Jan Carson - Los incendiarios

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En los barrios protestantes del este de Belfast, basta una chispa para que todo vuelva a explotar como en los años del conflicto. En este junio sofocante, la decisión del ayuntamiento de limitar la altura de las hogueras del solsticio de verano provoca un imprevisto estallido de furia. Las calles arden de nuevo y el antiguo paramilitar unionista Sammy Agnew ve con profunda preocupación cómo su hijo se inicia en sus mismos rituales de violencia.Al mismo tiempo, el pusilánime doctor Jonathan Murray acude a una urgencia en Belfast Este y se encuentra con una sirena —una embaucadora de incautos, de voz magnética—, retozando zalamera en la bañera. De su fugaz encuentro nacerá Sophie, una preciosa niña al cuidado del médico tras la desaparición de la mujer mitológica. Buscando ayuda para afrontar su imprevista paternidad de una criatura supuestamente medio humana, Jonathan descubrirá a los Niños Desdichados, una asociación de familias de críos con capacidades inverosímiles. Al parecer, Belfast está llena de niños voladores…La norirlandesa Jan Carson ganó el Premio de Literatura de la Unión Europea con esta impactante novela sobre las cargas de la paternidad y las heridas no cerradas, en la que un realismo crudo y violento se entremezcla con otro mágico e hilarante.

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—Claro que no. Han sido unos chavales.

—Qué cabrones. Si es que ya no saben lo que hacen, provocando incendios por todas partes. ¿Usted se encuentra bien? Podría haber muerto. Estas casas prenden como la gasolina.

—Ah, yo estoy estupendamente. Estaba aquí fuera con Towsie cuando ha empezado.

—Le podría haber pillado dentro, durmiendo. De verdad que estos chavales… Hay que estar tonto para ir por ahí prendiendo fuego a las casas de la gente.

—No, no, hijo. No lo has entendido. Les he pedido yo que lo hicieran. Les he pagado cien libras para que quemaran la casa.

Sammy mira fijamente al anciano. Irradia tranquilidad, la clase de calma que se puede apreciar en la superficie de un charco cuando no hay viento y el reflejo del cielo resplandece igual que el cielo que está encima. No parece nada afectado por lo de la casa.

—¿Es para cobrar el dinero del seguro? —pregunta, aunque nunca ha oído que nadie fuera detrás del dinero del seguro con una casa de este tipo. No merecería la pena.

—No, qué va, el seguro me importa un pepino. Mañana me mudo a una de esas viviendas de Fold para gente mayor y no quiero que el Gobierno se quede con mi casa. Cuando te vas a una residencia, se apropian de todos tus bienes para pagarla. Es un robo a mano armada, eso es lo que es.

Sammy no expresa ninguna opinión. Quiere irse de allí. Se le está achicharrando la espalda y le preocupan los materiales sintéticos del jersey, que enseguida van a empezar a derretirse. Cree que el anciano ha perdido la cabeza, pero sería indecente dejar a una persona mayor sentada en un cubo mientras se quema su casa.

—¿Seguro que no quiere que llame a los bomberos? —pregunta.

En lugar de responder, el anciano dice:

—Se la he colado, ¿verdad, hijo? —Empieza a reírse como loco, balanceando el cuerpo adelante y atrás sobre el cubo, como un chiflado al que hubieran dejado pasar el día fuera del manicomio—. Se la he metido doblada a esos cabrones.

—Desde luego —dice Sammy.

Siente un cansancio muy profundo, la clase de cansancio que no se pasa durmiendo.

La risa del anciano despierta al perro, que empieza a aullar como si estuviera poseído. A continuación, se levanta de la acera, se coloca detrás de su dueño y se pone a orinar, con chorros intermitentes, contra el cubo. Sammy siente que le va a explotar la cabeza. Se mete detrás de un seto para llamar a los bomberos en privado. No quiere faltar al respeto al anciano, pero le preocupan las casas de los lados y las personas, mascotas y enseres de dentro, que se están calentando por momentos.

La chica de la centralita del número de emergencias tiene un acento cerrado de Fermanagh. Es difícil entender las palabras que tienen varias vocales. Tampoco pronuncia muy claramente las consonantes, pero Sammy consigue captar que no le preocupa demasiado el incendio del anciano.

—¿Hay algún herido? —pregunta la operadora—. ¿Puede apagarlo usted mismo con una manta? ¿Es un edificio catalogado o uno normal? Ahora mismo estamos teniendo que dar prioridad a los edificios antiguos e importantes, como el ayuntamiento o los castillos.

