Me atreví a decir:
–Pues que las busque Narváez, ¿no?
Su sonrisa me conmovió, porque era la sonrisa de un perro apaleado por años de batalla y sinsabores. Hasta juraría que el lustre de su cicatriz aparecía más apagado.
–No, eso no puede ser. Si el Espadón asume mi jurisdicción, entrará en la ciudad como un elefante en una cacharrería, extorsionando, viendo sospechosos tras cada portal... en una palabra, purgando, para quitarse de la vista a enemigos políticos. Y créeme, los hombres de Narváez son mucho menos sutiles que yo, por muy expeditivo que uno pueda llegar a parecer. Esas costumbres que se las deje en su Loja natal, pero que no las traiga aquí, ni mucho menos.
Aún no había acabado:
–Además, prefiero ser yo el que lave los trapos sucios del progresismo en casa.
Las últimas palabras me las había susurrado mientras nos sumamos a la multitud de la plaza. Ya habían hablado las autoridades, ya se había descubierto en obelisco, y se recitaba en voz alta la elegía que Juan María Capitán había compuesto para la ocasión, y que el autor no podía pronunciar porque le había sido imposible acudir al evento:
Joven discreto, laborioso, humano,
apoyo firme de paternos lares,
huérfano los dejó, y entre pesares
a sus deudos, y suelo antequerano.
Cuando entre luz, y sombras aguardaba
a los umbrales del cercano templo
el sacrificio augusto, triste ejemplo
aún sin ver los aceros ya expiraba.
Víctima horrenda del puñal aleve,
crudo fin le guardó fortuna impía,
lozana era su edad, y a sangre fría
matole inerme despiadada plebe.
Eleva ¡oh pueblo! tu oración ferviente
al gran Jehová, que las alturas dora,
y su piedad sin límites implora,
en favor de esta víctima inocente.
Pero aún quedaba el colofón: la voz desgarrada de un pobre anciano, indefenso ahora, pero terrible unos años atrás. El lamento de don Vicente, Robledo el Viejo, traumatizado por la muerte de su ojito derecho, rompió el silencio, señalando a los miembros del Ayuntamiento que habían acudido al lugar:
–Hace tres años que la memoria de mi Antonio aguarda venganza. Por eso este acto es insuficiente, y además... además... –se tambaleaba, emocionado– ¡¡¡llega tarde!!!
****7En agosto de 1836, los sargentos que comandaban la guarnición que había acompañado a la regente María Cristina y a las infantas a su retiro estival en la Granja de San Ildefonso, se sublevaron para protestar por la marcha atrás del régimen de manos de Javier Istúriz, tras las reformas progresistas de Mendizábal, que tan buena acogida habían tenido. Estos sargentos irrumpieron en los aposentos reales de madrugada, y obligaron a la regente a jurar lealtad a la Constitución de 1812. Según los estudiosos de la materia, esta revolución, que tuvo su eco en las principales ciudades del país, marcó un punto de inflexión en la monarquía de Isabel II: desde entonces era indispensable abrir el régimen, siempre dentro de unos límites, pero no se podía restaurar ya la monarquía absoluta. Juan Álvarez de Mendizábal, Salustiano Olózaga y José María Calatrava fueron cabezas del partido progresista.
****8Breve resumen de la última década de historia antequerana: tras la caída del gabinete de Martínez de la Rosa, su sucesor, el conde de Toreno, mantuvo un régimen conservador hasta que, en el verano y el otoño de 1835, una sublevación popular le obligó a dejar el poder. Le sucedió Mendizábal, de la mano del cual se restauraron los Ayuntamientos del Trienio Constitucional (1820-1823), adeptos al liberalismo y a la Pepa (Constitución 1812).
****9Archivo Histórico Municipal de Antequera (AHMA), Actas Capitulares (AA.CC.), legajo (l.) 1828, 285 recto (r.). 27 de septiembre de 1836.
****10Baldomero Espartero, gracias a sus méritos de guerra contra las tropas carlistas, era conde de Luchana, príncipe de Vergara y duque de la Victoria.
****11Fuente monumental en la calle del Rastro, con una cabeza de toro esculpida en la piedra, por cuyas narices mana agua. Hoy día, sobre ella, hay un panel de piedra con un sol tallado y la leyenda “Que nos salga el sol por Antequera”.
