Vuelto ya de mi recuerdo de aquel caso, balbucí:
–Creo recordar que esos son los apellidos de la víctima de un asesinato que se despachó aquí hace unos años, señor.
–Tres años –respondió el presidente, casi sin dejarme acabar–. Para ser exactos, tres años, Pedro. Los hechos tuvieron lugar semanas después de la subida de Espartero al poder.
Era evidente por la expresión de su rostro que quería decir más, pero necesitaba un tiempo para pensar:
–Licenciado, ¿recuerda el fallo de aquella causa?
–Claro, señor: homicidio en primer grado. Asistí a algunas sesiones del juicio.
Otro silencio eterno...
–¿Y el nombre del imputado?
Había dado en el punto débil. En realidad, en su momento solo me había informado del proceso y había asistido al juicio para contemplar a la hermana del difunto, Teresa Robledo, una belleza de apenas veinte años, desposada con un nuevo rico, un tal Matías Romero, conocido de nadie y envidiado por todos.
–He de reconocer que no lo recuerdo, señor.
Aquí vino su sonrisa felina, que parecía decir “te pillé”, además de algún que otro mensaje que se me escapaba.
–Ni usted ni nadie, licenciado –dijo, con toda la parsimonia de que fue capaz para dotar de solemnidad al momento. Entonces, inició la perorata más seguida que yo jamás le oiría–. No existe imputado. El asesino huyó en un coche de caballos, y los compañeros del difunto, borrachos como una cuba, fueron incapaces hasta de aportar un testimonio válido de la tragedia. Nadie en el barrio oyó nada, y si lo oyó, todos lo niegan, porque no quieren inmiscuirse en los problemas de los señoritos. El sable desapareció, junto con su dueño, y ahí acabó la historia.
No estaba dispuesto a seguir aguardando a que la soga apretase mi cuello sin reclamar, por lo menos, la rápida resolución de aquel problema que el presidente intentaba plantearme desde hacía una hora, sin ser capaz aparentemente de ser directo conmigo.
–Con el debido respeto, señor presidente –se irguió en su asiento, ya que por primera vez yo tomaba la iniciativa en la conversación–. Usted no me ha llamado aquí para contarme todo esto, ¿me equivoco?
En el minuto que transcurrió entre mi pregunta y su respuesta, juraría que se debatió seriamente entre arrearme un sonoro guantazo, o firmar mi destitución por desacato a su autoridad. Se incorporó en su asiento, hasta que su nariz y la mía casi se tocaron. Su cara enrojeció y sus orejas parecían a punto de estallar. Una gota de sudor frío recorrió su mejilla, se balanceó en su papada y calló sobre mi fecha de nacimiento, en el primer documento de mi expediente. ¿Una señal, quizá? Tras recapacitar un momento, recobró la serenidad, sonrió forzosamente y me respondió:
–No, licenciado, claro que no.
Se levantó, se encaminó a la puerta, asomó su cabezota calva al pasillo, miró a ambos lados y cerró, echando el pestillo. Entonces, se apoyó en el borde de la mesa, miró su caja de puros con indiferencia, me la acercó, cogió uno él mismo, me dio fuego y regresó a su sillón, recostándose y adoptando un rictus serio.
–Mire, licenciado, usted ha permanecido en su puesto contra viento y marea. Eso dice mucho a su favor, habla de su habilidad camaleónica, pero a mí no me gusta ni un pelo. Prefiero a quien se decanta por un partido o por otro, no a quien se parapeta tras su escritorio y reverencia a unos y otros, vengan de donde vengan. Pero da la maldita casualidad de que es usted nuestro mejor funcionario, y de que en esta empresa también yo me la juego, y mucho.
Le sostuve la mirada, desafiante.
–Usted dirá.
Y dijo, vaya si dijo. Si hubiese sabido lo que venía detrás, jamás habría pronunciado esas dos palabras que cambiaron mi vida para siempre.
