Roberto Rabi González - Tiempos de superclásicos

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A través de ocho cuentos Roberto Rabi nos invita a sumergirnos en un tema para todos conocido: el fútbol. Las historias se situarán en diferentes épocas hasta el año 2020, donde se evoca la pandemia mundial vivida y que dejó a los amantes de este deporte sin poder asistir a los estadios, ni de disfrutar del ambiente que allí se produce.
Nadie puede desconocer las pasiones que desata el fútbol y los diferentes equipos de nuestro torneo nacional.
"Pero en nuestro fútbol hay lugar solo para dos protagonistas. El balompié chileno se polariza aún más y en cada detalle de la vida cotidiana las preferencias están asociadas a uno de los gigantes".

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Es la noche del once de noviembre de 1959 y los primeros minutos son de estudio, en la cancha del Nacional el ambiente es pesadísimo. Pacheco ha soñado la noche anterior con un triunfo dos a uno, con goles de Álvarez y Leonel; con antorchas y llanto, con una multitud cantando extasiada « seeer un romántico viajero», armonía vibrante que llena cada rincón del coliseo ñuñoíno: hombres, mujeres, niños y ancianos. Todos los que llevan bien puesto en su pecho el fuego de la U roja, entonan las míticas estrofas que aquel grupo de estudiantes de arquitectura de la Universidad de Chile, años atrás, y mientras viajaban con destino a Antofagasta a bordo del Reina del Pacífico, inspirados por algún sabroso y alcohólico brebaje, le regalaron al pueblo azul. Pacheco ha visto en el sueño a sus compañeros, los nuevos campeones, se abrazan y luego llevan en andas al Zorro Álamos hasta el túnel de salida. Algunos entregan sus camisetas a los hinchas que invaden la cancha, abrazan a todos los desconocidos que, con sonrisa de triunfo y ojos vidriosos, demuestran ser parte de una celebración imperecedera. Al despertar, Pacheco ha sentido una sensación agridulce: entusiasmo y nerviosismo a la vez, y lamenta que todo hubiese sido solo un sueño, pero el fútbol siempre regala la posibilidad de transformar los sueños en realidad.

¡Atención! Colo-Colo viene en busca de la apertura de la cuenta, remata Jorge Toro y casi convierte. Mientras revisa la distribución de los hombres en el campo para poner de nuevo el balón en juego, Pacheco intuye que sus compañeros y rivales se dan cuenta de lo nervioso y errático que está. Minutos después, lo vuelve a poner a prueba Mario Moreno, nuevamente sin fortuna. Algo no anda bien, el ambiente tiene una densidad extraña, casi irreal, colores demasiado pálidos para la noche santiaguina, las siluetas de los jugadores le parecen transparencias. Él se siente raro, pesado, muy lento. Pero en su mente solo manda una idea: ganar. Entonces llega el turno de Hernán Rodríguez, quien se despacha un potente remate que Pacheco puede ver con nitidez; el tiempo se detiene mientras el balón borda el espacio con una trayectoria ondulante en dirección al larguero. Es palo. No, no lo es, la pelota entra. Colo-Colo se pone en ventaja, mientras Pacheco, de rodillas, mira desconsolado la gruesa costura y los cortes irregulares del esférico color café oscuro que allá lejos besa las redes.

El sueño de Pacheco aún puede ser verdad, solo faltan los dos goles, pero el tiempo pasa y los rivales se mantienen en ventaja. El nerviosismo cunde en las huestes azules. Eyzaguirre ya no sube por el carril derecho, y comienza a mostrarse impreciso en la marca. Musso corre desesperado de un lado a otro sin lógica ni intención. Campos, agobiado, hace pucheros de tanto perder la pelota frente a la soberbia defensa alba integrada por Caupolicán Peña, Fernando Navarro e Isaac Carrasco. No ha podido finiquitar ninguno de los centros que Leonel Sánchez le ha enviado, hasta la saciedad. Innumerables centros, unos mejores que otros. Cuando restan dos minutos para el fin, Leonel falla insospechadamente solo frente a Escuti que sí ha tenido una noche memorable. En la jugada siguiente Moreno convierte el segundo gol y definitivo, tras eludir a Pacheco y darle un toque suave a la redondita, para luego salir corriendo desaforado a abrazar a sus compañeros. Cabizbajo, el golero estudiantil, va a buscar la pelota al fondo del arco, masticando más convencido que nunca la afirmación que lo inquietaba al comienzo del juego: siempre el destino del fútbol depende del arquero. Colo-Colo logra su octava estrella y Pacheco comienza a vivir su infierno personal.

Fue la noche más negra de la vida de René Pacheco, en el momento decisivo de su carrera, su club, pletórico de ilusiones, había perdido por su culpa y el fútbol no le daría nunca más una revancha. Al día siguiente La Nación titulará: «Colo-Colo otra vez campeón», y en la bajada del encabezado: «Los pupilos de Flavio Costa se impusieron claramente a la U». El Mercurio , un poco menos escueto: «Colo-Colo logra un nuevo campeonato en vibrante definición»; el matutino, con muy poco espacio disponible para referirse a la buena campaña de los azules, destacará los errores y la falta de jerarquía de los hombres de la U en la gran definición. Especialmente del arquero.