****12El comandante Rafael del Riego, protagonista del pronunciamiento armado de 1820 que obligó a Fernando VII a acatar la Constitución de 1812, fue condenado a muerte en 1823 y obligado a ir al cadalso montado en burro, vistiendo el sambenito.
El balbuceo de aquel pobre viejo, emocionado por el póstumo homenaje a su hijo, había puesto fin a una ceremonia bastante concurrida. Los miembros del Ayuntamiento separaron sus caminos, contritos, recapacitando quizá sobre la imprecación que acababa de dirigirles Robledo el Viejo, con el fin de que vengasen de una vez por todas la memoria de su hijo Antonio. Los curiosos se dispersaban, agarrados del brazo la mayoría, cuchicheando sobre el desarrollo de los acontecimientos, mientras muchos de ellos se adentraban en la iglesia para asistir a misa. Y entonces, cuando la plaza comenzaba a despejarse de gente y solo quedaban los familiares y los allegados del difunto, pude verla. Es curioso: ella no se había movido de su puesto, siempre había ocupado el mismo lugar, a la siniestra de su madre, enlutada de pies a cabeza, enjugando el atisbo de una lágrima con la esquina de su pañuelo, de un blanco inmaculado.
Aquella mujer era Teresa Robledo, la dueña de los ojos felinos por los que media Audiencia de Granada había suspirado, tres años atrás, cuando toda la familia Robledo se había desplazado en masa a la capital para testificar en el juicio por el asesinato de Antonio. Más de una vez desatendí los papeles que se amontonaban sobre mi mesa en la oficina para colarme en la sala donde se celebraba la vista, y colocarme lo más cerca posible de ella. No siempre tenía la dicha de encontrar una asiento frente a Teresa, con un campo visual amplio para recrearme en la belleza de su rostro. De hecho, fueron pocas las veces en que disfruté de esa suerte, pero grabé al rojo vivo cada facción suya en mi memoria, trayéndola de nuevo a mi imaginación en cada momento en que la soledad me abrumaba, preguntándome entonces por qué Dios era tan injusto y no me permitía acariciar la mano de aquel ser celestial.
En aquella época, Teresa Robledo debía rondar los veintitrés años, aunque apenas aparentaba dieciséis. En su cara existía permanentemente una mueca semejante a una sonrisa, que irradiaba serenidad y parecía tranquilizar al observador, diciéndole “no pasa nada, todo está bien”. Era ella la que sufría por la muerte de su hermano, que había sido su compañero de juegos y su cómplice de fechorías durante una adolescencia que yo me imaginaba alegre y desenfadada. Pero aún ahora, cuando Antonio ya no estaba más con ellos, ella simulaba disfrutar de su compañía espiritual.
Nunca la vi dirigir una mirada fría a nadie: ni al juez, ni a la defensa, ni a los fisgones que se agolpaban en la sala para disfrutar morbosamente con el sufrimiento de los demás, y con los detalles de los devaneos de Antoñito Robledo. Su faz describía un óvalo perfecto, ligeramente achatado en las mejillas, sonrosadas por cierto rubor pueril, que ponían la guinda al más tierno de los dulces. Sus labios, de sangre esponjosa, brillaban como si ella misma, coqueta hasta la saciedad, los humedeciese cada tanto con la puntita de su lengua, para mantenerlos frescos al natural, sin necesidad de afeites. El mentón, más redondo que afilado, quedaba rematado por un hoyuelo donde el mejor jardinero habría ansiado plantar una rosa blanca para entregarla a la misma dueña de que aquella sonrisa, como muestra del amor puro que cualquier mortal debía profesarle. Su nariz era pequeñita, de punta algo roma, y le daba un aire de curiosidad que incitaba a ser saciada a la luz de una chimenea, acariciando suavemente la palma de sus manos, mientras se susurraba una historia de princesas y héroes junto a sus orejillas de duende. Su pelo, castaño claro, era fuerte, frondoso como la Selva Negra, y caía en tirabuzones a ambos lados de su cara, componiendo el marco perfecto para la más hermosa obra de arte. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: dos piedras preciosas de suave miel, capaces de mirar a la vez con la astucia de un gato que ha descubierto una sardina, y con la ternura febril del enamorado.
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