La perfidia consumó la horrible trama que había principiado la seducción; y en aquel día se extendieron certificaciones de lo actuado, con inserción del decreto, quebrantando alevosamente el sigilo que en él mismo, y de palabra, mandé que se guardase sobre el asunto hasta después de mi fallecimiento.
Instruido ahora de la falsedad con que se calumnió la lealtad de mis amados españoles, fieles siempre a la descendencia de sus REYES: bien persuadido de que no está en mi poder, ni en mis deseos, derogar la inmemorial costumbre de la sucesión, establecida por los siglos, sancionada por la ley, afianzada por las ilustres Heroínas que me precedieron en el trono, y solicitada por el voto unánime de los reinos; y libre en este día de la influencia y coacción de aquellas funestas circunstancias: DECLARO solemnemente de plena voluntad, y propio movimiento, que el decreto firmado en las angustias de mi enfermedad fue arrancado de Mí por sorpresa: que fue un efecto de los falsos terrores con que sobrecogieron mi ánimo; y que es nulo y de ningún valor, siendo opuesto a las leyes fundamentales de la Monarquía, y a las obligaciones que, como REY y como Padre, debo a mi augusta descendencia. En mi Palacio de Madrid a 31 días de Diciembre de 1832.
****3Javier de Burgos, político destacado de la etapa final del reinado de Fernando VII y comienzos del reinado isabelino, durante la regencia de María Cristina. Creador del ministerio de Fomento. Por su parte, de los hermanos Cea Bermúdez, Francisco fue presidente del primer Consejo de Ministros de la regencia de María Cristina.
****4El 19 de marzo de 1808, el príncipe de Asturias, don Fernando, había encabezado una conspiración palaciega para arrebatar el trono a su padre, Carlos IV, acusado de estar bajo la excesiva influencia del primer ministro Manuel de Godoy. El pueblo de Aranjuez, donde se encontraba la familia Real, se sublevó a favor de don Fernando, que quedó coronado como Fernando VII. Dos meses más tarde, tras la invasión de las tropas napoleónicas en España, Napoleón reunió a padre e hijo en Bayona, donde obligó a Fernando VII a devolver el trono a Carlos IV. Este lo cedió a Napoleón, quien, a su vez, lo dejó en manos de su hermano, José de Bonaparte.
Confesión
No escribo estas páginas esperanzado en que alguien las lea. Simplemente lo hago porque estoy mayor, solo y enfermo. Tras una vida dedicada a mi profesión, apasionado por mi trabajo y rodeado de amigos, mi único bagaje es un triste jergón en una sucia fonda, perdida en algún rincón de la ciudad de Cádiz. La Reina huyó ayer hacia Francia desde San Sebastián, donde estaba tomando los baños con su nuevo amante, Marfori. No bien supo del levantamiento armado de las tropas del general Topete, decidió poner pies en polvorosa y salvar el pellejo, conocedora del desafecto de los españoles, al que se ha hecho acreedora con méritos en los últimos años. Se dice que los rebeldes llegarán pronto a Madrid, y yo no he podido seguirlos todo el camino porque una vieja dolencia me lo ha impedido. Por eso, y porque he dado demasiados bandazos ideológicos en mi vida como para que la conciencia me permita izar ahora también la bandera de la revolución. Pese a todo, soy consciente de que quizá jamás vea su triunfo, no porque crea poco en ellos, sino porque, como he dicho, pronto me despediré de este mundo. Ahora me resulta paradójico prever mi final inminente: nací bajo el reinado de “el Deseado”, viví sometido a los caprichos de su hija despreciable, aguardando siempre la regeneración del país, y ahora, cuando todo está a punto de ocurrir, mi cuerpo parece abandonarme.
