Jan Carson - Los incendiarios

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En los barrios protestantes del este de Belfast, basta una chispa para que todo vuelva a explotar como en los años del conflicto. En este junio sofocante, la decisión del ayuntamiento de limitar la altura de las hogueras del solsticio de verano provoca un imprevisto estallido de furia. Las calles arden de nuevo y el antiguo paramilitar unionista Sammy Agnew ve con profunda preocupación cómo su hijo se inicia en sus mismos rituales de violencia.Al mismo tiempo, el pusilánime doctor Jonathan Murray acude a una urgencia en Belfast Este y se encuentra con una sirena —una embaucadora de incautos, de voz magnética—, retozando zalamera en la bañera. De su fugaz encuentro nacerá Sophie, una preciosa niña al cuidado del médico tras la desaparición de la mujer mitológica. Buscando ayuda para afrontar su imprevista paternidad de una criatura supuestamente medio humana, Jonathan descubrirá a los Niños Desdichados, una asociación de familias de críos con capacidades inverosímiles. Al parecer, Belfast está llena de niños voladores…La norirlandesa Jan Carson ganó el Premio de Literatura de la Unión Europea con esta impactante novela sobre las cargas de la paternidad y las heridas no cerradas, en la que un realismo crudo y violento se entremezcla con otro mágico e hilarante.

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Yo nunca tuve del todo claro si aquello era amistad. Pero era mejor que el inmenso vacío de los años anteriores. A menudo estaba en el mismo lugar que aquellas personas a la misma hora: cantinas de hospitales, aulas, bares de estudiantes, cines… Hablábamos con y de los demás y a veces organizábamos alguna actividad, como ir a jugar a los bolos. Una Navidad hicimos el amigo invisible y me hicieron el mismo regalo que hice yo, unos calcetines con estampados cantosos envueltos en papel de regalo. Fue un alivio abrir mi paquete y comprobar que no me había equivocado regalando calcetines. Por mi cumpleaños me compraron una tarta y todo el mundo cantó «Cumpleaños feliz te deseamos, Jonathan», incómodamente, en un restaurante. Estuvo bien, pero jamás, ni por un momento, tuve la sensación de que ninguna de aquellas personas me deseara verdadera felicidad. En el grupo éramos siete, tres chicas y cuatro chicos. Sabía que lo único que me unía a los otros seis eran mi bata blanca y mi fonendo.

Durante aquel periodo, de vez en cuando me recostaba en mi asiento para distanciarme de la conversación que estaba teniendo lugar en torno a la mesa y miraba aquellas caras conocidas. «¿Esta gente son mis amigos?», me preguntaba. No me caían muy allá ni me lo pasaba especialmente bien con ellos, pero quizá la amistad era algo más que encontrarse a gusto. Sí, concluí finalmente, una vez analizadas las pruebas (calcetines navideños, tarta de cumpleaños y la noche que, estando muy borracha, Nuala me había besado delante de un Clio aparcado), efectivamente eran mis amigos. De modo que eso era lo que se sentía al tener un amigo y ser un amigo. Desde luego, era una sensación decepcionante.

La idea de la amistad que me había hecho de pequeño había sido mi ruina. La culpa fue de la televisión, lo que quiere decir que en realidad la culpa fue de mis padres. Me criaron aislado, con una tele en cada habitación. No me fiaba de la amistad salvo que fuera perfecta y estuviera acompañada de canciones, y además de canciones (o incluso bailes) de las de la tele, como las que salían en las películas. Siempre que me imaginaba teniendo amigos, lo que anhelaba era una amistad rubia y radiante, como ese deseo puro de estar en una piscina que siempre me despertaba el olor a cloro. Aquello era un sentimiento imposible de definir que venía de América, hecho de dentaduras blancas, risas y gente atractiva abrazándose, como niños más que como amantes. Aquello no casaba con Belfast Este, donde la lluvia le robaba la luz a todo lo que tocaba. No tenía en cuenta cómo eran en realidad los brazos y las sonrisas apagadas de la gente que me había ofrecido una casa en la que celebrar la Navidad o una tarde de estudio en la biblioteca. Aquella gente no era lo bastante atractiva. No era nada atractiva.

Comparaba a mis amigos con los de la televisión y sabía que no les llegaban ni a la suela del zapato. Había confiado en que algún día tendría amigos y amantes increíbles. Llegué al último año de universidad sin haber conseguido ninguna de las dos cosas. Aun así, no estaba todo perdido. Se podían intentar algunas cosas. Podíamos esforzarnos más en eso de ser jóvenes. Podíamos lucir mejores cortes de pelo, acostarnos con gente, bañarnos en sitios donde normalmente no estuviera permitido bañarse. Podíamos hablar más alto. Quizá eso bastaría para redimirnos. Sin embargo, no sabía cómo decirles esto con delicadeza, así que no dije nada y me fui retrayendo en silencio. Perdí el contacto con todos ellos en cuanto acabé la carrera.

