Jan Carson - Los incendiarios

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En los barrios protestantes del este de Belfast, basta una chispa para que todo vuelva a explotar como en los años del conflicto. En este junio sofocante, la decisión del ayuntamiento de limitar la altura de las hogueras del solsticio de verano provoca un imprevisto estallido de furia. Las calles arden de nuevo y el antiguo paramilitar unionista Sammy Agnew ve con profunda preocupación cómo su hijo se inicia en sus mismos rituales de violencia.Al mismo tiempo, el pusilánime doctor Jonathan Murray acude a una urgencia en Belfast Este y se encuentra con una sirena —una embaucadora de incautos, de voz magnética—, retozando zalamera en la bañera. De su fugaz encuentro nacerá Sophie, una preciosa niña al cuidado del médico tras la desaparición de la mujer mitológica. Buscando ayuda para afrontar su imprevista paternidad de una criatura supuestamente medio humana, Jonathan descubrirá a los Niños Desdichados, una asociación de familias de críos con capacidades inverosímiles. Al parecer, Belfast está llena de niños voladores…La norirlandesa Jan Carson ganó el Premio de Literatura de la Unión Europea con esta impactante novela sobre las cargas de la paternidad y las heridas no cerradas, en la que un realismo crudo y violento se entremezcla con otro mágico e hilarante.

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Por ciento cincuenta libras al día, estas parejas artificiales pasarían un fin de semana cogiéndose de la mano o besándose en el Jardín Botánico y junto a los Muros de la Paz, en treinta lugares distintos frecuentados por los turistas. Al ver parejas de enamorados por todas partes, los turistas enseguida creerían que Belfast era una ciudad verdaderamente europea. Disculparían la lluvia y que los domingos las tiendas no abrieran hasta la hora de comer. Quizá hasta sacarían fotos para convencer a los escépticos cuando volvieran a casa. «Mirad —dirían, colocando sus fotografías reveladas sobre mesas de cocina de estilo rústico en Francia o en España—, Belfast es un lugar muy seguro. Es un sitio lleno de esperanza y de amor. De muchísimo amor, como San Francisco en los sesenta». Los de la Consejería de Turismo estaban convencidos de que surtiría efecto. Solo necesitaban un poco de ayuda de los jóvenes, pues la mayoría eran señores de mediana edad con trajes y camisas de rayas, demasiado mayores para besarse con nadie en público.

Inmediatamente supe que aquello estaba hecho para mí. Rodeé el artículo entero con un gran círculo rojo. La idea me aterrorizaba. Yo estaba bien como estaba. Lancé una mirada al bote de pastillas vacío que descansaba en el aparador con el resto de residuos para reciclar. No estaba bien como estaba. Tenía que producirse un cambio sustancial y tenía que producirse casi de inmediato. Pero tampoco había por qué contemplar algo tan drástico. Había cien mil cosas más seguras que podía probar antes: visitar una agencia de contactos, apuntarme a un club de senderismo, ir a la iglesia, salir a tomar algo. Nunca había contemplado ninguna de esas actividades en serio y sabía que tampoco iba a hacerlo en el futuro. Aquella mañana era posible tomar una medida desesperada. Se me había presentado una oportunidad excepcional. Si no la aprovechaba, no tendría otras iguales en el futuro. Diez años más tarde seguiría en aquella silenciosa casa, durmiendo.

La decisión estaba tomada.

En el artículo venían los datos de contacto. Apunté el número de teléfono en un pósit. Debajo anoté la dirección de correo electrónico. Sería más fácil enviar un correo. Así no tendría que hablar. Al principio pensé que no sería capaz de contactar con la Consejería de Turismo; más tarde, cuando ya había presentado mi solicitud, estaba convencido de que no iba a asistir a la reunión informativa, e incluso una vez allí, en una sala con decenas de veinteañeros y treintañeros sentados en sillas apilables, era incapaz de imaginarme a mí mismo en el invernadero del Jardín Botánico, abrazando a Stephanie bajo los plataneros.

Cuando quise darme cuenta estaba allí, con sus labios en mis labios y sus ojos fijos en los míos. Miré hacia arriba y vi las grandes hojas verdes, como paraguas, encima de nosotros. Esto es fácil, pensé. ¿Cómo es que nunca he estado en esta situación hasta ahora? Stephanie tenía un sabor ligeramente salado que me recorría la boca. Sentía calor por todo el cuerpo y me estaba derritiendo. No recordaba cómo había acabado allí, rodeado de turistas haciendo fotos y del hedor menstrual del caluroso invernadero, todo sudado bajo mi jersey.

