haz, señor, te ruego, que en ti yo participe plenamente de tu santo aprecio a la pobreza, a la mortificación y a los sufrimientos; que los ame y los practique por miras de fe, en unión con tu espíritu y con tus disposiciones; y por la moción y efecto de tu santa gracia, activa y operante en mí, con la cual te prometo cooperar cuanto me sea posible. (EMO 10, 232, 4)
Fundamentalmente, la pobreza es el camino por el cual hay que pasar para ir a Jesucristo. No se puede imitarlo sin escoger la pobreza, sin despojarse hasta reducirse, si es necesario, a la necesidad de mendigar:
amen la pobreza como la amó Jesucristo, y como el mejor medio que puedan tomar para adelantar en la perfección. Estén siempre dispuestos a mendigar, si la Providencia lo quiere, y a morir en la última miseria. Nada posean, de nada dispongan, ni siquiera de ustedes mismos; en fin, tiendan siempre a la desnudez y al desprendimiento de todas las cosas, para hacerse semejantes a Jesucristo que, por amor nuestro, careció de todo durante su vida. (CT 15, 10, 1-2)
Imposible no acercar esos pasajes en que Juan Bautista entrega un poco de su interioridad a un texto mucho más reciente escrito por Carlos de Foucauld, quien vivió esta experiencia del despojo de manera aún más radical. Por analogía y sin demasiado anacronismo, se comprende el temor que pudo experimentar Juan Bautista en la renuncia a su rango y a su holgura: que el orgullo le tienda una trampa y que el desafío lanzado por los maestros sea un medio de alzarse ante los ojos de los hombres y, a pesar de una vocación sacerdotal sincera, lo desvíe de Cristo:
el buen Dios me ha hecho encontrar aquí (en Nazaret) tan perfectamente como posible, lo que yo buscaba: pobreza, soledad, abyección, trabajo bien humilde, oscuridad completa, la imitación tan perfecta como posible de lo que fue la vida de nuestro señor Jesús en este mismo Nazaret. El amor imita, el amor quiere la conformidad con el ser amado; tiende a unir todo, las almas en los mismos sentimientos, todos los momentos de la existencia por un género de vida idéntico: por eso estoy aquí. El monasterio trapense me hacía subir, me daba una vida honorable. Por eso la dejé y abracé aquí la existencia humilde y oscura del Dios obrero de Nazaret70.
No es solo la práctica de la pobreza lo que Juan Bautista debe amar, son los mismos pobres. Y se mide la distancia recorrida entre el momento en que el joven canónigo de la burguesía remense confesaba su repugnancia ante las maneras de los primeros maestros y ese en que Juan Bautista puede recomendar a los hermanos:
la pobreza ha de serles amable, a ustedes, que están encargados de la instrucción de los pobres. Muévales la fe a hacerlo con amor y celo, puesto que son los miembros de Jesucristo. Ese será el medio para que el divino salvador se encuentre a gusto entre ustedes, y mediante el cual lo encontrarán, pues él siempre amó a los pobres y la pobreza. (MF 96, 3, 2)
Los pobres son los miembros de Jesucristo. Algunos trecientos años más tarde, es la misma conciencia aguda del valor eminente de los pobres ante los ojos de Cristo y del valor espiritual y salvífico de la pobreza la que se encuentra en José Wrezinski, pobre de nacimiento, quien decidió consagrar su vida al cuarto mundo:
¿cuál es el designio [de Dios]? Es salvar a todos los hombres, sin excepción. Y cuando digo: sin excepción, eso no quiere decir: incluso los pobres, sino incluso los ricos. Para salvar a todos los hombres, Jesucristo quiso unirse a ellos en su humanidad. En su humanidad más auténtica que no sea estorbada por las riquezas, el dinero y el honor. Él debía tomar cuerpo en la humanidad más despojada de lo que no es ella; de todo poder económico, político o religioso. Esta humanidad son los más pobres y no los más ricos quienes la poseen. En ellos, lo esencial no está afectado. Por eso Cristo podía encarnarse allí sin pena. (Wrezinski, 2011, pp. 38-39)
Wresinski traduce, además, de manera admirable la repugnancia que debía sentir el joven canónigo al contacto con los primeros maestros:
la miseria se presenta como el reverso de la gracia. Para aquellos que no conocen al hombre que la vive, este aparece no como un hombre de dolor, sino como hombre de desprecio, de rechazo. Hombre riesgoso, ignorante y desesperado, viviendo en una familia aplastada, y por eso mismo él se volvió molesto para nuestras conciencias bien lavadas pero afables y a veces cobardes. ¿Cómo verlo enseguida como nuestro igual?
