Pero en nuestro fútbol hay lugar solo para dos protagonistas. El balompié chileno se polariza aún más y en cada detalle de la vida cotidiana las preferencias están asociadas a uno de los gigantes. Si te gusta Tito Fernández, desde luego tu equipo será Colo-Colo; si son Los Quincheros, no cabe duda que será la Católica. Si tomas pipeño, eres albo de corazón y si prefieres el Manquehuito Pop Wine , llevas en el alma el deseo de triunfar por la patria, Dios y la universidad. No hay más alternativas, la rivalidad se transforma en una caricatura grosera y desde el año 1991, salvo el 2001, los únicos campeones son albos y cruzados. Ni el Celtic-Rangers escocés resulta tan excluyente.
Una vez que Chile vuelve a la democracia, con un emblemático hincha de Universitario, Patricio Aylwin, como presidente de la nación, la rivalidad entre Universidad Católica y Colo-Colo se proyecta también en las lides politicopartidistas. Se hace habitual ver en los cierres de campaña presidencial o senatorial a los candidatos de derecha engalanados con centenares de banderas de la franja, así como lienzos con el insigne héroe araucano en los mítines de la izquierda. Paralelamente, Cobreloa decae y ocupa con frecuencia el tercer lugar en los campeonatos nacionales y copas Chile, tanto así, que es conocido a nivel local y sudamericano como el «eterno Chile 3».
René Pacheco tiene 85 años y va al estadio con sus nietos a un ver un partido de fútbol amateur entre Universitario y Deportes La Pintana. Nada hace especialmente llamativo el encuentro, otros son los que pelean el liderazgo de la Tercera División A del fútbol chileno, que en rigor es la cuarta categoría de fútbol nacional, la cual se disputa bajo el alero de la Asociación Nacional de Fútbol Amateur de Chile (ANFA). Se juega en el estadio Municipal de La Pintana ante unas cien personas.
Nadie reconoce a Pacheco, ni siquiera sus nietos saben si creer o no eso de que alguna vez jugó en un equipo que conmovía a muchedumbres, cuya camiseta azul llevaba una U en el pecho. El equipo de la Universidad de Chile, uno importante, tal como el que tiene hoy la Católica, que hace un par de años ganó la Copa Sudamericana y es en estos momentos el equipo con más torneos locales en sus escaparates en esta larga y angosta faja de tierra. Son muy pocas las fotos con las que el abuelo puede demostrar su paso por el fútbol profesional. Guarda como tesoro una revista Estadio de 1957, donde publicaron un reportaje. En la fotografía su estilizada figura se impone a los delanteros, y se le ve con las manos abiertas a punto de agarrar una pelota de dudoso origen. Luce unas rodilleras enormes, pero no los abultados guantes que hoy distinguen a un guardavalla. El reportaje se titula: «Se sobrepuso», y a Pacheco le gusta leer la parte en que señala: «su rendimiento ha variado de un año a otro, ahora conforma, satisface y se luce; que es lo más importante».
En la tarde pintanina René Pacheco recuerda sus años de gloria. Los gritos al lado de la cancha traen a su mente las imágenes de la definición del 59 y de pronto le parece verse a sí mismo, erguido y seguro, bajo los tres palos del arco de Universitario, muy atento al partido. «Conforma, satisface y se luce», dice Pacheco en voz alta pero apenas audible. «¿Qué has dicho, abuelo?», pregunta el menor de sus nietos y René le responde con un cariñoso palmazo en la espalda y una sonrisa.
René Pacheco aprieta los labios y siente ganas de llorar. Es un viejo llorón, nostálgico y ya se ha convencido de que a los más jóvenes les incomoda tal emotividad. No quiere comunicar lo que siente en este momento, lo que recuerda. Sabe que poco le creen. Pero qué endiabladamente parecido a él es el arquero que juega hoy por Universitario y cómo palpita su corazón cuando le parece sentirse ahí abajo. Atajando.
Entonces un hábil volante de La Pintana, pequeñito pero encarador, remata a puerta desde la misma ubicación en que estaba Rodríguez al momento de convertir su hoy legendario gol, con el que abrió la cuenta la noche del once de noviembre de 1959. El disparo es idéntico, calcado; surca el aire de la tarde con análoga velocidad y trayectoria, pero en el preciso instante en que muchos años atrás el balón caprichosamente varió su sendero, con una extraña caída de unos centímetros, como si algo desde abajo lo hubiese succionado inflando las redes, el desenlace es distinto; en esta jornada no hay rarezas. Más aún, el balón parece tomar más fuerza y golpea el horizontal con explosiva violencia. Pacheco se estremece con el sonido del golpe, cierra los ojos y un enceguecedor destello lo abarca todo. De pronto siente la frescura de la noche en sus piernas descubiertas; todo parece más intenso y real. Cuando vuelve a abrir los ojos está agazapado bajo los tres palos y es once de noviembre de 1959. La cancha está iluminada por los poderosos focos de las torres del Nacional, es joven otra vez y el marcador está en blanco. Como un mal sueño toda una historia de frustraciones azules se desvanece. No, la pelota no entró en aquel momento de la definición de 1959. ¡Remece el travesaño! Se escucha un estruendoso «¡¡¡Ooooh!!!» que emerge de todas las localidades del Estadio Nacional. Un «¡¡¡Ooooh!!!» de alivio azul y de tremenda decepción alba.
Las sesenta mil personas están ahí, no se han movido, solo contuvieron la respiración un instante mientras la veleidosa de cuero golpeó el palo. Pacheco la toma con sus manos desnudas, ahora tersas, y la besa como nunca ha besado a una mujer. Se saca de encima el peso de la final, mira a los ojos a Eyzaguirre quien está a unos metros, infinitamente concentrado, pidiéndole la pelota para volver al ataque. Pacheco le da un par de botes y se la entrega con decisión e inusitado optimismo a aquel chico veinteañero, al que años después todos llamarán simplemente Fifo.
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