Al día siguiente de hablar con su amiga, Jimena Rovira la llamó y, muy educadamente, le explicó el porqué de su interés por Seda de Florencia y le pidió una cita para poder explicarle en detalle el contenido del curso de postgrado de emprendedores que el EES estaba preparando. Debía reconocer que lo que le contó la señorita Rovira le pareció interesante y, para qué negarlo, despertó su curiosidad, así que aceptó su propuesta de verse. No obstante, cuando colgó comenzó a dudar. Seda de Florencia había sido su vida, pero había cerrado sus puertas hacía mucho tiempo; ni ella ni sus compañeras se habían olvidado del taller. Así que, ¿qué podían ver de interesante los alumnos de esa universidad en un taller que hacía camisones de seda? ¿No empezarían a bostezar los muchachos de la era digital si la señorita Rovira les hablaba de encajes, bordados y sedas en lugar de páginas web? Por otra parte, Seda había sido el proyecto de su vida y sabía que se enfadaría si los estudiantes de la señorita Rovira pusieran pegas o criticaran su taller. Llamó a su cuñada. Como suponía, se entusiasmó con la idea y le pidió que fuera a comer con ellos al día siguiente, porque una noticia como esa no se podía comentar por teléfono; María Luisa era así. Se acercó a aquella casa que consideraba como suya y les contó lo que Jimena Rovira le había dicho y sus propuestas.
—¿Por qué tienes dudas? Es un premio a toda la labor que hiciste —le dijo su cuñada.
Se encogió de hombros y de alguna manera le pareció que volvía a sentir la misma timidez de su niñez y juventud.
—Seda la hicimos entre todos.
—Tienes razón, Teresa. Seda de Florencia la hicimos entre todos, pero tú fuiste su cerebro y sin ti no habría existido.
Sí, suya había sido la idea, gracias a los genios italianos, pero sin María Luisa y Adela no habría dado el paso de crear el taller; porque su amiga muerta le demostró que sus dibujos podían hacerse realidad y su cuñada que sus prendas tenían una gran calidad y podían venderse a muy buen precio. Luego llegaron Sole, Dolores, Martina… y Seda de Florencia fue tomando forma.
—Además, nos servirá de entretenimiento y eso siempre es bueno para nuestros cerebros mohosos —añadió su hermano.
—Tu cerebro será el que está mohoso, que solo te dedicas a los sudokus y al fútbol —le espetó María Luisa—. ¿No te hace ilusión que Seda de Florencia esté de nuevo en el candelero?
—En cierto modo sí, pero también me pregunto qué sentido tiene y me preocupa cómo pueden contar nuestra historia.
—¿Por qué? Tendrás que dar el visto bueno a lo que vayan a decir.
—No voy a estar en clase para comprobarlo.
—Tendrán que darnos un informe escrito y seguro que lo graban. Si hay algo que no nos gusta, les demandamos —dijo su hermano. Los tres se rieron.
—¿Quieres estar conmigo cuando venga Jimena Rovira?
—Por supuesto que sí —contestó María Luisa.
Dos días después, la señorita Rovira fue a su casa a explicarles en detalle el enfoque del máster y qué datos se requerían para poder presentar «el caso», así lo llamó, de Seda de Florencia, en el supuesto de que diera su autorización. María Luisa quedó encantada con la presentación que les hizo y no tuvo ninguna duda de que debían colaborar con ella; no en vano desde el inicio su cuñada había sido la encargada de la publicidad y las ventas.
—No sé cómo puedes tener dudas. Nuestra firma va a ser valorada como se merece después de veinte años de haber desaparecido. Además, ¿te imaginas lo bien que lo pasaríamos ayudándola a montar «el caso»?
Tanto María Luisa como Lucas estaban de acuerdo con la propuesta de la señorita Rovira, también lo estaba Martina, ¿lo estarían el resto de sus compañeras? Para eso estaba en Pontes, el lugar donde había nacido Seda, aunque fuera engendrada en Florencia. Allí también decidieron que había llegado el momento de dar por finalizada su historia de amor con la seda… Oyó golpear en su puerta.
—Adelante, Gisela.
—He puesto a calentar el caldo. En la nevera hay pescado y carne, ¿qué quiere que prepare?
—Para mí será suficiente con el caldo, seguro que está bien aderezado.
