Antonio Jesús Pinto Tortosa - Un trienio en la sombra

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No escribo estas páginas esperanzado en que alguien las lea… Así comienza el relato del protagonista de esta historia, que al final de su vida decide rendir cuentas consigo mismo y hacer examen de conciencia, examinando un acontecimiento que marcó su vida. Transcurría la primera década del reinado de Isabel II; días después de la Navidad de 1840, tras el ascenso del general Espartero a la presidencia del Gobierno, Antonio Robledo, perteneciente a una importante familia de Antequera, fue asesinado a las puertas de la Iglesia de San Pedro. Todos hablaron entonces de un crimen con móviles políticos, pero nadie se animó a iniciar la investigación por miedo a las represalias de los políticos de Madrid, a quienes se consideraban implicados en el homicidio.Tres años más tarde el narrador, entonces un joven funcionario de la Audiencia de Granada, recibió el encargo de investigar el crimen y acudió a Antequera, donde colaboraría estrechamente con el inspector de Policía para desentrañar el juego de intereses de aquella ciudad. Aparentemente la hipótesis del crimen estaba clara y solo restaba contrastarla, pero hubo algo que todos pasaron por alto: en el teatro de la Humanidad nunca hay que descartar el papel que juegan las pasiones, verdadero y único motor de la Historia.

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Pedraza calló durante un largo minuto, sobrecogido aún por aquel recuerdo:

–¿Se da cuenta, licenciado? ¡Creía que le iba a pegar, o mucho peor, que lo iba a matar allí mismo! Carmen, la mujer que me acompañaba, se quedó petrificada, sin decir nada, pero en los días siguientes, cada vez que iba a visitarla a su casa, me recibía un sirviente diciéndome que se encontraba ausente. En una ocasión, al salir de su portal, miré hacia su balcón, distraído, y divisé fugazmente su cara, aterrada, que se retiró bruscamente del cristal cuando mis ojos se encontraron con los suyos.

La expresión divertida había abandonado su rostro, y ahora Álvaro Pedraza era la imagen de la amargura, la viva representación del eterno desclasado que paga los platos que otros han roto.

–Dos o tres días antes de su sonado incidente con el conde de la Camorra, la famosa pelea del Casino, fui a verlo al Romeral. “Antonio”, le dije, “tienes que parar. Si no lo haces por ti, hazlo por tu hermana y por quienes te rodeamos... Estás destrozando nuestra imagen”. Él sabía que nuestros caracteres siempre habían discurrido por senderos distintos, de modo que no manifestó intención alguna de entenderme. Además, en aquel momento estaba mucho menos dispuesto a entrar en razón, puesto que estaba tramando su venganza contra los progresistas.

Por un momento pareció divertido por la osadía desmesurada de su medio hermano.

–El muy insensato pretendía desbancar a Espartero desde aquí, desde Antequera, aprovechando sus conexiones, decía, en Málaga, Granada y Sevilla, pero eso era de todo punto inviable. Una mosca no es un rival para un león, al que basta agitar el rabo para espantarla... eso si no le suelta un zarpazo y la destroza en pleno vuelo. Pero Antonio no se daba cuenta de nada: vivía alejado de la realidad. Al final nos despedimos, y yo abandoné la finca sin deseo alguno de retornar en el futuro inmediato.

–¿Pudo verle antes del asesinato? –inquirí.

–Me invitó a comer en dos ocasiones –asintió–. Y la misma mañana del 27 de diciembre, horas antes de su asesinato, me hizo llegar una nota –se frenó en seco y me miró de hito en hito–. Espero que se dé cuenta de que confío en usted.

Volví a asentir.

–“Álvaro, necesito hablar contigo urgentemente”, decía. “¿Puedo verte dentro de dos días, en tu casa?”. En aquel momento no pude responderle, porque debía ir a recibir un cargamento de grano. El inspector me avisó la noche del asesinato, y acudí en cuanto pude. Cuando todo quedó resuelto con el cadáver, partí a casa de sus padres y pasé con ellos Nochevieja y Reyes: en parte para que no se sintiesen solos, sin su pequeño, y en parte para resolver las cuestiones formales y ocuparme momentáneamente de la administración de la finca. El propio Viejo me lo pidió... De lo contrario, no lo habría hecho.

–¿Puede sospechar el motivo de la nota de don Antonio, señor Pedraza?

Mi pregunta le sacó del trance del recuerdo.

–No, Pedro, lo siento. En las dos o tres veces que comimos juntos, siempre me hablaba de sus planes, incluso llegó a mencionarme un golpe militar en Andalucía, que acabó sucediendo un año después. Sin embargo, él sabía que a mí me desagradaba aquel tema de conversación. También supo que yo había recuperado el favor de mi enamorada, Carmen, aunque por poco tiempo, y respetaba mi decisión de llevar una vida tranquila y ordenada. Es más, creo que si a veces me contaba algún detalle mínimo de sus planes, era solo por el placer de recrearse en ellos, pero no porque buscase mi apoyo, ni mucho menos mi aprobación.

