Ximo Guillem-Llobat - Tóxicos invisibles

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Tóxicos invisibles nos presenta un conjunto de historias poco conocidas de contaminación ambiental a lo largo del siglo xx. Nos transporta a determinados lugares, industrias, regiones, en los que la connivencia de los expertos con las administraciones públicas y las empresas privadas ha silenciado e invisibilizado a las principales víctimas de la toxicidad: trabajadores, activistas, ciudadanos en general. A través de un conjunto de investigaciones históricas rigurosas, el libro muestra como en estos conflictos ambientales se activan sofisticados mecanismos de construcción de la ignorancia que dificultan la correcta regulación de productos y la recuperación de espacios enfermos, degradados de manera casi irreversible.
Tóxicos invisibles es una denuncia de nuestras sociedades industriales desreguladas, complacientes con los riesgos de miles de productos sintéticos que invaden nuestras vidas, y al mismo tiempo una apelación a la responsabilidad de todos para mejorar nuestras condiciones de vida.

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Nuestra gratitud también se dirige a la editorial Icaria, en particular a Anna Monjo y Desirée Herrera, quienes desde el principio recibieron nuestro proyecto con mucho interés y se embarcaron en la aventura de convertirlo en el libro que ahora tiene el lector en sus manos. El proyecto no habría llegado tampoco a buen puerto sin la financiación que hemos obtenido del Ministerio de Economía y Competitividad (mineco) a través del proyecto coordinado «Toxic Spain», en sus dos subproyectos: «Natural vs. Artificial: Industrial Waste, Expertise and Social Responses in 20th-Century Spain» (har2015-66364-c2-1-p) y «Living in a Toxic World: Experts, Regulations and Public Controversies in 20th-Century Spain» (har2015-66364-c2-2-p). La investigación también se ha beneficiado de la pertenencia de algunos de los autores al «Grup de Recerca Consolidat» (2017 sgr 1138), así como de la concesión de un premio «icrea-Acadèmia» (2018) de investigación a uno de los editores (ang).

Nuestra intención es que la lectura de los capítulos que siguen, con sus historias de luces y sombras, proporcione al lector herramientas críticas para hacerle más llevadera la toxicidad del presente o, mejor aún, más efectiva su reacción ante la injusta y cotidiana exposición a los productos tóxicos.

Valencia, Barcelona, febrero de 2020

Introducción: Toxicidades, Invisibilidades e Ignorancias

Agustí Nieto-Galan y Ximo Guillem-Llobat

El historiador norteamericano Robert Proctor definió hace unos años el cáncer como una enfermedad consecuencia inevitable de nuestras sociedades industriales «desreguladas», incapaces de establecer una colaboración eficaz entre gobiernos, científicos, empresas y activistas para luchar contra la toxicidad de miles de productos sintéticos que invaden nuestras vidas (Proctor, 1995). En efecto, Proctor denunciaba la incapacidad de los poderes públicos y de la sociedad civil para regular y controlar la expansión creciente de los pesticidas, los aditivos alimentarios y los contaminantes en el agua y el aire, y así frenar las consecuencias negativas para la salud, asociadas a estos compuestos químicos.

Esta debilidad de lo público para enfrentarse a la toxicidad se agrava además con las estrategias de las élites económicas y políticas para desregular, crear incertidumbre o simplemente esconder e invisibilizar información relevante sobre los peligros de diversas sustancias. Naomi Oreskes y Erik M. Conway han acuñado el concepto «mercaderes de la duda» para referirse por ejemplo al papel de los expertos (científicos profesionales), contratados por la industria privada norteamericana, para sembrar incertidumbre sobre la existencia y los efectos del cambio climático, la lluvia ácida o la disminución de la capa de ozono. Expertos estos que también sembraron dudas sobre las consecuencias perniciosas del tabaco para la salud; empresas que subvencionaron campañas de desprestigio contra la bióloga Rachel Carson (1907-1964), quien, con su denuncia sobre los efectos de los pesticidas, y en particular del ddt, convirtió su libro Silent Spring (Carson, 1962) en un best-seller mundial y en uno de los pilares del pensamiento ambiental moderno (Oreskes, Conway, 2010).