He vivido lo suficiente para saber que las promesas son efímeras, y las personas, voraces. Amé y me amaron, odié y me aborrecieron. Gocé de poder y hasta de cierta fama, por qué no decirlo, aunque me engañé prometiéndome una y otra vez que jamás renunciaría a mis principios; ¿no he dicho ya que las promesas gozan de mala salud? Ahora bien, la vida se ha encargado de reprocharme y hacerme pagar mi falsa ilusión: tuve un matrimonio fracasado y tengo un hijo que apenas me recuerda, porque jamás les presté atención, y los amigos, que los hubo, huyeron de mi lado cuando antepuse el sable de la justicia a su afecto y su devoción. Una vez más, me resulta hasta gracioso darme cuenta de todo justo ahora, cuando invierto mis últimas fuerzas en redactar este humilde testamento existencial. Mi principal error consistió en prestar demasiada atención a asuntos banales y en descuidar el afecto humano, que es el único y el verdadero motor de nuestra existencia. Antes que en mi gente, creí en ideales y creí en una responsabilidad de la que solo yo era víctima, porque solo yo era su creador.
Y lo más curioso es que la suerte, que yo no supe apreciar, me puso ante mis narices la clara evidencia del error en el que estaba incurriendo, del giro inadecuado que estaba imprimiendo a mi vida, cuando aún era joven y tenía tiempo para rectificar. Con apenas veinticinco años, debí ocuparme de mi primer gran caso, que me mostró la crudeza de la miseria humana y la crueldad de las pasiones. Sin embargo, decidí prescindir de cualquier enseñanza moral en aquella ocasión y solo me centré en resolver una causa que podía catapultar mi carrera de forma decisiva, acelerando un ascenso que, de otra forma, me habría costado años de trabajo oscuro en despachos aún más tenebrosos.
Así pues, cuando apenas puedo asegurar si veré el próximo amanecer, siento la necesidad de consignar este testimonio por escrito. Si no lo hago, si no me uso a mí mismo como ejemplo para advertir a quienes tengan la paciencia necesaria para leerme y para sacar conclusiones, España y sus desgraciados hijos seguirán padeciendo los mismos males que nos aquejan desde que Viriato murió traicionado por uno de sus amigos.
Dejad al menos que os avise y evitad repetir mis errores. Permitid que mi voz resuene en vuestra conciencia. Dejad que descanse en paz.
* * *
–Regresa pronto.
Estas fueron las últimas palabras que mi padre me dirigió antes de abandonar Granada. Mi padre, que había sido siempre un hombre enérgico, presto a defender a su hijo con toda su fuerza, se había convertido en un anciano débil e indefenso, de pelo cano y profundos surcos alrededor de los ojos, abatido por los golpes sucesivos con que la vida se había prestado en obsequiarle. Hice memoria y pude verlo quince años atrás, erguido e impecable, asiendo del brazo a un chico de mi calle que había adoptado el pasatiempo de hacerme la vida imposible, para reconvenirle severamente y advertirle de las graves consecuencias que debería padecer si seguía increpándome en el futuro. De modo que ahora me costaba reconocerlo en aquel hombre que ni siquiera había tenido el valor de venir a despedirme al pie de la diligencia, y que desde el zaguán de nuestra casa, envuelto en su elegante batín, me había expresado su deseo de volver a verme en breve, aunque ambos intuíamos que tardaríamos en volver a compartir tiempo juntos. Como suele pasar siempre, las circunstancias se encargan de complicar hasta el trámite más simple, y acaban apartándote de la senda que creías segura e invariable en tu vida.
Por aquel entonces, en el otoño de 1843, yo era un funcionario de segundo rango en la Real Audiencia de Granada que aspiraba a convertirse en juez con paciencia, haciendo gala de buen trabajo y abnegación. Mi situación laboral tenía muchas ventajas, pero también un gran inconveniente: mis superiores me tenían permanentemente ocupado en pleitos locales aburridos para ganar experiencia y méritos. Por tanto, para conservar mi salud mental intacta, me imponía la obligación de ocupar mis pocas horas libres en varias actividades lúdicas: cenas románticas, debates de café con los amigos, y demás distracciones cuyo fin era evitar que me devorase la maquinaria anquilosada de la burocracia española. Ni progresista, ni moderado, era amigo de unos y otros, y apreciado por todos. Gracias a ello, pese a mi juventud (por entonces apenas contaba veinticinco años) había conseguido permanecer en mi puesto por encima de las convulsiones políticas, que en los últimos años no habían sido pocas.
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