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Danielle Steel: Solteros Tóxicos

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Danielle Steel Solteros Tóxicos

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Son atractivos, interesantes, cautivadores, adinerados… y, por encima de todo, solteros. Charlie, Adam y Gray no están dispuestos a volver a fracasar en el amor y por eso se cierran en banda ante cualquier posibilidad de relación seria. En el pasado no han sufrido más que desengaños y se niegan a padecer de nuevo la misma traumática experiencia. No obstante, cuando juraron fidelidad a su soltería no tuvieron en cuenta el destino, que iba a poner en su camino a tres mujeres opuestas al tipo de pareja que habían tenido hasta el momento y del que tanto recelaban. ¿Conseguirá el amor derribar las barreras del desengaño? Solteros tóxicos, la historia de tres relaciones imposibles en pugna por fructificar, enseña que sí puede, al tiempo que proporciona una lectura amena, tierna… inolvidable.

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Por entonces sus padres se habían trasladado a Santa Fe, y cuando Gray tenía veinticinco años habían adoptado un bebé navajo a quien impusieron el nombre de Boy. Fue un proceso complicado, pero la tribu accedió a dejarlo marchar. A Gray le parecía buen chaval, pero la diferencia de edad era tan grande que apenas lo vio mientras crecía. Los padres adoptivos murieron cuando Boy tenía dieciocho años y el muchacho volvió con su tribu. Eso había ocurrido hacía siete años, y aunque Gray sabía dónde estaba su hermano, nunca se habían puesto en contacto, Recibía una carta de Sparrow desde la India cada dos años. Nunca se habían llevado demasiado bien, al haber pasado sus años de infancia sobreviviendo a los caprichos y las extravagancias de sus padres. Gray sabía que Sparrow había dedicado mucho tiempo a buscar a sus padres biológicos, quizá para intentar poner algo de normalidad en su vida.

Los había encontrado en algún lugar de Kentucky, vio que no tenían nada en común con ella y no volvió a verlos. Gray nunca había sentido el menor deseo de conocer a los suyos, quizá sí cierta curiosidad, pero bastante tenía con sus padres adoptivos, y no necesitaba añadir más personas desequilibradas a la mezcla. Los chiflados con los que se relacionaba eran más que suficiente, y las mujeres con las que salía, otro tanto de lo mismo. Los conflictos que compartía con ellas, y que trataba de solucionar, eran más numerosos que los que había visto mientras se hacía mayor, le resultaban conocidos y se sentía cómodo con ellos. Y de una cosa estaba convencido: que no quería tener hijos y hacerles lo mismo que le habían hecho a él. Tener hijos era algo para los demás, como Adam, que podía criarlos como es debido. Gray sabía que no podía, porque no tenía un modelo parental que seguir, ni una auténtica vida familiar que imitar, nada que ofrecerles, o eso le parecía a él. Lo único que quería era pintar, y lo hacía muy bien.

Fuera cual fuese su mezcla genética, quienesquiera que fueran sus padres biológicos, Gray tenía un enorme talento, y aunque nunca le había reportado grandes beneficios, siempre lo habían respetado como pintor. Incluso los críticos reconocían que era pero que muy bueno. Sencillamente no era capaz de llevar una vida ordenada durante el tiempo suficiente como para ganar dinero con su trabajo. Cuanto habían ganado sus padres durante los primeros años se lo habían gastado en drogas y en viajar por todo el mundo. Estaba acostumbrado a no tener nada y no le importaba. Y cuando tenía algo, se lo regalaba a otros a los que consideraba más necesitados. Y lo mismo le daba estar en el lujoso yate de Charlie que muerto de frío en su estudio del barrio del antiguo matadero neoyorquino. Poco le importaba que hubiera alguna mujer en su vida. Lo que le importaba era su trabajo, y sus amigos.

Había comprobado hacía bastante tiempo que, aunque a veces lo atraían las mujeres y aunque le gustaba tener un cuerpo cálido en su cama para reconfortarlo en las noches frías, eran todas unas dementes, o al menos las que pasaban por su vida. A nadie le cabía duda de que si una mujer estaba con Gray, lo más probable era que estuviera loca. Era una maldición que él aceptaba, una fuerza irresistible tras la infancia que había pasado. Creía que la única forma de romper el hechizo, o la maldición que le había sobrevenido por su familia adoptiva, era negarse a transmitir ese modo de vida angustioso a un hijo suyo.

Muchas veces decía que lo que podía aportar al mundo era la promesa de no tener hijos. No había roto esa promesa, y sabía que jamás la rompería. Decía que era alérgico a los niños, y que a los niños les pasaba lo mismo con él. Al contrario que Charlie, Gray no andaba en busca de la mujer perfecta; solo le habría gustado encontrar a una, algún día, que estuviera cuerda. Mientras tanto, las que encontraba le procuraban emociones y un toque humorístico, a él y a sus amigos.

