Danielle Steel
Solteros Tóxicos
Toxic Bachelors (2005)
El sol brillante calentaba la cubierta del yate Blue Moon. Eran sesenta metros de líneas exquisitas y elegantes de un diseño extraordinario. Piscina, helipuerto, seis lujosos camarotes para invitados, una suite de cine y una tripulación de dieciséis personas de trato impecable. El Blue Moon y su propietario aparecían en las revistas de navegación del mundo entero. Charles Sumner Harrington se lo había comprado a un príncipe saudí hacía seis años. Su primer yate, un velero de veinte metros, lo había adquirido cuando tenía veintidós, y se llamaba Dream. Veinticuatro años más tarde seguía disfrutando de la vida a bordo tanto como antes.
A los cuarenta y seis, Charles Harrington sabía que era un hombre afortunado. Había llevado una vida cómoda, al menos en apariencia. A los veintiuno había heredado una enorme fortuna y la había administrado con gran responsabilidad durante los veinticinco años siguientes. Su profesión consistía en gestionar sus propias inversiones y la fundación de su familia. Charlie era consciente de que pocas personas en el mundo tenían tanta suerte como él, y había hecho mucho para mejorar la situación de los más desfavorecidos, tanto por mediación de la fundación como a título personal. También era consciente de que tenía una tremenda responsabilidad, e incluso cuando era más joven pensaba en los demás antes que en sí mismo. Era especialmente sensible a los jóvenes y niños desprotegidos. La fundación realizaba una labor impresionante en el terreno de la educación; proporcionaba asistencia médica a los indigentes, sobre todo en los países en desarrollo, y también se dedicaba a la prevención del maltrato infantil para los críos de los barrios deprimidos. Charles Harrington era un gran personaje pero al mismo tiempo llevaba a cabo su labor filantrópica calladamente, a través de la fundación, o de forma anónima siempre que podía. Era humanitario y sumamente generoso a la par que serio, pero también reconocía, entre bromas y veras, que estaba muy malcriado, y no intentaba justificar su forma de vida. Podía permitírselo, y todos los años se gastaba millones en el bienestar de los demás y una considerable cantidad en sí mismo. No estaba casado, no tenía hijos, le gustaba vivir bien y, cuando procedía, compartía gustosamente aquella vida de lujo con sus amigos.
Todos los años, sin excepción, Charlie y sus dos amigos más íntimos, Adam Weiss y Gray Hawk, pasaban el mes de agosto en su yate, navegando por el Mediterráneo, y se quedaban donde les apetecía. Llevaban diez años haciendo ese viaje, y habrían hecho casi cualquier cosa con tal de no perdérselo, porque era lo que más les gustaba en el mundo. Todos los años, el primero de agosto, así cayeran chuzos de punta, Adam y Gray iban en avión a Niza y pasaban un mes en el Blue Moon, tal como lo habían hecho en el barco anterior. Charlie solía pasar también el mes de julio en la embarcación, y a veces no volvía a Nueva York hasta mediados o finales de septiembre. Podía solucionar fácilmente los asuntos de la fundación y de sus negocios desde el barco, pero agosto estaba dedicado por completo al placer. Y aquel año no iba a ser distinto.
Charlie estaba desayunando en la cubierta de popa, mientras el yate se balanceaba suavemente, fondeado en el puerto de Saint Tropez. Había trasnochado y había vuelto a las cuatro de la mañana. A pesar de todo, se había levantado temprano, si bien sus recuerdos de la noche anterior eran un tanto borrosos. Solía pasarle cuando iba en compañía de Gray y Adam. Eran un trío tremendo, pero no le hacían daño a nadie. No tenían que rendirle cuentas a nadie, porque ninguno de los tres estaba casado y de momento tampoco tenían novia. Hacía tiempo que habían llegado a un acuerdo: que estuvieran en la situación en la que estuviesen, siempre irían al barco solos, a pasar el mes como solteros, entre hombres, y a divertirse. No tenían que dar explicaciones ni poner excusas a nadie, y los tres trabajaban mucho durante el resto del año, cada cual a su manera: Charlie en sus obras de filantropía, Adam en la abogacía y Gray en su pintura. Charlie decía que se ganaban sobradamente el mes de vacaciones y que se merecían aquel viaje anual.
