Roberto Rabi González - Tiempos de superclásicos

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A través de ocho cuentos Roberto Rabi nos invita a sumergirnos en un tema para todos conocido: el fútbol. Las historias se situarán en diferentes épocas hasta el año 2020, donde se evoca la pandemia mundial vivida y que dejó a los amantes de este deporte sin poder asistir a los estadios, ni de disfrutar del ambiente que allí se produce.
Nadie puede desconocer las pasiones que desata el fútbol y los diferentes equipos de nuestro torneo nacional.
"Pero en nuestro fútbol hay lugar solo para dos protagonistas. El balompié chileno se polariza aún más y en cada detalle de la vida cotidiana las preferencias están asociadas a uno de los gigantes".

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Como nunca antes concurrieron mujeres. Aquel año se había fundado el MEMCH, el Movimiento Pro Emancipación de la Mujer, y las mujeres ya habían votado por primera vez en las elecciones municipales de abril de ese mismo año. Ese día se hicieron notar en la fanaticada universitaria, entre otras, Hilda Santibáñez Romo, estudiante de ingeniería, activista entusiasta y bulliciosa como pocos. Una líder emblemática.

Algunos dicen haber visto en las graderías a un perro igual a Ulk, el enorme can del presidente Arturo Alessandri. Quienes lo vieron miraron en todas direcciones buscando al mandamás, preguntándose: ¿Será de la Universidad o del Colo-Colo? Si el León de Tarapacá estuvo en el estadio ese día, no quedó registro alguno en la prensa.

Con el sol alto en el cielo, comenzó a rodar la pelota. Víctor «Cañón» Alonso sentía una desesperada urgencia por mostrar el juego y la determinación que los llevó a ese momento y lugar. Recordó por un momento sus días de trabajo en los aserraderos de Punta Arenas, un entorno modesto, mínimo. Quiso volar más alto y decidió venir a estudiar leyes en Santiago. Había llegado a la capital con una pierna quebrada y pese a tener todo en contra, su voluntad pudo más y, tras un pololeo con el rugby, su derecha inmisericorde —que le hizo ganar el apodo de Cañón—, se transformaría en la principal arma al defender la camiseta de su universidad.

Se sentía realmente orgulloso de su proceso, de lo que formaba parte. Necesitaba corroborarlo ese día. Corría de un lugar a otro de la cancha, se desordenaba, les quitaba la pelota a sus propios compañeros. Jugó recio. Una pelota surcó los aires, sobrevolando el área de castigo de los blancos cuando llevaban media hora jugando; sin dudarlo, el Cañón superó a todos sus marcadores y con un impresionante cabezazo, a una de aquellas pelotas pesadas y duras de ese entonces, convirtió el gol de la apertura. El primer gol de lo que años más tarde sería llamado «el superclásico». Fue azul. Volaron las gorras en las graderías, la felicidad y los abrazos de la parcialidad del chuncho no tenían en cuenta que faltaba mucho partido. Juvenal Hernández, corbata incólume y gomina en el pelo, decano de leyes y luego rector de la casa de Bello, que había sido, además, profesor de Cañón, se acercó a la orilla de la cancha. Alonso recién podía sacarse de encima a sus compañeros tras la desacostumbrada celebración. Se miraron, quizás ambos pensaron en decirse muchas cosas en tan breves instantes, pero no articularon frase coherente alguna. El rector, a varios metros de distancia, le gritó: «Esto recién comienza, Alonso». Se refería al partido de aquel día. Pero sin saberlo, anticipaba lo que sería el destino del match : transformarse en un evento multitudinario y trascendental.

Los albos aprovecharon la desconcentración de los azules, a quienes la ansiedad los superó, y dieron vuelta el partido con doblete de Luis Carvallo. Pero cuando estaban por regresar a las duchas para el intermedio reglamentario, Cañón volvió a anotar, con su pierna favorita. Los parciales estudiantiles nuevamente estallaron en júbilo. Alonso besó su camiseta intensamente azul por la transpiración, la misma que al inicio se veía casi celeste y que él lavaba una y otra vez a mano, y buscó al rector que abría sus brazos a la distancia con una sonrisa amplia y le gritó: «Esto es grande, rector, es lo más grande».

Sorrel, un alma en pena extraviada en la cancha durante el primer tiempo, se acercó al árbitro apenas pitó el descanso para reprocharle su desconcentración a causa de los gritos. El referí, tras cavilar unos instantes, incapaz de contradecir a la figura del Colo-Colo, se acercó al bullanguero grupo universitario, exigiendo a viva voz que no molestaran al equipo rival. Hilda Santibáñez corrió a encararlo y le dijo que no tenía ningún derecho a reclamar de ellos sobriedad aquella tarde festiva y menos como emisario de un jugador colocolino. Como consecuencia del entredicho, durante el segundo tiempo la parcialidad estudiantil abuchearía a Sorrel cada vez que tocara el balón.

