Agnieszka Graff - Madre feminista

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"He salido de circulación. ¿Por qué? Porque a un evento feminista no puedes ir con un niño de dos años. Ni siquiera con uno de cinco. Y no puedo dejarlo con nadie. O no quiero dejarlo". En Polonia, y también en España, los asuntos de familia no son cuestión de Estado. Los poderes legislativos se han olvidado de que existen padres que no pagan la manutención de sus hijos, de que si se necesitan cuidados especiales, estos requieren de tiempo y dinero, de que las madres solteras no pueden trabajar y cuidar de sus hijos si sus condiciones laborales son precarias.
Agnieszka Graff se plantea todas estas cuestiones, aunque, como ella misma reconoce, aquí no hay respuestas, solo preguntas que hemos de pensar juntas. No obstante, la
Madre feminista tampoco es una
superwoman que tiene éxito laboral, hace deporte una hora al día y cambia pañales. Esta tampoco quiere renunciar a sus hijos en pos de romper el «techo de cristal», o quiere compaginarlo, pero no existen posibilidades. Exige corresponsabilidad, que no se vulneren sus derechos laborales y que el feminismo entienda que no hay nada de malo en ser madre.

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Los cuidados de un niño pequeño consumen grandes cantidades de tiempo, energía, dinero y, sobre todo, involucramiento emocional. Tanto, que de estos recursos apenas queda algo para otros asuntos. Esto ocurre en una cultura que desprecia el enorme esfuerzo de las madres, tratando el cuidado de los niños no como un trabajo sino como «una tarea femenina por naturaleza», un trajín sin importancia. Ignorando esa dimensión de la existencia de la mujer o mirándola desde un punto de vista puramente teórico y racional, el movimiento feminista, de hecho, asume la aversión que provoca en las chicas y mujeres que se convierten en madres.

He conocido a muchas de ellas. Algunas habían tenido un amorío con la ideología de género durante la carrera universitaria, pero después de dar a luz llegaron a la conclusión de que el feminismo no era para ellas antes sí, pero en ese momento ya no—. Otras intentan conciliar esta dicotomía, pero se sienten solas. Una de ellas lo describió de una manera muy gráfica: «La teta me ha dado en la cara. Era feminista pero el feminismo que llegué a conocer no tenía nada que decir sobre la maternidad. De hecho, me aconsejaba esperar a que la pequeña se fuera a dormir o creciera y por fin empezara el parvulario para que yo pudiera volver a ser “yo misma”. Finalmente, me encontré a mi misma yendo hacia la niña». Otra dice así: «Sigo siendo feminista pero a mi manera, más maternal. Y creo que la mayoría de las feministas no siente ningún vínculo ideológico conmigo».

Lo que tienen en común estas mujeres es la sensación de soledad. No creen que exista una comunidad de madres feministas como ellas. Muchas veces recuerdan con amargura entrevistas y artículos en los que la profesora universitaria Magdalena Środa, la feminista polaca más conocida, rostro del Congreso de la Mujer, mantiene que el embarazo no es una enfermedad, se queja de las falsas bajas laborales de las madres, argumenta que la baja por maternidad son novillos pagados, declara que ella misma volvió al trabajo un par de días después de dar a luz y elude el problema de las tareas domésticas diciendo que «la lavadora es la que lava, planchar no es necesario, cocinar me encanta. Y tengo asistenta».12 Intenté defenderlos a ella y al feminismo polaco durante mucho tiempo, al fin y al cabo jugábamos en el mismo equipo. Personalmente Magda Środa me cae bien, hace años que apoyo sus acciones políticas y sociales (en algunas incluso participo) y admiro profundamente muchos de sus textos e iniciativas. Estoy, no obstante, convencida de que sus comentarios y las campañas de tipo superwoman tienen para el movimiento feminista polaco consecuencias deplorables. Madres jóvenes que cada día constatan que la lavadora, al fin y al cabo, no lava sola, se sienten despreciadas y rechazadas por este movimiento.13 En un país donde el feminismo tiene esta configuración la experiencia de ser madre lleva a las mujeres a dejarse abrazar automáticamente por el conservadurismo.

