Ello no fue obstáculo para que la joven quedase pronto embarazada, pero las parcas tuvieron el capricho de obsequiar al matrimonio con una hija primogénita: la infanta Isabel, que vino al mundo en marzo de 1830. Aún lo intentó el matrimonio una vez más, pero otra vez salió cruz: nació otra hija, la infanta Luisa Fernanda. Ya no había tiempo para más ensayos: el Rey envejecía a todas luces y su carácter se debilitaba. Lejos de ser aquel soberano intransigente de hacía dos décadas, ahora comenzaba a favorecer una tímida apertura del régimen político español, que no suponía un gran cambio respecto a la época previa, pero que era suficiente para acobardar a quienes se oponían a cualquier modificación y defendían la monarquía absoluta a ultranza: los apostólicos. Inquietos por la evolución ideológica de don Fernando, habían apoyado en la sombra varios motines y revueltas armadas ultraconservadoras, como la revuelta de los malcontents en Cataluña, a finales de los años 20. Todas sus intentonas fracasaron, pero gozaban de un valor moral a su favor: contaban con el apoyo del hermano menor del Rey, el príncipe don Carlos, tanto o más opuesto a los cambios que ellos mismos.
En teoría, los apostólicos no tenían por qué preocuparse: la Pragmática Sanción jamás había sido aprobada, o lo que es lo mismo, la Ley Sálica seguía en vigor. Así pues, cuando Fernando VII muriese, desde el punto de vista legal, él sería el heredero legítimo del trono, y ya se encargaría él mismo de velar por la conservación de las tradiciones... pero tampoco iba a tener suerte el pretendiente. En parte receloso de las ambiciones de los apostólicos y de su hermano, y en parte influido por los consejeros más partidarios de las reformas, Fernando VII obró hábilmente por una sola vez en su vida, quizá porque lo hizo siguiendo consejos de alguien más prudente que él: apenas la matrona había cortado el cordón umbilical de su primera hija, el Rey desempolvó la Pragmática Sanción y anuló la Ley Sálica, pisoteando los derechos sucesorios de su hermano en beneficio de su retoña.
El encargado de seguir el proceso legal para la aprobación de la Pragmática había sido el mismo Tadeo Calomarde que ahora aguantaba estoico las invectivas del embajador Antonini. Calomarde siempre había simpatizado con los apostólicos, pero cuando se percató del giro aperturista de Fernando VII, decidió situarse junto al Monarca y alejarse de sus antiguos aliados, con el fin de garantizar la estabilidad del trono cuando el Rey muriese. Sin duda, consideró que la causa de la heredera del Rey era más segura que las vanas promesas de los apostólicos, quienes jamás le perdonaron su cambio de bando. Pero en aquellas circunstancias, con el Monarca a punto de expirar, necesitaban de su apoyo, ya que en su calidad de consejero de Justicia era la única persona que podía anular la Pragmática Sanción, restaurar la Ley Sálica y entregar la Corona, “en bandeja de plata”, a don Carlos. Ya se encargarían ellos de deshacerse de nuevo de Carlomarde cuando todo hubiese acabado, conscientes de que era este un individuo que podía acarrearles más quebraderos de cabeza que ventajas.
Así, llegamos a aquella tarde de septiembre en que la monarquía española pendía de un hilo...
–¡Imbécil! ¡Imbéciles todos! Vosotros, que tan españoles sois, no hacéis más que pasaros la patata caliente unos a otros, sin el valor necesario para agarrar el toro por los cuernos. ¡Cobardeeeeees! –el catálogo de insultos se iba ampliando y desplegando conforme pasaban los minutos.
