De acuerdo con la apreciación de Levenson, en relación con el punto de partida de la teología de Heschel, «uno no puede dejar de detectar el regreso de poderosos fragmentos de la piedad jasídica de sus orígenes, solo que ahora aparecen en el lenguaje del pensamiento occidental para una realidad social y religiosa occidental».18 En su labor académica y religiosa, Abraham Joshua mostró un claro interés por los alcances de otros judíos que, así como él, habían incursionado en el mundo de la filosofía occidental. Uno de ellos fue Maimónides, a quien incluso dedicó un ensayo completo.19
Heschel consideró a Rabí Moisés Ben Maimón (Maimónides) como «uno de los más grandes eruditos de la ley de todos los tiempos».20 El primero manifestó de manera constante una amplia admiración hacia la obra del segundo y admitió que «las obras que vieron la luz entre los años 1135-1204 resultan tan increíbles que casi sentimos la tentación de creer que Maimónides fue el nombre de toda una academia de eruditos y no el nombre de un solo individuo».21 Entre las principales cosas que Heschel rescata del pensamiento del filósofo sefardita se encuentra la convicción de que «la contemplación y el conocimiento son las causas del amor»,22 de modo que en la medida en que se tiene un mejor y más agudo conocimiento de la realidad, de las personas y de la vida, más puede amarse a cada una de ellas. Del mismo modo acontece con la vivencia del amor a Dios, la cual resulta proporcional a la captación o conocimiento del amor de Dios hacia lo humano.
Enfatizando la importancia de vincular el estudio con la piedad, Heschel expresó de Maimónides que «su vida interior estaba llena de búsqueda, indagación, esfuerzo y autocuestionamiento».23 Esto es congruente con la base del credo maimonideano, el cual encuentra sustento en la certeza de que «la realidad última cobra expresión en las ideas».24 Por ende, para Rabí Moisés Ben Maimón, los profetas generaban su nexo íntimo con Dios a partir de cierta comprensión de Él. Si bien Maimónides no creía que los profetas fueran intelectuales superdotados, tampoco negó la importancia de su raciocinio. Así, «lejos de suponer la cesación de la facultad de razonamiento, destacó, por el contrario, el papel de la capacidad intelectual del profeta».25 Ningún individuo podría estar facultado para comprender la profundidad de Dios. Según lo piensa Maimónides, y lo reitera Heschel, «el hecho de que el hombre se encuentre dentro de un cuerpo impide que la mente capte lo que está por encima de la naturaleza».26 Este sería, en efecto, un aspecto que Maimónides llevó al extremo y lo persuadió de que Dios no podría tener cuerpo, puesto que, de ser así, se encontraría tan limitado como el hombre, por derivación de la imperfección de su corporalidad y la lejanía que esta supone con relación a lo no material.
Heschel no solo muestra respeto al pensamiento de Maimónides, sino que expone su evidente admiración al filósofo medieval, refiriéndolo como «el erudito rabínico más creativo del milenio»,27 «un precursor en el campo de la religión comparada»28 e incluso poseedor de los méritos necesarios para ser considerado «un maestro excelso y quizás el mejor estilista de la lengua hebrea desde los tiempos de la Biblia».29 Por si fuera poco, de sus obras reconoció que permanecían «sin paralelo en materia de erudición judía»,30 y que además «son incomparables y no han sido superadas».31 A pesar del aprecio de Heschel por Maimónides, una de las diferencias más consistentes entre ellos es su postura ante el asombro. Según el autor del tratado Mishné Torá , «Dios es incorpóreo y exento de pasiones»,32 de modo que el pathos divino no podría ser considerado una verdad ontológica, sino una representación apropiada para la enseñanza, en función de que «para el vulgo siempre hay que hablar con imágenes».33
La apreciación que tenía Maimónides de los atributos de Dios es muy clara y concreta: «Dios no es un cuerpo […] no hay ninguna semejanza en ninguna cosa entre Él y sus creaturas, su existencia no se parece a la de ellas, su vida no se asemeja a la de las creaturas dotadas de vida, ni su ciencia a la de las creaturas dotadas de ciencia, […] la diferencia entre Él y ellas no consiste solamente en el más o en el menos, sino en el género de la existencia».34 En ese tenor, lo que cada humano aprecie en relación con Dios, lo que diga de Él o las características que le confiera, se encuentra sujeto a una visión que se restringe a la condición humana, con todos sus límites y distorsiones. Visto así, incluso cuando nos referimos a Dios como un ser perfecto, lo hacemos desde la categorización de lo perfecto que hemos establecido de antemano. En otras palabras, el conocimiento humano no es capaz de describir Aquello que no se encuentra delimitado por la condición humana.