Dos eran solteros por decisión propia. Charlie insistía en que no era su caso. Se empeñaba en que su soltería se debía a la casualidad y a la mala suerte. También aseguraba que quería casarse, pero que aún no había encontrado a la mujer adecuada, a pesar de llevar toda la vida buscándola. Pero seguía buscando, sin parar, meticulosamente. En su juventud había estado a punto de casarse en cuatro ocasiones, y en cada una de ellas había ocurrido algo que lo había obligado a suspender la boda, muy a su pesar.
La primera mujer con la que se había prometido se acostó con su mejor amigo tres semanas antes de la boda, algo que provocó una auténtica explosión en su vida. Y, por supuesto, no le quedó más remedio que suspender la boda. Su segunda novia aceptó un trabajo en Londres inmediatamente después del compromiso. Charlie viajaba continuamente para verla; ella trabajaba en el Vogue británico y apenas tenía tiempo para estar con él, mientras Charlie la esperaba pacientemente en el apartamento que había alquilado con el propósito de pasar tiempo juntos. Dos meses antes de la boda, la chica reconoció que quería seguir trabajando y que no se veía renunciando a su profesión cuando se casaran, algo muy importante para Charlie. Él pensaba que su esposa debía quedarse en casa y tener hijos. Como no quería casarse con una mujer dedicada a su profesión, decidieron separarse, amistosamente, claro, pero supuso una gran decepción para él. Entonces tenía treinta y dos años, y seguía decidido a buscar a la mujer de sus sueños.
Un año más tarde se convenció de haberla encontrado. Era una chica fantástica, dispuesta a abandonar sus estudios de medicina por él. Fueron juntos a Sudamérica, por asuntos de la fundación, y visitaron a niños de países en desarrollo. Compartían tantas cosas que al cabo de seis meses de haberse conocido se prometieron. Todo iba bien hasta que Charlie se dio cuenta de que su prometida era inseparable de su hermana gemela y esperaba que la llevaran a todos lados con ellos. Charlie y la hermana gemela se cayeron fatal desde el principio, y cada vez que se veían mantenían acaloradas e interminables discusiones. Charlie estaba seguro de que jamás se llevarían bien, pero hasta extremos alarmantes. También renunció en aquella ocasión, y su futura esposa lo aceptó. Su hermana era demasiado importante para ella como para casarse con un hombre que realmente la detestaba. La chica se casó con otro al cabo de un año, y la hermana se instaló con la pareja, lo cual convenció aún más a Charlie de que había hecho bien.
El compromiso más duradero de Charlie había tocado a su fin hacía cinco años, y de una forma desastrosa. La chica quería a Charlie, pero ni siquiera tras consultar con expertos matrimoniales accedió a tener hijos. Aunque aseguraba que lo amaba, siguió en sus trece. Al principio Charlie pensaba que podría convencerla, pero como no lo consiguió, se separaron, como amigos. Charlie siempre acababa así, sin excepción. Había conseguido ser amigo de todas las mujeres con las que había salido. Cada Navidad le llegaba una avalancha de postales de mujeres a las que había amado en su momento, que habían decidido no casarse con él y lo habían hecho con otros hombres. A juzgar por las fotografías de ellas y sus familias, a primera vista todas parecían iguales: mujeres guapas, rubias, distinguidas, de familias aristocráticas, que habían ido a colegios como es debido y se habían casado con hombres como es debido. Le sonreían desde sus tarjetas navideñas, con sus prósperos maridos al lado y sus hijos rubiecitos a su alrededor. Seguía en contacto con muchas de ellas; todas querían a Charlie y lo recordaban con mucho cariño.
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