Cuando escribo estas palabras soy consciente de mis propios pecados. Mis tres libros anteriores distan mucho del problema de la maternidad, y escribí en ellos cosas de las que hoy en día no me siento demasiado orgullosa. Más de una vez tuve que oír críticas de las cuales no supe defenderme. Mis amigas madres criticaban tímidamente que mi obra anterior (Swiat bez kobiet, «Un mundo sin mujeres») se centraba más en hablar de los medios de comunicación que en pronunciarse sobre la maternidad o los problemas reales de los padres. No sabía muy bien qué responder. Limitaba todo el asunto a la cuestión organizativa y al control de nuestras propias vidas: saber qué queremos, saber tomar decisiones conscientes y, como mucho, exigir al Estado que nos facilitara esas elecciones. Hoy entiendo que «la elección» muchas veces es tan solo aparente, y ese es uno de los hilos principales de este libro.

El problema es que la maternidad tanto la esperada y querida, como la sobrevenida de manera accidental no se rige por la racionalidad y el control. Es una experiencia que nos confronta con el papel que juega el azar en nuestra vida, con el límite de nuestras fuerzas y nuestra influencia en la realidad. Y con la falta de autonomía: la del niño, que durante mucho tiempo no será autónomo, y la nuestra propia, porque tenemos que satisfacer sus necesidades y para eso es necesario el apoyo de los demás. No hay manera de conjugar esa experiencia con una plena dedicación al trabajo. Es demasiado absorbente, demasiado imprevisto. «No hay manera de conciliarlo», es la frase que he oído pronunciar reiteradas veces a las mujeres que, en mayor o menor grado, «salieron de circulación» después de ser madres. ¿Lo hicieron por voluntad propia? Es difícil de saber. Porque he ahí la cuestión, la maternidad socava nuestras convicciones sobre la voluntad, la independencia y la libertad de elegir.

Ya percibo el murmullo irritado tachando todo esto de palabreo conservador. El problema es que es un palabreo femenino que oigo cada vez que hablo con madres de niños pequeños. Estos dilemas maternos no solo tienen dimensión emocional, sino también económica. No se puede limitar las tensiones relacionadas con la maternidad a un bonito eslogan, «dejemos que las mujeres elijan». Porque ¿qué elección es esa? ¿Parir pronto o esperar hasta los treinta, incluso los cuarenta, asumiendo el riesgo de infertilidad? ¿Quedarse en casa con el peque y no tener nada para comer o dejarlo en una guardería y pasar el día preocupándose por él y añorándolo? Eso no son elecciones. Primero, porque la maternidad es una sucesión de crisis y necesidades. Segundo, porque todo ser humano siente necesidad de autonomía, pero también de crear vínculos. Las madres no solo quieren, sino que tienen que conciliar de alguna manera esas necesidades contradictorias.

Conozco a una chica que desde el principio se vio privada de la posibilidad de elegir: sexo ocasional en el último año de bachillerato, un embarazo escondido y no deseado, una depresión, la imposibilidad de abortar a esas alturas y una cuestión dramática, dar al niño en adopción o no y decidir que no. Esa chica es feminista pero su historia tiene un feliz final conservador, como en un cuento sobre un «superviviente del aborto»: nace el niño y a la vez el amor hacia él. Pero hay otra dimensión menos alegre en esta misma situación: el padre de la criatura desaparecido mucho antes del parto, la pobreza, la dependencia total de la familia, el abandono de los sueños de ir a la universidad, la grisura del día a día. Durante tres meses la chica vaciló entre cuidar del niño y trabajar en un supermercado, donde le prohibían llevar el móvil y la tarifa por hora era de 8 eslotis. La última vez que hablé con ella tenía que sacar al niño del parvulario porque no podía permitírselo sin trabajo. Y sin trabajo tampoco le iban a asignar una plaza. Cada año nos vemos en la manifestación feminista porque ahí a diferencia de la mayoría de eventos feministas se prepara el espacio infantil Kids block.

Con los índices de pobreza que hay en Polonia la supuesta «libre elección» que defiende el liberalismo parece cosa de broma. Vale la pena recordar cuál es la escala: la tasa de desempleo llega al 14% (siempre es más alta en mujeres); una cuarta parte de los polacos tiene contratos de trabajo precarios, sin puestos fijos, sin prestaciones sociales y dos millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza.14 Esta situación, y la falta de elección vinculada a ella, condena a las madres jóvenes a una prolongada dependencia de sus familiares más cercanos (sean los abuelos, sean los padres de las criaturas). Las mujeres son las responsables de los niños y, a la vez, el Estado las priva de cualquier apoyo. Y de nada les sirven nuestras divagaciones sobre el constructo cultural de género, la libre elección o los cambios en la imagen de la maternidad a lo largo de la historia.

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