Como ella suponía, el caldo llevaba berza, patatas, lacón, chorizo, ternera y unas pocas alubias, y sabía a gloria. De postre tomaron una compota de manzana, que Carmiña había dejado preparada. Tras el festín, precisaba de una siesta. No le gustaba irse a dormir a la cama después de comer, prefería hacerlo en el sofá, entre otras cosas porque así se aseguraba que no sestearía más de media hora. Pero ese día su cuerpo y su espíritu le pedían un descanso prolongado. No solo se encontraba cansada sino también inquieta; si se tomara la tensión el número de sus pulsaciones excedería a lo normal. De regreso a su alcoba, puso en el reproductor La pastoral, quitó la colcha y se tumbó en la cama. No cerró las cortinas, la poca luz que entraba no le iba a molestar, más bien le haría compañía. Trató de concentrarse en el allegro inicial y en los sentimientos apacibles que Beethoven deseaba transmitir.
No fue consciente de cuando se durmió, pero al despertarse se sintió relajada. El reloj marcaba cerca de las cinco de la tarde, estaba nublado y, con toda seguridad, haría frío, pero tras la siesta necesitaba dar un paseo.
Ni de niña ni de joven le había gustado el invierno en Pontes, pero desde hacía unos años le apetecía pasar allí unos cuantos días a finales de enero o en febrero. Salir con las botas, un buen abrigo y el paraguas a pasear y luego, al regresar, sentarse junto a la chimenea a ver llover o nevar mientras leía sin que su vista se cansara gracias a la letra grande del libro electrónico que le había regalado su sobrina-nieta por su cumpleaños. Ese ambiente tranquilo y silencioso de un pueblo habitado, en su mayoría, por gente de su edad junto con la naturaleza como acurrucada para defenderse de la climatología le sentaba bien. Además, y eso era lo más importante, en esa época del año podía pasar más tiempo con sus compañeras. En el verano la que más y la que menos tenía familia en su casa. Desde hacía tiempo añoraba pasar unas Navidades en aquella casa, pero ni a su hermano ni a su cuñada les gustaba ir en esas fechas. Lo entendía, no tenía sentido que ellos estuvieran a quinientos kilómetros de sus hijos y sus nietos. Había llegado el momento de llamar a Antonia.
Antonia, la más joven, ya debía de tener setenta años. Cuando entró en el taller era poco más que una adolescente, con su larga melena trenzada, sus ojos claros y su cuerpo delgado, todavía formándose. Llegó una mañana con su tía Dolores y su hermana Rufina, apenas dos años mayor. Le causaron buena impresión. Eran tímidas pero seguras en sus trabajos. Antonia tenía una mano especial con los encajes, tanto los de bolillos como los de aguja. Siempre trabajó en los modelos más sofisticados y caros. Por eso, sus compañeras sabían que había momentos en que no les contestaría, aunque le hablaran, tan ensimismada estaba en sus encajes. Sus manos parecían hacer cantar los bolillos.
¡Qué guapa estaba el día de su boda! Las compañeras le habían bordado la mantilla que llevaba como velo. Lo que pudieron reírse a causa del camisón que le diseñó para la noche de bodas, porque se negó a ponerse ninguno de la colección. ¿Cómo iba a ponerse ella uno de esos que dejaban las tetas al aire?, decía. El resto de las chicas, sobre todo su hermana, no dejaban de hacerle bromas y comentarios bastante atrevidos. Su camisón fue el primero de la colección Clásica, aunque para sus compañeras fue siempre la colección Antonia. Tuvo su clientela, mujeres más o menos maduras y alguna que otra novia tan recatada como Antonia. No llevaban cuello bebé ni entredoses, por supuesto, pero utilizaban sedas más tupidas, satenes y pongés, menos encajes y más bordados. Resultaba curioso que la que mejor trabajaba con las transparencias y los encajes de aguja más sutiles no quisiera ponérselos. No tuvo mucha suerte en su matrimonio y no porque Marcelo no fuera un buen hombre, sino porque a los nueve años de casados tuvo un accidente de coche, mientras hacía el reparto de la leche. Una vaca se cruzó en su camino y, al intentar frenar, la helada de la noche hizo que perdiera el control de la furgoneta. No iba muy deprisa, pero dio una vuelta de campana y se rompió el cuello, entonces no había cinturones de seguridad. Se quedó viuda con poco más de treinta años y con tres niños. Afortunadamente, estrecheces no pasaron nunca, pues además de su trabajo siguió con la vaquería.
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