Susana Miguélez - Lo que no se olvida

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La vejez, la discapacidad y las dificultades que traen consigo son asuntos que, en algún momento de la vida,
tenemos que afrontar, primero en nuestros seres queridos, después en nosotros mismos.Esta colección de
relatos trata de dar la otra visión, la del cuidador profesional, la de esas personas que, como yo, trabajan con los mayores y enfermos ajenos, atienden sus necesidades y
se rompen la espalda levantándolos, la cabeza pensando en cómo mejorar su día a día, la cara con quienes los tienen desatendidos o el alma acompañando sus últimos momentos y cerrando sus ojos cuando se marchan.En este libro hay
mucha ternura y muchas lecciones aprendidas. Es la herencia más valiosa que esas personas podían dejarme, y esta no está gravada por ningún impuesto de transmisiones patrimoniales.

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Eran un matrimonio, sobrinos de ella igual que mi madre, que desde hacía años trabajaban en el horno y que, por pura lógica, eran los que habrían de heredar el negocio. Él, un hombre formidable que lucía los mismos ojos pequeños y vivos de la tía Tomasa, se quedaba en camiseta mientras trabajaba, agitando su desparramado tonelaje mientras metía leña frenéticamente por la boca inferior del horno. Mientras, su esposa, dulce, trabajadora y siempre amable, y la tía Tomasa, comenzaban a cortar bolas de masa y a pesarlas. A mí me maravillaba el ojo clínico de aquellas mujeres para calcular el tamaño de las porciones, que al echarlas al plato de la romana daban, casi siempre, el peso exacto; si no era así, con quitar un trocito o añadir un pellizco era bastante. Mientras una pesaba, la otra formaba los panes, moviendo manos y brazos con una agilidad que a mí me parecía pasmosa, y los iba colocando en los tablones sobre el lienzo enharinado, haciendo un pliegue tras cada barra o cada dos hogazas para evitar que se pegasen unas piezas con otras al terminar de crecer. Una vez finalizada esta operación, al calor del horno lleno de leña, los primos comenzaban a limpiar la pastera y la amasadora, era necesario dejarlas listas para la madrugada siguiente, y la tía Tomasa me miraba. Era nuestro instante favorito.

—¿Cuánta hambre traes hoy? —me preguntaba ella.

—Hoy mucha, tía —solía contestar yo.

Entonces me cedía el paso hasta el lebrillo en donde había quedado la masa sobrante y me dejaba cortar una porción; con ella me hacía el panecillo que habría de ser mi merienda. Seguidamente, ella cortaba un trozo para elaborar el pan de su cena. Después, empleando una cuchilla de afeitar, hacíamos los tajos transversales en la superficie de las barras y otros en forma de cruz sobre las hogazas, para evitar que reventasen en el horno. Terminábamos poniendo sobre una bandeja pequeña nuestros panecillos particulares. Acabado nuestro trabajo, para que no sufriese el tremendo calor que se generaba en la estancia durante el horneado y no pudiese quemarme con el pan caliente, la tía Tomasa y yo dejábamos a los primos solos y nos íbamos a comenzar nuestra aventura del domingo. En verano nuestras correrías podían consistir en ir a buscar los pinos piñoneros del término para hartarnos de sus frutos, a bañarnos en el charco o a pescar cangrejos de río. Al llegar el otoño la búsqueda de moras era la reina. Con la tía Tomasa aprendí que las nueces cogidas del árbol tiñen de amarillo las manos durante días, y que cuando te pica una avispa debes frotarte con tres hierbas distintas del campo para contener la inflamación y calmar el dolor. También cómo alimentar al cerdo sin riesgo de que te muerda y que no se debe coger cariño a los patitos que se crían en casa si sabes que luego te los has de comer; ella me enseñó cómo coger los cangrejos de río para evitar los pellizcos de sus pinzas y que cuando el retel de pescarlos pesa mucho no es porque esté lleno de ellos, sino porque alguna rata de agua se ha subido en él para comerse el cebo. Todos esos, y muchos más por el estilo, eran los descubrimientos que animaban mi semana y alimentaban mi curiosidad infantil. En invierno, en cambio, era imposible salir a la calle, así que nos quedábamos en la cocina al amor de la lumbre. Allí doblábamos las esquinas de los cuadrados de papel que habrían de contener luego la masa de las mantecadas para llevarlas al horno, o yo la miraba coser mientras escuchábamos la radio. A veces incluso me dejaba ayudarla en la delicada tarea de separar las yemas de las claras de centenares de huevos, tarea necesaria para que, después, los primos preparasen dulces merengues y delicados mazapanes de bizcocho. En otras ocasiones, si había encargos de tortas de azúcar, una vez estaban ya a punto para meterlas al horno yo clavaba los dedos en la superficie de los discos de masa; en los huecos resultantes se acumulaba el delicioso glaseado: era la marca de la casa. Todo el mundo, yo incluida, adoraba aquellas tortas.