Antonini estaba desesperado, y tenía motivos: su bando, el de los apostólicos, había aprovechado el retiro estival de la familia Real para aislarla en La Granja, lejos de las tropas de Madrid, y poner a la reina consorte fuera de juego, sobrecogida por la muerte inminente de su esposo, por la minoría de edad de su hija y por la dudas sobre el futuro del país. Pero tenían que actuar pronto. Pese al aislamiento estricto al que se había sometido a la familia Real, alguien había conseguido hacer salir una carta de socorro del Real Sitio. Lo grave para los intereses de los ultramontanos no era que se hubiese conseguido pedir auxilio para la reina consorte y sus hijas, sino que esa ayuda se había pedido no a la guarnición de Madrid, sino a la hermana de María Cristina, Luisa Carlota, casada con el hermano menor de Fernando VII, el infante Francisco de Paula, que siempre había simpatizado con los liberales.
Reventando caballos de posta, se calculaba que tardarían apenas dos días en llegar a la capital, y de ese plazo ya había expirado una jornada. De modo que, o los conspiradores despabilaban en sus intrigas y el Rey se decidía a morirse de una vez, o las cosas podían ponerse feas y muchos acabarían viéndose obligados a exiliarse, si se descubría el pastel. Por eso, el primer recurso de Antonini y sus secuaces había consistido en tentar al consejero de Estado, conde de Alcudia, para convencerle de que derogase la Pragmática Sanción, pero él se había negado y les había remitido directamente a Calomarde, titular de Gracia y Justicia y competente en aquella decisión. Por encima de este último no había nadie que pudiese decidir sobre aquella materia, por lo que este encarnaba la última esperanza de los apostólicos:
–Nos lo debes, Calomarde. ¡¡¡Nos lo debes!!!
Si en el alma del agente italiano hubiese existido un mínimo ápice de compasión, la mirada amedrentada de su interlocutor debería haber bastado para derretirlo como un cubito de hielo en una tarde de verano. Pero ni Antonini destacaba por sus dotes empáticas, ni la tarde estaba para ñoñerías.
–Yo no os debo nada –respondió Calomarde, timorato–. Ascendí por méritos propios, me gané la confianza del Rey, y si colaboré con vosotros durante un tiempo fue porque me dejé embaucar por vuestras palabras, por vuestros mensajes apocalípticos sobre el fin del mundo en caso del triunfo del liberalismo. Ahora sé que la salvación está junto al Rey y junto a su causa. Esa es la seguridad, Antonini. En cambio, lo vuestro no es más que un castillo en el aire.
–¡¡¡El rey legítimo es don Carlos, insensato!!! –el italiano se debatía entre guantear a su compañero de animada cháchara, para hacerlo entrar en razón, o arrancar un florete de las panoplias que adornaban las paredes del Palacio, para atravesarle el pecho y cortar el problema de raíz.
–El rey legítimo es don Fernando, y cuando él muera la heredera será Isabel. Eso es lo que dice la ley vigente. ¿Qué me puede convencer para cambiarla?
Aquello, que parecía ser un desafío pero que en realidad era un mero fuego de artificio, abrió el camino para que el napolitano asestase la puñalada mortal en la moral del consejero:
–El Rey no verá el nuevo día y tú lo sabes bien. Y nadie, óyeme, ¡nadie!, apuesta por la suerte de la niña, aparte de su mamá y de ti mismo, inútil. Sal fuera y pregunta a la gente de Palacio, si quieres. Ve a las dependencias de don Carlos, anda, ve y contempla cómo casi todas las cabezas pensantes no debaten sobre liberalismo o absolutismo, sino sobre aniquilar a la Reina y a sus hijas o facilitarles un carruaje que las saque de España en menos de veinticuatro horas. Porque cuando el Monarca cierre el ojo, no habrá piedad con ellas, te lo puedo asegurar: un heredero muerto desaparece para siempre, pero un heredero vivo y exiliado siempre puede regresar, más cuando, como la niña Isabel, tiene solo tres años y toda una vida por delante para reclamar los derechos que un día se le arrebataron. Mira, eso fue algo que hicieron bien los jacobinos en el 93, aunque me pese reconocerlo: el duque de Enghien muerto, y aquí paz y después gloria.
Ahora Calomarde estaba totalmente desarmado, y apretaba su espalda contra la pared, deseando que se activase un resorte secreto, como en los cuentos de hadas, que lo sacase de aquella habitación cuanto antes.
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