Cuando me fui acercando a los treinta, de vez en cuando me ponía a pensar en mi adolescencia y en los primeros años de mi veintena y se me llenaban los ojos de lágrimas con esa clase de decepción que es como estar triste por otra persona aunque en realidad esa persona es uno mismo. Yo no había ido a fiestas de disfraces, no me había desmadrado en viajes en coche con amigos y no había tenido romances de verano. Ya nunca iba a volver a ser joven ni a tener la oportunidad de hacer locuras. No tenía a nadie con quien compartir aquella tristeza. Jamás había estado enamorado. No podía imaginarme a mí mismo estando lo bastante relajado. Echaba la culpa de esto a mis padres. De vez en cuando, si me había tomado un par de copas, dejaba a un lado a mis padres y reconocía que el causante de aquella decepción había sido yo mismo. Que la culpa era mía por ir por la vida como un armario cerrado, por no soltarme lo suficiente para ponerme a bailar o para arriesgarme a rodearle la cintura con el brazo a una desconocida. Tomar conciencia de esto no sirvió de nada. Para cuando cumplí los treinta, vivía encerrado en mí mismo. Era como una persona olvidada por el mundo. Me costaba creer que aquello fuera a cambiar con el tiempo o con las circunstancias. No era lo suficientemente valiente para intentar cambiarlo.

Por las noches veía la televisión como si fuera otra persona que estuviera conmigo en la habitación. A veces hablaba con la pantalla. Pagaba las facturas mucho antes de la fecha límite e iba todos los días a trabajar en algo que ni me gustaba ni me disgustaba especialmente. Comía los mismos platos todas las semanas en los mismos días y nunca bebía más de dos copas, por miedo a convertirme en la clase de hombre que bebe solo. Corría cinco kilómetros todas las mañanas en una cinta en la habitación de invitados. Habría sido agradable correr en la calle, con los ciclistas y la gente que sacaba a los perros temprano, pero no soportaba la idea de que me miraran y me consideraran ridículo. No me permitía sentir lástima de mí mismo. Una vez que lo hiciera, sería el fin. El fin no siempre me parecía la opción más horrible. A veces me parecía una opción muy sensata.

Dos años antes, mientras atravesaba esa tierra de nadie que es la semana entre Navidad y Año Nuevo, un día me llevé del trabajo un botecito marrón de un medicamento que se administraba con receta. Se pasó una semana en mi mesilla de noche, donde su color marrón de botella de cerveza resplandecía a la luz de la lámpara. Me estaba llamando a gritos y al final dejé de resistirme. Sujeté el bote con el puño izquierdo y lo tuve ahí toda la noche, bien agarrado. Me dejó una marca rectangular en la palma de la mano. Dormí con la mano cerca de la cara, aunque sin llegar a tocarla. Antes de quedarme dormido, estuve pensando cosas como «Tardarían semanas en encontrar mi cuerpo» o «¿Y si alguien me encuentra a tiempo?». Pensé que soñaría cosas estridentes, de la angustia, pero solo soñé que estaba durmiendo. Durante la noche el bote se destapó y a la mañana siguiente las sábanas estaban salpicadas de pastillas blancas. Como aún estaba casi soñando, al principio pensé que eran dientes. Recogí las pastillas, todas las que encontré, las eché al váter del baño del dormitorio y tiré de la cadena. Tuve que tirar tres veces y esperar a que se llenara la cisterna cada vez.

Me alegré de no haber hecho aquello con las pastillas, fuera lo que fuese. Era incapaz de pronunciar las palabras. Tenía esa sensación que se tiene en el estómago después de evitar una caída por los pelos.

«Esto no puede seguir así», decidí esa mañana. Lo dije en voz alta mirando al rostro fantasmagórico de mi reflejo en el espejo del baño.

«Todavía eres joven —me dije—, y eres razonablemente atractivo. Y no es demasiado tarde para cambiar las cosas».

El artículo había aparecido esa misma mañana en el Belfast Telegraph . Me costó un rato digerirlo, después de lo que acababa de ocurrir la noche anterior. Lo leí un montón de veces y subrayé algunos fragmentos. Al final acepté que se trataba de una especie de señal, aunque no pude atribuírsela a Dios.

«Belfast, ciudad del amor», rezaba el titular. Al principio me llamó la atención la frase porque me pareció que era de broma, pero no pretendía ser humorística. Seguí leyendo. La Consejería de Turismo de Irlanda del Norte quería que Belfast pudiera competir con las otras ciudades románticas por excelencia: París, Venecia, Berlín (antes de la caída del Muro). Sabían que Belfast no sugería precisamente pasión (armas y tambores aparte), de modo que habían decidido crear su propio romance de manera artificial. Iban a contratar a personas con quienes formar parejas que resultaran verosímiles. Chicas altas con chicos altos. Almas con pinta de ratón de biblioteca juntas, que se verían mejor a través de sus gafas. Solo chico con chica, nada demasiado moderno. Seguía siendo Belfast, al fin y al cabo.

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