Yo había tomado nota minuciosa de todo cuanto se había dicho en aquella habitación, ante el gesto impasible del inspector de Policía, que se había limitado a apostillar cada palabra de Pedraza con asentimientos leves. Sin embargo, aún quedaban dos cabos sueltos en la historia de aquel comerciante: uno me interesaba a mí, pero el otro se refería a él. Debatiéndome entre el morbo y la precaución, me aventuré a decir:

–Si me permite la pregunta, señor Pedraza, ¿qué pasó con Carmen, con su pareja?

Me fulminó con sus ojos relampagueantes, y buscó la ayuda del inspector con la mirada, pero Castillo parecía tan desconcertado como él mismo. De modo que, dudando qué hacer, acabó optando por mantener una relación cordial con la autoridad, a quien yo representaba, y accedió a responder, a regañadientes:

–Lo que tenía que ocurrir: la obligué a escoger entre su marido y yo. El pobre inconsciente es un oficial de granaderos de Sevilla, que pasaba mucho tiempo en Málaga o en la propia ciudad del Guadalquivir. Por eso, y porque sospechaba que le era infiel, Carmen se había sentido siempre arropada por mí en sus momentos de soledad. Pero de pronto empezó a tener mala conciencia..., un sentimentalismo absurdo que le llevó a recordar su matrimonio, el cariño que ambos se habían profesado al principio... Todo terminó días después del asesinato de Antonio. Para mí fue un varapalo del que me costó recuperarme, pero también supuso otro acicate para empezar una nueva vida: lejos de los Robledo y de todo lo que había hecho en los últimos años.

Esta confesión me ayudó a entender que, en adelante, Álvaro Pedraza hubiese decidido aminorar los riesgos sentimentales al máximo, emparejándose con alguien como su criada: inferior a él en el escalafón social. Con ella había intercambiado guiños cada vez que entraba en el habitáculo para atendernos, o quizá como simple pretexto para estar más cerca de su amante.

Ya solo me restaba una duda por resolver, antes de dar el interrogatorio por concluido:

–¿Cómo vivió Teresa Robledo la tragedia?

Intenté mirar mi cuaderno, distraído, para disimular el azoramiento que me producía rendirme a mi propio interés, y preguntar por la mujer por la que me sentía poderosamente atraído. Entonces juraría que aquel hombre penetró la naturaleza de mis intenciones, porque sus ojos sonrieron, como los del lobo que se dispone a asestar la última dentellada a una presa malherida:

–Muy mal, Pedro. Pasó toda la Navidad negándose a hablar ni a recibir a nadie. Desde aquel día, en los últimos tres años, parece haber repudiado a su esposo. Su hermano Vicente, que pretende seguir salvaguardando el honor de la familia por encima de todo, ha intentado hacerle ver que debe mantener las formas, pero ella se ha distanciado mucho de él. Parece que le reprocha que no hubiese podido hacer nada para salvar la vida de Antonio en aquella noche de desenfreno... –aclaró–. Obviamente, ella sí sabe que Vicente fue hallado junto al cadáver.

Antes de dar por concluida su narración, añadió:

–Está destrozada, la verdad... Para que se haga una idea: nadie ha vuelto a verla sonreír desde entonces.

Yo sí, pensé. Y no cabía en mi pecho la alegría de saber que había llevado un pequeño destello de luz al alma de aquella mujer, atormentada por la pena. Pero de momento aquél sería un secreto que quedaría entre ella, dondequiera que estuviese entonces, y yo.

–Por mí está bien, don Álvaro –repuse, dando por finalizada la entrevista–, a menos que el inspector quiera añadir algo.

Antonio Castillo se incorporó entonces y dijo, abrazando afectuosamente a Pedraza:

–Nada; ha sido más que suficiente. Gracias, Álvaro. Y enhorabuena, Pedro: admiro tu profesionalidad. Veo que en Granada no se equivocaron asignándote esta misión.

Cuando salíamos de la casa, adiviné a la criada semioculta tras un aparador, con una mirada maliciosa, ansiando arrojarse en brazos de su patrón en cuanto cruzásemos el umbral de aquella casa. No pude evitar sentir compasión por ella: más pronto que tarde, llegaría el día en que las convenciones sociales obligarían a don Álvaro a buscar un matrimonio estable. Entonces, aquella criatura solo tendría dos destinos posibles: bien el de asistenta recomendada en otra casa distinta, para no molestar al matrimonio, o bien el de amante secreta, consentida y celosa en aquella casa, para el resto de sus días, si su conciencia se lo permitía. Porque aquella relación era solo un capricho para Álvaro, pero para su amante era la ilusión que la mantenía despierta y animada día tras día.

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