–¿De don Álvaro?
Asentí.
–Don Álvaro era un alma noble, señor Carmona. Siempre leal a Robledo el Viejo, siempre protector de don Antonio y doña Teresa... ¡Pero si hasta se fue del cortijo para no presenciar las barbaridades de Antoñito!
–¿Cómo sabe usted que no era él quien mandaba reducir los jornales, aumentar los destajos, o maltratar a los jornaleros?
Había aspirado a cogerla desprevenida con la pregunta, pero mi plan se frustró con la respuesta que me brindó Dolores, más que satisfactoria:
–¡Qué va, qué va! Mire, en el treinta y nueve entró una partida nueva de jornaleros en el cortijo. Ellos no conocían la vida allí y empezaron a hablar, a decir que Pedraza era un abusador, que si tal, que si cual... A la gente le encanta hablar sin saber, se lo digo yo. Pero yo misma había vivido en aquel cortijo desde el treinta y cuatro, ¿sabe? Don Álvaro era la voz del viejo, que siempre se portó bien con nosotros. Solo cuando el señorito Antonio heredó la finca empezó a haber abusos. Una tiene que ser muy tonta para no darse cuenta de quién era el culpable verdadero... Más tarde el propio don Álvaro habló con el señorito y se fue.
–¿Cómo sabe usted que se marchó para no cometer más abusos? –contraataqué, para ver si incurría en alguna contradicción.
–¡Anda! Pues porque en aquellos días una criada de la casa se había indispuesto y me llamaron a mí para sustituirla, por veteranía en la finca. Pude oír la conversación entre los dos, e incluso los vi despedirse afectuosamente. ¿Qué fue lo que le dijo el señorito a Pedraza, ya en la puerta del despacho?... ¡Ah, sí! “Sin rencores, Álvaro, ¿eh?”. Y ya está.
Castillo respiraba aliviado. De hecho, había relajado tanto sus músculos que Laurita había aprovechado para huir de sus brazos y arrojarse sobre el regazo de su madre, que comenzó a acariciar los bucles de su cabecita.
–Muchas gracias, Dolores. No queremos robarle más tiempo. Ha sido usted muy amable.
La mujer se levantó con la niña en brazos, para acompañarnos hasta la puerta, pero con un gesto la dispensé de aquella cortesía y la invité a que permaneciese en su silla; bastante esfuerzo había hecho ya, rememorando aquellos días trágicos. Entonces, cuando nos disponíamos a salir, pasadas ya las siete de la tarde, entró el chatarrero en casa.
Cristóbal era un hombre musculoso, de expresión alegre, mirada limpia y barba cerrada. Arrastraba su carretilla, que había amarrado a la reja de la ventana antes de hacer entrada en el hogar. Cuando nos vio, sobre todo cuando vio a Castillo, la sangre abandonó su cara, que quedó pálida como la cera. Miró a su mujer, con preocupación, pero ella le regaló una sonrisa tranquilizadora y él volvió su mirada a Castillo, desconcertado. El jefe de Policía alzó las manos, pidiendo indulgencia:
–Tranquilo, Cristóbal: no venimos contra vosotros. Solo quisimos hacer unas preguntas a tu mujer sobre lo del señorito Antonio, de parte de este hombre, que viene de Granada.
–Q... qu... qué ocurre –acertó a decir, totalmente desubicado.
–Nada, Cristóbal, créeme.
Castillo me guió hacia la puerta, pero antes de salir se paró en seco, pareció pensar un momento, giró sobre sus talones y puso la mano sobre el hombro del chatarrero, que acababa de coger a Laurita en sus brazos para besarla en la mejilla.
–Bueno, sí que pasa... Pasa que vives con una mujer que te quiere mucho, Cristóbal. Tenlo siempre presente, haz el favor.
El interpelado le miró y, por primera vez, pareció situarse bien en la escena que le rodeaba. Entonces, agarrando a Laurita con fuerza, atrajo con su brazo libre a Lola, a quien besó fuerte en la frente para añadir después, emocionado:
–Lo sé. Gracias, inspector.
Salimos de aquel lugar, y yo pensaba en lo poco que se necesita para ser feliz, y en cuánta gente es rica sin saberlo.
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