De manera análoga, Proctor y Londa Schiebinger inventaron hace unos años el término «agnotología» para referirse a una nueva ciencia del estudio de la ignorancia, aquella que precede al conocimiento o que se construye en paralelo o como alternativa a dicho conocimiento; una ignorancia que, cuando afecta a la salud o al medio ambiente, acaba teniendo graves consecuencias para la vida de las personas y los lugares que habitan (Proctor, Schiebinger, 2008). Tradicionalmente, se ha prestado mucha atención al estudio de lo que conocemos, pero no ha existido la misma preocupación por la ignorancia. Proctor y Schiebinger intentaron en su libro hacernos reflexionar sobre las sutilezas de esta ignorancia y sobre las consecuencias que acarrean las ideas preconcebidas sobre este término a la hora de analizar conflictos relativos a la toxicidad como los presentados en este libro.

La ignorancia puede entenderse como algo inevitable, un estado original, natural, con el que conviven millones de personas, y que se vería progresivamente reducido en la medida que avanzase la investigación y la educación. Pero existe un segundo tipo de ignorancia que sería el resultado de un conjunto de decisiones tomadas de manera selectiva por toda o parte de la comunidad científica en un determinado contexto histórico. Dicha comunidad podría aceptar unos procedimientos y parámetros (a la vez que descartar otros) para, por ejemplo, evaluar el impacto ambiental y sanitario de un accidente, una nueva infraestructura o un proceso industrial. En dicho caso, la ignorancia se puede considerar como un acto pasivo, al ser el resultado lógico de la aplicación de unas determinadas normas o prácticas consensuadas.

Si en este tipo de ignorancia no se podía descartar una cierta intencionalidad, esta sería mucho más evidente en la tercera categoría indentificada por Proctor: la llamada «agnogénesis». Se refería así a una ignorancia, concebida como una construcción activa y premeditada —incluso maquiavélica—, producto de una estrategia calculada para crear informaciones dudosas, generar incertidumbre en la población, o manipular datos, a menudo presentados con una cierta apariencia de objetividad científica. Este tercer tipo de ignorancia está relacionado con los antes mecionados «mercaderes de la duda» y, en general, el libro de Proctor y Schiebinger se basa en ejemplos parecidos. Sin duda estos casos merecen una atención especial, pero, al poner el énfasis en ellos parecería que la ignorancia solo es el producto de una «mala» ciencia, de una ciencia desviada por fuerzas disruptivas externas como la industria o las administraciones públicas y sus científicos cautivos, que quizás podría llegar a compensarse con una adecuada política de divulgación científica. (Frickel, Edwards, 2014). Esta crítica ha llevado a otros autores a estudiar con especial interés los procesos de construcción estructural o pasiva de ignorancia, es decir, el segundo tipo de la taxonomía propuesta por Proctor (Elliot, 2015).

El hecho de que una cierta ignorancia se pueda derivar del normal funcionamiento de la ciencia no significa, sin embargo, que no podamos señalar su intencionalidad o identificar posibles alternativas. La frontera entre la negligencia deliberada y la involuntaria no siempre es clara. Cuando, por ejemplo, se evalúa la toxicidad de determinadas sustancias, los datos cuantitativos, impersonales, derivados de un tratamiento estadístico, que se ha hecho cada vez más habitual en la epidemiología, invisibilizan otras informaciones, que solo se pueden obtener con estudios comunitarios, testimonios personales e información más cualitativa, tal y como ocurre en el caso de la llamada epidemiología popular (Brown, 1997). Sin embargo, estos estudios alternativos o complementarios, aunque a menudo reivindicados, no siempre han sido viables.

Las preguntas que se formulan y aquellas que dejan de formularse en la investigación científica, y concretamente en la evaluación de riesgos, son también fuente de ignorancia. La selección puede responder a intereses diversos, a valores imperantes en contextos políticos y sociales determinados, así como a tradiciones científicas específicas. A lo largo del siglo xx, el establecimiento de valores estándares en la ciencia en general, y en el ámbito sanitario y ambiental en particular, ha constituido también una vía muy importante de construcción de ignorancia. Los procesos de estandarización de alimentos, fármacos, emisiones, etc., siempre han comportado complejos procesos de negociación y controversia. No obstante, con el paso del tiempo, estos estándares suelen presentarse como medidas «objetivas» de la toxicidad o inocuidad de una sustancia. Esto ocurre cuando, por ejemplo, deja de considerarse que el valor límite de un tóxico se calculó asumiendo datos siempre cuestionables de su biodisponibilidad, la exposición potencial de la población o incluso sus efectos sobre la salud (Elliot, 2015).

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