1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 Para algunos historiadores, este golpe de Estado fue obra de La Chétardie, o al menos la culminación de una conjura propiamente francesa. Este juicio se apoya sobre un hecho, el comportamiento de La Chétardie en los primeros tiempos del reinado, muy seguro de sí, arrogante, sugiriendo que él era el único o el primer consejero de la emperatriz. Pero en poco tiempo, este estatuto cambió con la aparición al lado de la emperatriz de un gran ministro, Bestujev. Alexis Bestujev Riumine, a quien la emperatriz colmó de beneficios (le confirió la orden de San Andrés y los títulos de vicecanciller y de conde), iba a reponer en honor la política tradicional de Rusia.
Desde que fue nombrado, Bestujev afirmó su voluntad de proseguir la obra de Pedro el Grande y de inscribirse en su continuidad. Y enseguida esta ambición chocó con los intereses franceses.
El primer problema al que Bestujev tuvo que hacer frente fue la guerra con Suecia que Versalles había alentado. El mismo día en que Isabel subía al trono, La Chétardie, quizá a petición de ella, había obtenido de los suecos una tregua provisional en los combates. Su ministro desaprobó su gestión, pues, aunque se alegraban en Versalles del cambio de soberano en Rusia, no se podía olvidar al aliado sueco, y se esperaba que el golpe de Estado traería consigo una cierta desorganización que favoreciera su situación militar. No hubo nada de eso. Los combates recomenzaron después de la tregua negociada por La Chétardie, los suecos se encontraron en dificultad, y Francia propuso su mediación. Las conversaciones se iniciaron en Petersburgo en marzo de 1742. A pesar de los reveses sufridos, los suecos exigían, apoyados por Francia, recibir en compensación Vyborg y su región. Bestujev, furioso, esgrimió el Tratado de Nystad, afirmando que Rusia no prescindirá de él nunca. Desde el comienzo del reinado se produjo una doble desilusión, para Versalles y Petersburgo. Francia había deseado desde tiempo atrás un golpe de Estado, pero no por eso la visión del rey y de Fleury había cambiado. Rusia era un país bárbaro y debía seguir siéndolo. Cualquiera fuese el soberano, Rusia no sería nunca un aliado. Mientras que Suecia era y seguía siendo un pilar de un sistema de alianzas. Como Rusia dominaba a Suecia, había que recurrir a los medios tradicionales de aliviar al aliado. Es decir, suscitar otros adversarios a Rusia. Dinamarca y la Puerta fueron elegidos por la diplomacia francesa para interpretar este papel. Y en Constantinopla, el marqués de Castellane se activó para convencer a la Puerta de intervenir militarmente contra Rusia. Aunque no lo consiguió, obtuvo al menos del poder otomano una ayuda financiera para Suecia.
A pesar de los esfuerzos franceses, Suecia se hundía. Las tropas rusas habían ocupado toda Finlandia y tuvo que capitular. El congreso de la paz reunido en Abo preparó el tratado que se firmaría en 1743. Suecia
abandonó todas sus pretensiones. Rusia obtuvo una parte de Finlandia. Francia, apartada de la negociación, no había podido defender a su aliada. Las relaciones entre Versalles y Petersburgo no mejoraron. La Chétardie, que había terminado por exasperar a Isabel, aunque Versalles le consideraba demasiado atento a los intereses rusos, será llamado y reemplazado por Luis d’Alion. Aunque la partida de La Chétardie alegró a Bestujev, este ignoraba que era en realidad una falsa salida y que, ese que él tenía por un enemigo declarado, iba a reaparecer algunos meses más tarde con la intención de vengarse de él.
Conseguida la paz, Bestujev tenía por fin las manos libres para hacer prevalecer sus planes. En primer lugar, le preocupaba el aumento de poder de Prusia que pretendía frenar. Por el contrario, Inglaterra era a sus ojos un socio con el que Rusia podría entenderse para mantener un equilibrio en Europa e impedir las ambiciones excesivas de cualquier otra potencia. Al final, sus simpatías iban para Austria. Tal era la visión que propondría a la emperatriz e importaba hacerlo rápidamente, pues la guerra de sucesión de Austria imponía que Rusia tomase postura.