– Bueno, ¿qué vamos a hacer hoy? -preguntó Charlie, mientras los tres se recostaban en sus respectivas tumbonas tras el desayuno.

El sol ya estaba alto, era casi mediodía y el tiempo inmejorable. Hacía un día realmente precioso. Adam dijo que quería ir a Saint Tropez a comprar regalos para sus hijos. A Amanda siempre le encantaba lo que le llevaba, y Jacob se conformaba con cualquier cosa. Los dos querían a su padre con locura, pero también querían a su madre y a su padrastro. Rachel y el pediatra habían tenido dos hijos más, de cuya existencia Adam fingía no saber nada, aunque sí sabía que Amanda y Jacob les tenían cariño y los querían como hermanos. Adam no quería saber nada de ellos. No había llegado a perdonar a Rachel por su traición, y jamás la perdonaría. Hacía años que había llegado a la conclusión de que, a la menor oportunidad, todas las mujeres eran auténticas arpías. Su madre no paraba de incordiar a su padre y le faltaba al respeto. Su padre respondía a la continua andanada de insultos con el silencio. Su hermana era más sutil que su madre y conseguía cuanto quería a base de lloriqueos. En las raras ocasiones en las que no lo conseguía se ponía hecha una fiera y enseñaba los dientes. En opinión de Adam, la única forma de tratar a una mujer consistía en que fuera tonta, mantenerla a distancia y pasar página rápidamente. Había que seguir moviéndose, y así todo iría bien. Solo se quedaba tranquilo o bajaba la guardia en el barco, con Charlie y Gray, o con sus hijos.

– Las tiendas cierran a la una para el almuerzo -le recordó Charlie. -Podemos ir esta tarde.

Adam se acordó de que no volvían a abrir hasta las tres y media o las cuatro, y todavía era demasiado pronto para comer. Acababan de desayunar y, tras los excesos de la noche anterior, solo había tomado un panecillo y un café. Tenía el estómago delicado, había padecido de úlcera hacía unos años y raramente comía mucho. Era el precio que pagaba, de buena gana, por un trabajo tan estresante. Tras tantos años de negociar contratos para deportistas y estrellas de primera categoría, le encantaba su profesión y disfrutaba con ella. Se encargaba de sacarlos de la cárcel bajo fianza, de meterlos en los equipos que querían, de firmar las giras de conciertos, de negociar sus divorcios, pagar la pensión alimenticia a sus antiguas amantes y firmar acuerdos para el mantenimiento de los hijos nacidos fuera del matrimonio. Con todo eso siempre estaba ocupado, estresado y contento. Y por fin tenía vacaciones. Se tomaba dos al año: el mes de Agosto en el barco de Charlie, un compromiso sagrado para él, y una semana en invierno también con él, en el Caribe. Gray nunca iba en esas ocasiones, porque guardaba malos recuerdos del Caribe de cuando había vivido allí con sus padres, y decía que por nada del mundo volvería. Y a finales de agosto pasaba una semana viajando por Europa con sus hijos. Como siempre, se reuniría con ellos al final de la travesía en el barco. Su avión los recogería en Nueva York, haría escala en Niza para recogerlo a él, y después se irían los tres a pasar una semana en Londres.

– ¿Qué os parece si zarpamos y anclamos cerca de la playa? Después podemos ir a almorzar al Club 55 en la lancha -propuso Charlie, y los otros dos asintieron. Era lo que solían hacer en Saint Tropez.

Charlie tenía todos los juguetes imaginables para sus invitados: esquís acuáticos, motos acuáticas, un velero pequeño, tablas de windsurf y equipo de submarinismo. Pero lo que más les gustaba era hacer el vago. Dedicaban la mayor parte del tiempo a comer, cenar, beber, las mujeres y nadar un poco. Y a dormir mucho, sobre todo Adam, que siempre llegaba agotado y decía que únicamente dormía como Dios manda en el barco de Charlie, en agosto. Era la única época del año en la que no tenía preocupaciones. Le enviaban faxes desde el despacho todos los días, y correos electrónicos, y los revisaba, pero sus secretarias, ayudantes y socios sabían que en agosto no había que molestarlo más de lo absolutamente imprescindible. Y ¡ay de ellos si lo hacían! Era la única temporada en la que Adam abandonaba el control del bufete e intentaba no pensar en sus clientes. Cualquiera que lo conociera bien y que supiera cuánto trabajaba sabía que necesitaba aquel descanso. Su trato resultaba mucho más agradable cuando volvía en septiembre, Superaba sin esfuerzo las siguientes semanas, incluso los siguientes meses, gracias a los buenos momentos pasados con Gray y Charlie.

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