Empecé a imaginarme pasando las navidades y los festivos con otro ser humano, no necesariamente Stephanie sino alguien parecido, aunque Stephanie también valdría. Aquello ya no era una fantasía absurda. Ese pensamiento me hizo coger confianza y le metí la lengua en la boca, a pesar de que no me había dado permiso para hacerlo. Le cogí la mano antes de que me la cogiera ella y noté con alivio que entrelazaba sus dedos con los míos. Cuando, según el programa establecido, nos tocaba mantener breves conversaciones mientras seguíamos comportándonos como dos tortolitos, nos apoyábamos en la pared y charlábamos. Descubrí que hablar con una chica no era tan difícil. Stephanie me hacía preguntas y yo las contestaba. Al contestarlas, se me ocurrían preguntas que quería hacerle yo y se las hacía.

El fin de semana se pasó como un esprint cuesta abajo y de repente era domingo por la tarde. Me cogió por sorpresa. Me dolía la mandíbula de besarla, pero por lo demás quería seguir haciendo lo mismo toda la semana. A las cinco en punto llegó al invernadero un señor de la Consejería de Turismo. Nos hizo una foto oficial para la campaña de promoción y nos dio trescientas libras a cada uno en unos sobres blancos.

—Bueno, pues vosotros ya estáis —dijo—. Gracias por ayudarnos.

—¿Y el fin de semana que viene? —pregunté.

Pero «Belfast, ciudad del amor» era un proyecto piloto. Solo había financiación para una sesión y quedaría suspendido hasta que se consiguieran más fondos.

El hombre se marchó. Faltaba poco para el final de la jornada y aún tenía que ir al Museo del Úlster, al Pabellón Tropical y a la explanada central de la Queen’s University.

—Ha sido un placer —dijo Stephanie.

—Igualmente —contesté—, gracias por todo.

A continuación, como todavía estaba muy suelto después de todos esos besos, añadí:

—¿Te apetece ir a cenar algo?

—¿Ahora?

—Ahora estaría fenomenal. Bueno, o cualquier día que te venga bien.

—Tengo novio, Jonathan. No creo que le hiciera gracia que quedara para cenar con otro chico.

—Te has pasado dos días besando a otro chico. ¿Qué opina tu novio de eso?

—Solo estaba actuando, por el dinero. Estamos ahorrando para irnos de vacaciones. Sabe que he estado aquí.

—Ah —dije. Me sentí como cuando alguien se ha inclinado demasiado hacia delante y ya no puede evitar caerse de bruces. Ahora iba a hacerle un comentario inapropiado a Stephanie. Ya tenía el comentario inapropiado en la boca, preparándose para echar a volar—. No me ha dado la sensación de que estuvieras actuando todo el fin de semana.

—Estaba actuando, Jonathan. Por el dinero.

Su voz fue como un cuchillo.

—¿No te ha gustado?

Mi voz fue igual de firme.

—No ha estado mal.

—¿He hecho algo mal?

—No, no has hecho nada mal, pero esto no es un servicio de citas. Es un trabajo en el que había que actuar. Es de mentira.

—Bueno —contesté—, ¿y si seguimos fingiendo un poco más?

Más tarde reproduciría la conversación en mi cabeza y me avergonzaría de mi propia desesperación, como la de un niño pequeño intentando camelar a alguien para que le comprara caramelos.

—Tengo novio, Jonathan.

—No hay por qué contárselo. Podríamos hacerlo a escondidas, o podrías decirle que los de la Consejería de Turismo nos han vuelto a contratar para lo mismo, en Bangor o en alguna otra ciudad.

—¿Por qué iba a hacer eso? Ni siquiera me atraes.

—No importa. Puedes fingir. Con eso bastaría.

—Qué cosa más triste. ¿Por qué ibas a querer estar con alguien a quien no le gustas de verdad? ¿Nunca has estado enamorado, Jonathan?

—No —respondí—. No sé si soy capaz.

En mi vida había sido tan sincero con otro ser humano. Solo decir aquello me provocó una sensación incómoda en la nariz. Me empezó a salir una lágrima del ojo izquierdo. Stephanie levantó el brazo y me la secó con el puño de la manga. Era buena persona. Se notaba en su forma de mirarme, fijamente y sin reírse. Me rodeó con los brazos como si fueran un cinturón y atrajo mi cuerpo hacia el suyo. Sentí sus pechos contra mis costillas, como dos suaves puños. En aquel momento fue una maravilla ser yo. No estaba acostumbrado a aquella felicidad y empecé a sollozar con movimientos convulsivos.

—Ay, Jonathan —dijo, dejando escapar un suspiro húmedo—, esa es de las cosas más tristes que he oído en mi vida. Debes de sentirte muy solo. ¿Por qué no te vienes a cenar con nosotros un día la semana que viene?

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