Juan Bautista abre así una perspectiva interesante, más allá de la virtud penitencial y salvífica de la pobreza, estableciendo una analogía entre pobreza y oración. Pero ese pasaje en el que se vislumbra una sensibilidad profunda aparece casi como un hápax dentro de un discurso dominado por la preocupación, la mortificación y el sufrimiento como vía de salvación:
¿qué es orar a Dios con el silencio? Es mantenerse solamente en la presencia de Dios en sentimiento de respeto y adoración, y descubrirle las propias miserias, sin pedirle que nos libre de ellas. Así hacen a menudo los mendigos, que se contentan con mostrar sus llagas y su pobreza a los ojos de los que pasan, sin pedirles nada, pensando tan solo en moverlos a compasión por medio de ellas. (DC2 4, 4, 3)
En fin, a través del modelo de varios santos, Juan Bautista propone a los hermanos una meditación sobre la pobreza que se vuelve el objeto de su propia oración:
Ambrosio,
Buenaventura, Alexis,
Cayetano,
Francisco de Asís,
Francisco de Borja, Pedro de Alcántara, Severo. La meditación sobre Francisco de Borja resuena de una manera particular por las analogías que no se pueden dejar de establecer con el retrato hagiográfico de Juan Bautista, como si el modelo que él había querido presentar a los Hermanos le hubiera sido aplicado luego a él:
este santo, que en el mundo era sumamente rico, cuando dejó el mundo se hizo pobre, incluso pobrísimo, por amor de Dios. Al abandonarlo, no se reservó ninguno de sus bienes, y desde que se hizo religioso, no manejó ni oro ni plata, por lo que había olvidado totalmente su valor. Su cama, sus vestidos, su comida y su aposento, todo respiraba extrema pobreza. Este santo puso su dicha en la práctica de esta virtud, y parecía que cuanto más experimentaba los rigores de la pobreza, más contento se sentía; pues sabía que al habernos dado Jesucristo ejemplo de esta virtud y haberla practicado en sumo grado desde su nacimiento, era muy justo que quienes más se acercaban a él y tenían el honor de ser de su compañía, participasen de manera perfecta en el amor y en la práctica que él mostró de esta virtud, que quiso fuera compañera inseparable de sus discípulos. (MF 176, 2, 1)
Las conversiones de Juan Bautista lo llevan sobre una vía completamente desconocida. Ellas lo alejan de su familia y de su medio, cuyas expectativas él decepciona. Él vuelve la espalda a la bella carrera eclesiástica sobre la que se esperaba verlo subir con todo el provecho para los suyos en términos de honorabilidad y de puestos. En eso sus conversiones son rupturas. Pero él no las vivió así: según su propia confesión, progresiva e insensiblemente fue conducido a comprometerse más y más en el proyecto de las escuelas caritativas. Si él no había previsto esta vía, ella no le parece contradictoria con su vocación sacerdotal y por esta razón no se resiste al proceso. Muy al contrario, él descubre, gracias a este, el verdadero sentido de su sacerdocio: dejar todo para seguir a Cristo y anunciar su Evangelio. Y Cristo tomó el rostro del pobre, es decir, de esas gentes que él consideraba entonces «por debajo de sus sirvientes» y con las cuales no hubiera imaginado un instante compartir el techo y la comida. Quizás él viva con dolor la incomprensión de la cual es objeto. Porque, a sus ojos, él no vuelve la espalda al ideal de los devotos: al contrario, él lo realiza por completo.
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