Héctor Sevilla - Asombro ante lo absoluto

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La maravilla nos envuelve. Lo absoluto no se restringe a nuestras ideas. Por eso nos asombra.En este innovador texto, Héctor Sevilla explica ocho actitudes que se detonan ante el misterio de lo absoluto: experimentar el pathos de lo divino, aceptar que no se conoce a Dios, suspender el juicio, reconocer la vacuidad, concebir lo transpersonal, recobrar la empatía, educar de manera holística y expresar el asombro mediante el arte.Lejos de proponer un seguimiento acrítico de alguna de las actitudes descritas, el autor propone acceder al asombro, superando los obstáculos que lo impiden. En caso de lograrlo, percibiremos que el asombro es el punto de partida de nuestra experiencia transpersonal.

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En tal disyuntiva solo permanecen tres opciones: a) Dios no es; b) Dios es de un modo tan particular y tan puro que se centra en una vacuidad desconocida, y c) Dios es, pero de un modo que no es similar a ninguna concepción de ser que podamos concebir desde nuestra condición humana. Así, en cualquiera de las tres alternativas aplica la conjetura de que «Dios no tiene ningún atributo esencial , bajo ninguna condición».43 La indefinición de Dios propuesta por Maimónides no es algo exclusivo de su pensamiento, sino que él mismo reconoce que «todos los pensadores que se expresan con precisión admiten generalmente que Dios no puede ser definido».44

En esa misma tónica, a pesar de que pueda imaginarse, no resulta admisible que exista cambio en Dios, de modo que el pathos divino, que en su naturaleza implicaría modificación emocional, estaría fuera de lugar porque «es necesario que todas sus perfecciones [de Dios] existan en acto y que no tengan absolutamente nada en potencia ».45 La evidente raíz aristotélica de la anterior conclusión maimonideana es aún más persistente en la siguiente premisa: «Todo lo que es una cosa cualquiera en potencia tiene necesariamente una materia: pues la posibilidad siempre está en la materia»;46 de esto deriva que en función de la incorporalidad de Dios no puede admitirse la presencia de la materia; a la vez, de esta existencia inmaterial no puede inferirse ningún cambio posible y de semejante imperturbabilidad e incontingencia no cabe concluir la afectación de Dios a partir de un carácter emocional. Con esto se desmorona la imagen de una deidad que juzga, castiga, ama o experimenta ira. Más controversial aún: no quedaría lugar para la noción de una deidad que realiza alianzas con un pueblo particular.

Maimónides, que también era médico, va aún más lejos en su apreciación y la lleva hasta sus últimas consecuencias admitiendo que la relación de Dios con los humanos es inexistente. En tal direccionalidad se encuentra una clara coincidencia entre la visión del Dios maimonideano y el que presentaron los filósofos de la antigüedad griega. En sus palabras, explica que «no hay, en realidad, absolutamente ninguna relación entre Él [Dios] y cualquiera de sus creaturas, pues la relación no puede existir sino entre cosas que sean necesariamente de la misma especie próxima ».47 Una aseveración como la referida se asocia con claridad a la idea que Aristóteles enunció sobre las formas de la amistad y la necesaria semejanza categorial y anímica entre quienes comparten un nexo amistoso.48

Los textos de Heschel, lejanos a provocar una controversia con las apreciaciones de Maimónides o a centrarse en el debate directo sobre el problema de los atributos de Dios, exponen alusiones hacia la noción de perfección humana referida por el sefardita. En alusión a su antecesor, Heschel destaca las tres perfecciones posibles: «El primer ideal es el progreso físico, económico y moral, que proporcionará la serenidad del espíritu necesaria para alcanzar el segundo […] que es la perfección intelectual. La perfección última del hombre consiste en conocer acerca de las cosas y todo cuanto una persona perfectamente desarrollada sea capaz de conocer».49 Se mantiene latente, en todo caso, la opción de aceptar los límites del conocimiento, o la enmienda de indagar en lo que uno suele dar por hecho por creerlo conocido.