En la segunda etapa, los blancos dominaron el juego. La U entregó todo en la cancha, pero tenía al frente a un adversario muy superior. Y el sol en los ojos. A cinco minutos del final, el empate, más que digno, parecía justo y definitivo. Pero una pelota loba en el área estudiantil no pudo ser controlada como mandan los cánones. El estudiante de medicina Hermógenes «Chino» Murúa se encandiló con la luz del sol. Se tropezó, cayó y al ponerse de pie, aún cegado, un pelotazo de un jugador blanco pasó rozando su brazo y muy lejos del arco. El drástico Roberto Aguirre cobró penal. No quedó claro si Murúa habría tocado la pelota en el suelo o frente al remate del rival. No hubo repetición. Menos Var. El árbitro tocó su mano derecha con la izquierda, luego de haber soplado el silbato con vehemencia, y la suerte estaba echada. Murúa sintió que le brotaban las lágrimas. Pero Cañón se le acercó y repitió su arenga. «No te preocupes por un accidente, Chino. Mira dónde estamos. Esto es grande, es lo más grande».

Frente a la pelota, a once pasos de la línea de gol, Enrique «Tigre» Sorrel no perdonó.

EL SUEÑO DE RENÉ PACHECO

(In Memoriam)

Es 1959, Colo-Colo ha ganado siete veces el campeonato nacional; Audax y Magallanes cuatro; Everton, Unión Española y Universidad Católica dos. La U forma parte del heterogéneo grupo de clubes que una vez fueron campeones, una sola. Los otros son Santiago Morning, Green Cross, Palestino y Santiago Wanderers. Aunque los porteños reclaman —y reclamarán por siempre— que deberíamos considerar sus dos títulos obtenidos en la Liga Porteña. En los años cuarenta esa Liga, reconocida por la Federación de Fútbol de Chile, contaba con jugadores profesionales y equipos de tres ciudades, lo que importaba una mayor jerarquía que la restringida competencia nacional santiaguina, que en esa época solo comprendía a clubes de una parte de la capital.

Sin embargo, el Club Deportivo de la Universidad de Chile es bastante más que sus formaciones, las que han logrado un par de campañas vistosas además del título de 1940; es decir, es mucho más que sus logros, que son mínimos. Salvo los últimos años, el equipo suele terminar los certámenes de la mitad de la tabla hacia abajo. Pero tiene una afición numerosa, de identificación laica y férreamente unida a la tradición de la universidad. Una parcialidad fiel y muchos proyectos centrados en el trabajo de enanos, que se viene desarrollando hace varios años en las inferiores del fútbol estudiantil, y que ha logrado ya un puñado de jugadores excepcionales, varios de ellos con puestos fijos en la selección. Pero, sobre todo, lo que busca este trabajo es que todos los futbolistas de la U se transformen en hombres íntegros. La señora Fresia, la asistente social, buscó y acompañó a chicos talentosos que sin su ayuda y la de la Universidad no habrían tenido ninguna posibilidad en el mundo del fútbol. En el Campeonato Nacional de 1959, la U ha mostrado todo su potencial, en particular en la última parte de la competencia: ha ganado diez de sus últimos once partidos; los últimos a Universidad Católica, Colo-Colo y Unión Española.

Es noviembre de 1959, hace unos meses han comenzado a transmitir los primeros canales de televisión, pero la radio es «el» medio de comunicación, y a través de ella los chilenos se informan y escuchan los partidos del Campeonato Nacional, que por esos días llega a su etapa final. Universidad de Chile junto a Colo-Colo han terminado empatados en la cúspide de la tabla de posiciones, ambos con 38 puntos. Es necesario el desempate.

La gran final se juega la noche del once de noviembre en el Estadio Nacional, repleto hasta las banderas. La U salta a la cancha con Luis Eyzaguirre, el Pluto Contreras y Sergio Navarro, encargados de hacer el trabajo sucio; con Hugo Núñez y Alfonso Sepúlveda en el medio juego y una delantera de lujo conformada por Braulio Musso, Ernesto Álvarez, Carlos Campos, Leonel Sánchez y Osvaldo Díaz; el entrenador es Luis «Zorro» Álamos, y el que camina con movimientos exagerados hacia el arco sur, vistiendo, a diferencia de sus compañeros, una casaquilla clara, es el arquero René Pacheco. Está nervioso, piensa en todo lo que hay en juego y no puede sacarse ese enorme peso de encima. La tremenda presión de saber que el conjunto azul, su familia, está a punto de lograr una hazaña y que los héroes, sus compañeros, sus hermanos, no son más que un grupo de chiquillos. Es un conjunto plagado de revelaciones. A pesar de la inexperiencia, con tesón, disciplina y amor por la camiseta, han ido paso a paso articulando una epopeya bajo las instrucciones de su mentor, Luis Alberto Álamos Luque. Tal vez hay hombres tanto o más talentosos en otros cuadros, quizás algunos puedan mostrar un fútbol más atildado; pero son sin duda sus compañeros los que han mostrado más hambre y merecen ser campeones. Y como siempre todo dependerá de él, del arquero. Patea suavemente el vertical derecho y murmura algo parecido a una oración; luego camina sobre la línea de gol mientras continúa con su plegaria en dirección al izquierdo y, una vez ahí, repite el sagrado ritual. Resta el toque de la suerte al travesaño, pero en ese momento el árbitro argentino José Luis Pradaude, con un pitazo escandaloso, declara inaugurado el partido. Ya no es tiempo de cábalas.

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