, pero por fin le tocaba a él un trozo del pastel. Cogió a la muerta de los tobillos y la arrastró hasta su piso. Una vez dentro, cerró la puerta y echó el pestillo. La dejó un rato en el descansillo mientras tomaba aire. Una vez recuperado, le dio la vuelta para verle la cara. Era guapa. No le hubiera importado que hubiera sido fea, desde luego que no, pero ya que era guapa, pues mucho mejor.
Era él, no había duda de ello. Si estuviésemos juntos sería en una cabaña junto a un lago. Nadaríamos junto a las sirenas, leeríamos bajo un árbol a Porfirio Barba Jacob. Y me darías un primer beso que tendría olor a jazmín. Me estremecía pensar que podría haber una vida más allá de mi padre, de mis dos hermanas, de mi madre pálida y golpeada. Lamí mi flacucho antebrazo pensando que se trataba de su piel y no me opuse a que el corazón se me convirtiera en un eufórico enjambre. A la mañana siguiente, con restos de semen reseco en mi vientre y el despertador aullando desde hacía rato, me golpeó la realidad. ¿Cómo iba a acercarme a él? ¿Cómo iba a ser posible que el chinorri llorón no resultara arrollado por las circunstancias? Me había ilusionado de un nombre, de un relato perverso, de unas palabras que provenían, desde luego, de una mente invadida por una de las bestias. Isidoro Durán vivía en mi plano, era la última esperanza para una especie al borde de la extinción. Tenía ganas de hablar con Julieta, quizás ella me pudiera decir qué hacer, cómo entrar en la vida de aquel chico sin que me tomara por un gay desequilibrado. Pero recapacité, Julieta no era una asesora sentimental. Todo lo contrario, su trabajo consistía en convertirme en una persona normal. En que no volviera a dibujar familias ensangrentadas ni niñas decapitadas en un examen de dibujo técnico.
SIGO ESPERANDO
Nunca me importó esperar
ni el dolor ni el amor.
Ni las desgracias ni la pasión
ni la hora de la merienda
tras una cansada tarde en el colegio.
Nunca me importó esperar
que alguien me dijera “Te quiero”
ni que nadie me hablara en el recreo.
Nunca me importó esperar
pero sigo esperando
y hay algo helado,
un frío, un misterio, un miedo,
que me pregunta qué espero
y que me responde que no,
que nunca llegará.
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