El tiempo de espera para un camión de bomberos (y no le va a engañar, dice la chica, tratándose de un incendio de ese tamaño igual no va más que una furgoneta con cubos y extintores) es de unos veinte minutos, lo cual, continúa, «no está muy mal» y es «mucho menos de lo que va a ser esta noche, cuando los incendiarios se pongan en serio».

Sammy cuelga el teléfono y va a avisar a los vecinos de que, aunque sus casas aún no estén ardiendo, seguramente deberían ir llamando a los servicios de emergencias. Informar a los bomberos de que su casa va a estar en llamas dentro de unos veinticinco minutos puede suponer la diferencia entre conseguir apagar el fuego o ver cómo se propaga por toda la fila de casas.

Mientras camina hasta el final de la calle, esperando ingenuamente ver aparecer un camión de bomberos antes de lo previsto, Sammy piensa en los fuegos de su juventud: las hogueras, las casas calcinadas, la tienda de muebles del final de Newtownards Road que rociaron con gasolina cuando los dueños no pagaron el impuesto revolucionario, los negocios que quemó por el dinero del seguro y todos esos coches a los que prendieron fuego solamente por la perversa euforia que sentían al sembrar el caos.

En aquellos tiempos los volvía locos quemar coches.

Sammy recuerda concretamente la noche que salieron de la ciudad y recorrieron unos cincuenta kilómetros en dirección norte, hasta uno de los pueblecitos agrícolas de las afueras de Ballymena, en medio del campo. En el asiento trasero de su Ford Cortina iban arracimados varios tipos fortachones, así que fue conduciendo por aquellas carreteras rurales con los bajos del coche pegados al suelo, chirriando cada vez que la parte trasera tocaba los montículos y baches embarrados. Era el año 1986 y todos llevaban pistola. Sammy tenía la suya guardada en la guantera. Lo había visto en una película americana, Malas calles o Harry el Sucio . Le bastaba saber que la pistola estaba ahí para sentirse como un gánster. A veces, en los semáforos, abría la guantera y dejaba que sus dedos acariciaran el frío metal gris. Pensaba en disparar al conductor que estuviera parado a su lado en el semáforo. Podía hacerlo si quería. No los separaba nada más que cristal. Sammy nunca disparó a nadie en un semáforo, pero solamente de pensar en ello le hervía la sangre. La sentía correr por las venas y los pulmones, cálida como el whisky .

Esa noche en concreto fue en febrero o principios de marzo. En el campo, sin farolas que interrumpieran la negrura, a las cinco ya era noche cerrada. Sammy entró marcha atrás en un prado a las afueras de Cullybackey y dejó el Cortina allí aparcado, con el capó todavía despidiendo vapor hacia el aire invernal. Habían escogido expresamente una carretera por la que no pudiera circular más de un coche a la vez. La gente conducía despacio por aquellas carreteras, por miedo a las curvas y al ganado suelto. Cuando pasaba un coche, Sammy y sus amigos lo paraban haciendo señas con linternas, apuntaban al conductor a la cabeza con sus pistolas y gritaban: «Canta La banda o apretamos el gatillo y te volamos los sesos. A ti y a todos los del asiento de atrás».

El objetivo era meter el miedo en el cuerpo a todos los católicos que encontraran. El objetivo enseguida se había distorsionado, con el subidón de gritar a desconocidos en medio de la oscuridad. Se sentían como dioses cuando las mujeres se ponían a llorar, cuando los hombres suplicaban y cuando notaban el sudor de las pistolas en las frías manos. Se sentían intocables. No hacía falta uno de esos papistas de mierda para sentir aquello: valía cualquier pobre diablo con un Skoda.

Algunos de los coches llevaban niños dentro y a esos los dejaban pasar, haciéndoles gestos con las manos (con las pistolas bien visibles) para que siguieran circulando. No eran unos degenerados. No habrían hecho daño a niños a propósito, aunque no tenían la misma paciencia con los ancianos. Los republicanos mayores eran casi peores que los jóvenes, con su jerigonza incomprensible y su manía de meter al papa en todas las conversaciones. Los viejos curas tampoco les daban ningún miedo. Al lado del bosque de Portglenone había un monasterio donde vivían unos cuantos, y Sammy y los demás se pasaron toda la noche bromeando entre ellos: «¿A que sería buenísimo presentarnos allí, prender fuego al monasterio y asustar a todos esos meapilas como Dios manda?». Otra cosa eran las monjas. Las monjas siempre les habían dado pánico. No habrían sabido qué hacer con una en una carretera desierta a esas horas de la noche. Habría sido como encontrarse con un fantasma.

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