Al comenzar la temporada 1960, Leonel Sánchez y Sergio Navarro fichan por Colo-Colo. Carlos Contreras y Luis Eyzaguirre por Universidad Católica, que comienza a armar un plantel portentoso, uno que le permita lograr de una buena vez su tercer campeonato. René Pacheco entrega la titularidad a Manuel Astorga, y así, desde la banca contempla a la distancia la gloria de sus excompañeros; los primeros con la camiseta blanca del Cacique, en 1960 y luego a los otros, a los que se suma Hugo Lepe, con la casaquilla de la franja (un plantel increíble con Alberto Fouillioux, Sergio Valdés, Hugo Rivera, Paco Molina, Pluto Contreras, Luis Eyzaguirre y Hugo Lepe), monarcas indiscutidos del balompié chileno el 61 y el 62. Ha llegado el momento de retirarse de las canchas, arrastrando por el suelo el lamentable sueño inconcluso de antorchas y gloria.

Universidad Católica gana además los campeonatos del 65, 66 y 67. Colo-Colo los del 59, 60, 63, 64 y 69. Ambos equipos son la base de la selección que obtiene el tercer lugar del mundial jugado en suelo propio, en la que brilla uno solo que en el medio local viste de azul: Jaime Ramírez Banda. El partido entre blancos y cruzados se transforma en un clásico. Clásico a rabiar, el más importante del fútbol patrio y uno de los imprescindibles del fútbol mundial. Un clásico de estilos, pero sobre todo político y social. Se reparten los campeonatos durante los años sesenta y luego la rivalidad se refuerza en los setenta. Los únicos que consiguen arrebatarle un título a los grandes son Everton y Unión; uno cada uno. El fútbol nacional se transforma en un monopolio de los dos portentos y el clásico universitario queda empantanado en el sótano de la historia. La U, el romántico viajero, comienza una dolorosa marcha sin destino, sin más que ocaso en el horizonte.

La Universidad de Chile y su club deportivo son desmantelados por la dictadura militar y lo poco que queda del club es arrojado por la borda. La U desciende en 1973 y tras un conmovedor esfuerzo logra ascender el 74. No tiene figuras, ni seleccionados; no tiene un estilo de juego determinado. Su barra es pequeña, integrada por un centenar de hinchas fanáticos, pero cada vez más viejos. Aquella Universidad de Chile no seduce a las nuevas generaciones. Como parte de un diseño refundacional la U comienza a usar una camiseta a franjas verticales azules y blancas e intenta reforzar un convenio con la Municipalidad de Conchalí, que había adquirido el estadio que antaño empleara la UC en lo que más tarde será la comuna de Independencia (los Cruzados construyeron con los dineros un coloso para cincuenta mil personas en San Carlos de Apoquindo). Así, el Chuncho pretende cultivar una localía especial, hacerse fuerte en el barrio de Independencia. Solamente en aquel suburbio, los ahora listados, tienen una cantidad significativa de incondicionales; menos que Unión Española, que se hace respetar en Santa Laura, pero suficientes para armar un clásico de barrio de cierto brillo al enfrentar a los hispanos. Pero el evento se produce apenas un par de veces y en la medida en que los resultados deportivos no mejoran, la U vuelve a descender en 1975 y esta vez sin retorno.

La Universidad, la Casa de Bello, abandona desgastada el profesionalismo en sus ramas deportivas, y lo que queda del club de fútbol se fusiona con un emergente cuadro oro y cielo de la Universidad de Concepción. Se le denomina Club Universitario de Chile, y su camiseta listada, esta vez con franjas horizontales, azules y amarillas, nutre de mística a un interesante proyecto. El chuncho en la insignia queda en el olvido, el nuevo escudo conserva la letra U, más redondeada y enmarcada por laureles y otras filigranas intrascendentes. El 7 de enero de 1977 la Asociación Central de Fútbol (ACF) aprueba su incorporación a la Segunda División, junto con otro novedoso experimento denominado Cobreloa, financiado por Codelco, es decir por todos los chilenos. Al Universitario le caen algunas monedas, migajas de los presupuestos de extensión de ambas casas de estudios, platas controladas con celo por los funcionarios de confianza de la junta militar. Ambos equipos luchan por el título de segunda junto a Malleco Unido y Santiago Wanderers. Los Universitarios parecen revivir, su bullanguera barra los acompaña a todos lados, banderas azules y amarillas flamean por doquier. Crean cantos y un nuevo himno, con algunos versos rescatados del Romántico Viajero que identificó hace años a la U. Varios de los bulliciosos integrantes de aquella barra desaparecen ese año sin dejar rastro. Algunos de ellos habían militado en el MIR y participaban activamente de la oposición al régimen. Otros no. Pese a la buena campaña del Universitario y el entusiasmo refundacional, Cobreloa es el elenco promovido ese año a la categoría de honor, luego de imponerse en la liguilla del ascenso, tras derrotar a Malleco Unido, Wanderers y, por cierto, al refrito estudiantil. Los Zorros del desierto intentarán opacar el protagonismo de los dos grandes durante los ochenta y alcanzarán un par de títulos e incluso dos finales de Copa Libertadores.

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