–Como usted mismo ha señalado, el fallo fue homicidio en primer grado, aunque nunca se identificó al autor del crimen. El padre del difunto, Vicente Robledo Castilla, había hecho testamento hacía poco y había dividido sus propiedades entre sus dos hijos varones: sus tierras fueron a parar a Antonio y su fábrica de paños, a Vicente, que es escribano del Ayuntamiento de aquella ciudad. Como el señorito Antonio era bastante abusivo con sus jornaleros, todos en la época creyeron que el asesino habría sido alguno de ellos. Para redondear la coartada del verdadero asesino, días después un trabajador de una de sus fincas, conocido como Pepín el de Dolores, desapareció sin dejar rastro, y en Nochevieja lo encontraron muerto en una loma cercana: con un tiro en la sien, que él mismo se habría propinado con la pistola que tenía en la mano. Los lugareños asumieron que el suicida había sido el asesino, que asediado por la Policía, se había quitado la vida. ¿Qué le parece?
Todo parecía encajar a la perfección.
–Más que plausible, señor –respondí.
–Por desgracia, en Madrid son bastante más “quisquillosos” que nosotros –me respondió él, con un tono fatídico que me descompuso el cuerpo–. Alguien en Gobernación está empeñado en que el asesinato obedeció a un móvil político, licenciado. Al parecer, los Robledo siempre han sido conservadores. De hecho, el patriarca de la saga perteneció al Ayuntamiento del gabinete de Martínez de la Rosa. ****5Después, cuando salió del cabildo, siguió operando desde la sombra: atacó a liberales inocentes, los denunció sin pruebas, los intimidó y los extorsionó. Por eso, muchos progresistas ansiaban alzarse con el poder en la ciudad: para vengarse de ellos. Y la muerte de Antonio, mano derecha de su padre, podría haber respondido a ese deseo.
Mal estábamos si la reapertura del caso, cristalino tal y como estaba, obedecía al capricho de Madrid. Y si encima andaba detrás el general Narváez ****6, como todo parecía indicar, solo restaba resignarse. Intenté ganar tiempo:
–¿A usted qué le parece, señor presidente?
Segunda osadía por mi parte. Si la primera fue bien, ¿por qué no iba a funcionar esta? Mi interlocutor se relajó, porque intuía que podía franquearse conmigo:
–Me parece, como a usted, que los muertos no dan votos. Pero ahora el general Narváez, el Espadón de Loja, quiere vengarse de los tres años de gobierno progresista, y necesita excusas para cortar cabezas. El caso del señorito putero es una de sus principales bazas, así que hay que obedecer...
Dejó la última palabra colgada en el aire, hasta que llegó su sentencia para mí:
–Licenciado, usted irá a Antequera. Le comisiono como nuevo abogado defensor de la familia Robledo, aunque le advierto de que jamás debe molestarlos en exceso; bastante han sufrido ya. Su cometido es desenmarañar el asunto para callar bocas en Madrid, y la ocasión es propicia: en unos días se inaugura el monumento funerario a Antonio Robledo, en el atrio de la misma iglesia donde le asesinaron. Espartero en persona vetó la colocación del monolito durante su gobierno... otro motivo para sospechar de los progresistas.
Adiós a Granada, pensé, y por una temporada larga.
–Hablará con los padres del difunto, con los amigos, con los conocidos y los desconocidos, y trabajará con la Policía. Revisará todos los papeles, los interrogatorios, espiará a los progresistas, acudirá a las reuniones del cabildo... y, sobre todo, se mezclará con la población. Conviértase en uno más, gánese su confianza y descubra al culpable. Mientras Narváez siga en Madrid, no hay prisa. Tómese su tiempo, pero tráigame un resultado satisfactorio. Si yo asciendo, usted cruzará Despeñaperros conmigo, con dirección a las Cortes Generales. E incluso le daré la satisfacción de decidir el destino de quien le ha “recomendado” ante mí. Si fracasa y yo me quedo en Granada... envejecerá en el registro del archivo, cosiendo legajos, también conmigo. A partir de ahora, nuestros destinos están ligados, y la duración de la alianza depende de su habilidad para independizarse y romperla, no lo olvide.
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