Con la aparente intención de coincidir su noción del pathos divino con la filosofía de Maimónides, Heschel alude el capítulo final de la Guía de los perplejos , en el cual, según menciona, se «define la meta última del hombre como la imitación de los senderos y actos de Dios , tales como la misericordia, la justicia, la rectitud».50 No obstante, si bien pareciera que Maimónides se contradice al reconocer, en las últimas páginas de su obra, que sí existen atributos de Dios, en realidad centra su argumentación en lo afirmado por Jeremías, lo cual es refrendado cuando explica que «el propósito último del versículo de Jeremías [9, 23] era declarar que la perfección de la que el hombre puede realmente gloriarse es la que consiste en haber adquirido el conocimiento de Dios y en haber reconocido que su Providencia cuida de sus creaturas y se revela en la manera en que las conduce y gobierna».51 Previamente, sobre todo en el primer libro de su tratado, Maimónides había expuesto que Dios muestra sus caminos, pero prohíbe ver su rostro,52 de modo que la exposición del filósofo en torno al pasaje de Jeremías no representa una contradicción a su propia negación de los atributos de Dios, sino una invitación práctica para conducirse hacia la obtención de virtudes de las que podría emanarse una mejora personal y comunitaria.

IV

Otro de los judíos más representativos en la historia de la filosofía judía es Spinoza. El pensador de Ámsterdam también mantuvo una postura crítica en relación con la creencia de los atributos emocionales de Dios. En su libro Ética , Spinoza estipula que «quienes confunden la naturaleza divina con la humana atribuyen fácilmente a Dios afectos humanos»,53 de modo que pensar a Dios en una forma similar a lo que corresponde a lo humano no puede ser más que por derivación de un aturdimiento teológico.

En sus textos, considerados inapropiados por las autoridades judías de su tiempo, Spinoza rechaza que Dios sufra por las acciones de los humanos, o que lo que estos realicen sea causa de su malestar. En tal óptica, «no hay razón alguna para decir que Dios padezca en virtud de otra cosa».54 Además, en concordancia con lo expuesto por Maimónides, el holandés asume que «ni el entendimiento ni la voluntad pertenecen a la naturaleza de Dios».55 Asimismo, es muy probable que se haya referido a las autoridades de su tiempo y entorno cuando señala: «Ya sé que hay muchos que creen poder demostrar que a la naturaleza de Dios pertenecen el entendimiento sumo y la voluntad libre, pues nada más perfecto dicen conocer, atribuible a Dios, que aquello que en nosotros es la mayor perfección».56 De esto se desprende que el filtro por el que el hombre y la mujer intentan conocer a Dios se encuentra delimitado por sus propias estructuras cognitivas y por sus nociones sobre lo bueno y lo deseable, pero esto no es suficiente para expresar lo que está por encima del mundo y de la prescripción del intelecto.

Spinoza también concuerda con Maimónides en la certeza de que Dios no puede manifestar cambios, porque estos pertenecen al mundo de lo material e imperfecto. De tal manera, «Dios es inmutable, o sea, que todos los atributos de Dios son inmutables».57 Incluso, el nacido en la Haya en 1632 propuso dos tipologías de la naturaleza; la primera de ellas, a la que llamó Naturaleza naturante , incluye «lo que es en sí y se concibe por sí, o sea, los atributos de la substancia que expresan una esencia eterna e infinita, esto es Dios, en cuanto considerado como libre».58 Por tanto, Dios como Naturaleza naturante no comparte sus atributos con nada más; en ese sentido, en función de que el humano observa sus atributos y luego los deposita en Dios, el error está consumado. Por su parte, la naturaleza naturada , está representada por «todo aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, o sea, de cada uno de los atributos de Dios, esto es, todos los modos de los atributos de Dios, en cuanto considerados como cosas que son en Dios, y que sin Dios no pueden ser ni concebirse».59 Dicho de otro modo, los atributos de Dios son cosas derivadas de Él, pero no los afectos, las virtudes, los pensamientos, las vivencias o las decisiones. El humano, al ser naturaleza naturada , representa un atributo de Dios, pero no de Él mismo como esencia, sino como derivación. La naturaleza humana, por tanto, no es comparable a la naturaleza de Dios, a pesar de que existe cierto vínculo.

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