Las concepciones de Bestujev iban en contra de las de Francia. ¿Cómo capear esta dificultad? se preguntaba Versalles. Surgió la idea de intervenir una vez más en la política rusa eliminando a Bestujev. Él tenía la confianza de la emperatriz, será por ella por donde pasará esta operación. En 1743, el representante francés Luis d’Alion acusó a su colega austriaco Botta de conspirar con los grandes nombres de la aristocracia rusa cercanos a Bestujev para derrocar a la emperatriz y sustituirla por Iván VI. Los conjurados fueron detenidos, exiliados a Siberia, Iván VI sometido a un régimen de encierro más riguroso que antes, pero Bestujev escapó a la venganza imperial. La reina de Hungría juró que ella ignoraba todo lo de este complot y entregó a Botta a Isabel. Un misterio subsistía, ¿qué papel había jugado Prusia? En efecto, a la hora en que se descubría el complot, el ministro austriaco que se consideraba su alma se encontraba en Berlín. ¿Para concertarse con los prusianos? ¿Para quitar sospechas?
Francia rencontró entonces su sitio en las simpatías de Isabel. ¿Acaso no era gracias a su intervención, a la de d’Alion, como se había descubierto el complot? Una única sombra en el tablero, Bestujev conservaba su puesto. Y sobre todo el escándalo La Chétardie, algunos meses más tarde, arruinará esta visión de los hechos. Volvió triunfante a Rusia, pero en la primavera de 1744, gracias a Bestujev que le había sometido a una vigilancia particularmente estrecha, la policía consiguió un golpe notable. Se hizo con el cifrado de la correspondencia de La Chétardie con Versalles, y Bestujev pudo entregar a la emperatriz los despachos descodificados que trataban de la vida del Imperio, su política, y «la emperatriz descubierta». Estos despachos trazaban un retrato poco favorable de la emperatriz a la que describían frívola, perezosa, más ocupada de su persona que de los asuntos del Estado; abundaban en detalles sobre su vida íntima y ponían al desnudo la venalidad de la Corte, su corrupción e incluso el montante de los sobornos, no faltaba nada. ¡Isabel nunca hubiese imaginado tal hostilidad a su persona! La Chétardie fue interpelado en su domicilio, informado de que disponía de veinticuatro horas para dejar Rusia para siempre. Le pidieron que devolviese a la emperatriz la placa de diamantes de la orden de San Andrés y el retrato que ella le había regalado en un pasado ya olvidado. La investigación ordenada por Isabel reveló que la princesa d’Anhalt-Zerbst, madre de Catalina, la joven esposa del heredero, habría estado en el origen de muchas de las indiscreciones sobre la vida privada de la emperatriz. También le pidieron que abandonase Rusia y eso contribuyó a envenenar las relaciones entre Isabel y la joven Corte.
Francia se guardó mucho de pedir explicaciones por la expulsión de La Chétardie. ¿Pero cómo restablecer, después de este escándalo, relaciones pacíficas con Rusia? El asunto llegaba en un mal momento. El ministro de Asuntos Exteriores, Amelot, se acababa de retirar, y el rey dirigía solo por un tiempo los asuntos de Francia. Luego, en el invierno de 1744, nombró al marqués d’Argenson a la cabeza de Asuntos Exteriores. Próximo a Voltaire, al menos eso decía él, d’Argenson no era a priori favorable a la alianza rusa, pero era consciente de la potencia de este país y decidió restablecer con él relaciones diplomáticas normales. ¿Qué sucesor tendría La Chétardie? En la urgencia, optó por una solución sencilla, d’Alion volvería a Petersburgo como ministro plenipotenciario, encargándose de ver si y cómo se podrían reanudar unas relaciones tan alteradas. Al constatar d’Alion en Petersburgo que el humor de sus interlocutores era muy antifrancés, el rey decidió para reconciliarse con Isabel hacer un gesto protocolario, reconocerle al fin el título imperial. Francia se había mostrado siempre reticente a hacerlo, lo que expresaba el estatuto inferior que atribuía a Rusia. Este título fue acompañado de un regalo real, un buró de maderas preciosas. La emperatriz no le manifestó un gran agradecimiento.
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