Muchos aluden a Dios como si fuese un humano con poder superior, inculcando que su modalidad es similar a la de los hombres. Hacia ellos, Maimónides dirige un agudo y fino desprecio: «¿Cuál será, pues, la condición de aquel cuya incredulidad se refiere a la esencia misma de Dios y que cree lo contrario de lo que Él es realmente, es decir, que no cree en su existencia, o lo cree dos, o lo cree un cuerpo, o sujeto a pasiones o le atribuye una imperfección cualquiera? Un hombre así es indudablemente peor que el que adora a un ídolo».35 La crítica del judío de al-Ándalus no se restringe a las supuestas pasiones de Dios, sino que tampoco aprueba que se hable de Él como si fuese un ser que realiza actos. En ese sentido, «como no comprendemos que nos sea posible producir ningún objeto sino haciéndolo con las manos, se nos ha presentado a Dios como operando [o haciendo las cosas]».36 En ambas posiciones, el filósofo al que judíos y árabes lloraron durante tres días tras su muerte37 estipuló una clara animadversión hacia la antropomorfización de Dios; dicho con más claridad: consideraba que no hay justificación para que algún hombre o mujer, intentando explicar a Dios, lo convierta a su imagen y semejanza.
De acuerdo con la perspectiva del más grande de los filósofos judíos, Dios no actúa a la manera humana porque «no hay en Él, fuera de su esencia, cosa alguna con la que obre , sepa o quiera ».38 Sin embargo, las reiteradas menciones bíblicas en torno a los atributos de Dios podrían ser la principal objeción a los postulados maimonideanos. Cortando de tajo tal apreciación, Maimónides explica la confusión del siguiente modo: «Encontrando que los libros de los profetas y los del Pentateuco adjudicaban a Dios atributos, se ha tomado la cosa al pie de la letra y se ha creído que Él tiene atributos».39 En esto puede encontrarse la finalidad didáctica que el pensador atribuye a algunos pasajes de la Biblia, sin que ello suponga, de forma estricta, que lo enunciado en el libro de origen hebreo deba ser considerado una verdad literal . Por ende, en su magna Guía de los perplejos , Maimónides invita a «excluir de Él [de Dios] toda pasión; pues todas las pasiones implican cambio»,40 de modo que no podría concederse que Dios cambie y que, debido a ello, manifieste su imperfección.
Aceptando que no hay manera de adjudicar de forma correcta ninguna característica a Dios, Maimónides llega a la conclusión de que «los verdaderos atributos de Dios son aquellos cuya atribución se hace por medio de negaciones, lo que no implica ninguna expresión impropia, ni da lugar, en manera alguna, a atribuir a Dios ninguna imperfección».41 Visto de tal manera, de Dios podría decirse que es incognoscible, indefinible, innombrable e, incluso, imperturbable. No obstante, si aceptamos que los atributos dirigidos a Dios deben iniciar o encontrar su fundamento en una plataforma negativa, se termina cuestionando incluso la afirmación sobre su ser, puesto que la afirmación de que Dios es , a la manera de «Soy el que soy»,42 no encuentra su cimiento en un atributo negativo, a saber: el no-ser; en todo caso, queda la opción de que Dios no sea como creemos que es, o que su ser no sea coincidente con la idea de ser que cada hombre o mujer tiene, ni con el ser de estos o de las cosas del mundo.
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