Sólo con mirarme ella ya adivinaba los ruiditos de mi estómago. Nunca necesité decirle que quería merendar, se anticipaba a mi deseo con un gesto: era hora de visitar la despensa, otro de los lugares maravillosos de la casa. El cuarto se mantenía todo el año fresco y oscuro, y de las vigas del techo colgaban habitualmente algún jamón o un pedazo de cecina, chorizos picantes y dulces, tocino y morcillas. En la alacena no faltaban el queso y el chocolate, y siempre tenía abierta una lata de aquel dulce de membrillo espeso, oscuro y artesanal que ella misma hacía todos los otoños. Jamás encontré sabores iguales, por mucho que los he buscado. Escogido el relleno, yo corría al horno a buscar mi pan, y de paso traía el suyo, que quedaba guardado para la cena. Después de merendar, para evitar que me aburriese, solía darme la lechera de aluminio, un recipiente con capacidad para dos litros de líquido, y me enviaba a la granja de Rubén a comprar la leche. Sabía perfectamente que aún faltaba más de una hora para el ordeño, pero también que yo disfrutaba preparando con Rubén y Maribel, su mujer, los pesebres y el pienso para entretener a los animales mientras la estación de ordeño automático hacía su trabajo. Sabía igualmente que, si había algún ternero en el establo, yo insistiría en darle el biberón, o si alguna vaca estaba enferma y había que ordeñarla a mano querría hacerlo yo misma, y que me quedaría allí mientras duraba todo el proceso del ordeño hasta que la leche ya estuviera refrigerándose en el tanque de acero inoxidable, a la espera del camión-cisterna que debía venir a recogerla. Sólo entonces, con la ropa impregnada del olor de los animales y restos de boñiga en las zapatillas, cansada y plenamente feliz, volvería a casa de la tía con la lechera llena. Era tarde, había que despedirse de ella y regresar a la ciudad hasta el domingo siguiente.

Era bastante frecuente que, al preparar nuestros panes particulares, éstos no tuviesen la forma habitual. Yo, con mis manos torpes de niña, no siempre conseguía que mi trozo de masa pareciese un panecillo normal. Ella, en ocasiones, le daba al suyo alguna forma mucho más precisa: a veces de ratón, otras de persona o de algún objeto concreto. Durante años pensé que lo hacía por agradarme, pero a medida que fui creciendo me di cuenta de que no era así. No era persona de adornos ni de malgastar el tiempo o esfuerzo en algo que no considerase útil. La única figura decorativa que había en su casa, una cerámica horrorosa procedente de una tómbola que representaba a un ciervo moribundo en manos de un cazador, estaba en el cuarto de invitados, ese que siempre estaba cerrado y solamente se usaba si venía algún familiar de lejos, situación cada vez más rara. El tema de las figuras de pan me fue intrigando cada vez más, hasta que un domingo de invierno en que me estaba enseñando a remendar calcetines no pude contener mi curiosidad y pregunté.

—Tía.

—Dime, niña.

—¿Te divierte hacer figuritas con el pan?

—No especialmente —me contestó sin levantar la vista del huevo de mármol rosa y la aguja que llevaba en las manos.

—Y entonces, ¿por qué las haces, tía?

—Porque no puedo permitirme estar triste ni preocupada. No se puede trabajar con la cabeza puesta en otros asuntos. Mira —me ordenó enseñándome los dedos pulgar e índice de la mano izquierda, que tenían la primera falange amputada—. Esto me lo hizo la máquina de embutir chorizos. Fue cuando joven, me había pasado algo muy triste y no podía dejar de pensar en ello. Por no estar atenta la máquina me cogió los dedos y me los dejó así.

Yo miré los muñones con detenimiento. Desde luego ya se los había visto, pero como siempre la había conocido así nunca me picó la curiosidad por saber el motivo.

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