Peter H. Wilson - El Sacro Imperio Romano Germánico

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Desde su fundación con
Carlomagno hasta su destrucción, un milenio más tarde, a manos de Napoleón, el
Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad vasta y en constante expansión, tan antigua como única, formó el corazón de Europa. Motor de invenciones e ideas, estuvo en el origen de muchos de los Estados modernos europeos, desde Alemania a la República Checa, y sus relaciones con Italia, Francia y Polonia dictaron el curso de incontables guerras. La historia europea no tendría sentido sin él. En este sorprendentemente ambicioso libro,
Peter H. Wilson aborda la tarea ingente de explicar el funcionamiento del Imperio no desde un punto de vista cronológico, sino en un titánico ejercicio expositivo en el que demuestra su trascendental importancia, y cómo el Imperio mutó a lo largo del tiempo. El resultado es un
tour de force, un libro que eleva innumerables cuestiones sobre la naturaleza de su poder político y militar, sobre la diplomacia y la esencia de la civilización europea y sobre el legado del
Sacro Imperio Romano Germánico, que durante generaciones ha perseguido y obsesionado a sus vástagos, desde la Alemania imperial y nacionalsocialista hasta la Unión Europea. Ganador Libro del año en 2016 en
Sunday Times Ganador Libro del año en 2016 en
The Economist

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Esta dimensión religiosa específica se explora en el Capítulo 2, que narra cómo el imperio asumió la distinción, típicamente «imperial», entre una civilización única y todos los extranjeros, considerados «bárbaros». 16 La cristiandad y el antiguo legado romano imperial, encarnado por el imperio después del año 800, era lo que definía la civilización. Pero, por otra parte, los tratos imperiales con los outsiders no siempre eran violentos, pues su expansión hacia el norte y el este de Europa durante la Alta Edad Media se logró, en parte, gracias a la asimilación. El Capítulo 3 muestra cómo el concepto de civilización única impidió que el imperio tratase con otros Estados de igual a igual. Esto fue resultando cada vez más problemático a medida que la Europa cristiano-latina se fue dividiendo en Estados soberanos diferenciados con más claridad, cada uno de los cuales regido por monarcas que afirmaban ser «emperadores de sus propios reinos».

La Parte II busca trascender el desmembramiento tradicional del imperio, obra de historiadores nacionalistas y regionalistas, y estudiar cómo se relacionaban con este sus muchas tierras y pueblos. El imperio carecía de un núcleo estable, a diferencia de los núcleos de los Estados nacionales inglés y francés, basados en el valle del Támesis o en la Île de France. Nunca tuvo una capital permanente ni un santo patrón único, una lengua o cultura comunes. La identidad era siempre múltiple y superpuesta, como refleja la presencia imperial en numerosos pueblos y lugares. El número de capas superpuestas creció con el tiempo, a la vez que evolucionaba una jerarquía política más compleja y matizada para dar apoyo a la gobernanza imperial. El núcleo general recayó, a mediados del siglo X, en el reino germano, si bien la monarquía imperial siguió siendo itinerante hasta el XIV. Hacia la década de 1030 había surgido una jerarquía estable. Fuera quien fuese el rey alemán también gobernaba sobre los otros dos reinos principales del imperio, los de Italia y Borgoña, y era el único candidato digno del título imperial. El Capítulo 4 explora la conformación de esos reinos y de sus territorios constituyentes, así como la relación del imperio con otros pueblos europeos. La importancia relativa de etnicidad, organización social e identidades se aborda en el Capítulo 5. El Capítulo 6 examina cómo los conceptos de nación surgidos en el siglo XIII, reforzaron, más que debilitaron, la identificación de numerosos habitantes con el imperio. Alemania se tenía a sí misma como una nación política mucho antes de la unificación de 1871, pues consideraba al imperio su hogar natural. Pero este nunca exigió la lealtad absoluta y exclusiva que esperarían los nacionalistas posteriores. Esto reducía su capacidad de movilizar recursos y obtener apoyos activos, pero también permitió la coexistencia de comunidades heterogéneas, cada una de las cuales consideraba que su propio hecho diferencial quedaba salvaguardado por el hecho de pertenecer a un hogar común.

La Parte III explica cómo se gobernaba el imperio sin una gran infraestructura centralizada. Durante mucho tiempo, los historiadores han esperado y deseado que los reyes fueran «hacedores de Estados» o, cuando menos, que tuvieran planes consistentes y a largo plazo. Los Estados se juzgan conforme a un modelo singular, que el sociólogo Max Weber resume de forma muy sucinta como «el monopolio del uso legitimado de la fuerza física dentro de un territorio concreto». 17 La historia nacional se convierte así en la historia de la creación de una infraestructura para centralizar y ejercer autoridad soberana exclusiva y de la articulación de argumentos que legitimen tal proceso. Estos argumentos también deben deslegitimar las aspiraciones de sus rivales, tanto del interior (las de nobles o regiones con aspiraciones de autonomía), como de outsiders que buscan imponer su hegemonía sobre el territorio «nacional». Cuando se utiliza esta vara de medir no resulta apenas sorprendente que la historia imperial quede reducida a un ciclo repetitivo y caótico que se prolonga, como mínimo, hasta el siglo XV. Cada nuevo rey asumía el trono tras ser reconocido por sus iguales entre la alta nobleza. Acto seguido, recorría el reino germano para recibir homenaje, con lo que da oportunidad a sus rivales a denegárselo y rebelarse. La mayoría de reyes lograba afirmar su autoridad, si bien hubo prolongados periodos en los que hubo monarcas rivales e incluso guerra civil, en particular en 1077-1106, 1198-1214 y 1314-1325. Muchos reyes se enfrentaron, hasta el siglo X, a incursiones externas e invasiones de vikingos, eslavos o magiares. Una vez consolidados en el trono, estos reyes solían hacer una expedición a Roma ( Romzug ) para hacerse coronar emperador por el papa. Aquellos que se entretenían demasiado en Italia se arriesgaban a nuevas rebeliones al norte de los Alpes, lo cual precipitaba un retorno anticipado. Otros necesitaron varias marchas para imponer un mínimo de autoridad imperial en Italia. Estos últimos morían de forma prematura de malaria en campaña; o, agotados, se apresuraban a retornar a algún lugar apropiado de Alemania donde poder tener «una buena muerte». Entonces, el cansino ciclo comienza de nuevo y prosiguió una y otra vez hasta que los Habsburgo establecieron, al fin, a principios del siglo XVI, su dominio territorial dinástico, que se superponía, en parte, con el del imperio.

Este relato descansa sobre la influyente concepción de Ranke del imperio como historia del fracaso de una construcción nacional. La mayor parte de comentaristas siguió sus pautas, pues argumentaban que el «declive» de la autoridad central fue inversamente proporcional a la conversión de los príncipes en dirigentes semiindependientes. Este argumento ha quedado fijado por siglo y medio de historias nacionales y regionales, que describen los devenires separados de países modernos como Bélgica o República Checa, así como de regiones de la Alemania y de la Italia modernas, como Baviera o Toscana. Cada una de tales historias es tan persuasiva porque se edifica sobre el desarrollo de la autoridad política centralizada y de su identidad asociada, enfocada en exclusiva en su territorio concreto. La conclusión general, a menudo, es que el imperio era una especie de sistema federal que surgió tras la muerte de Carlomagno, en 814, o tras la Paz de Westfalia, en 1648. 18 Las enormes diferencias entre ambas fechas son indicativas de los problemas de fijar en el tiempo tales estructuras. Aun así, es una idea atractiva y no solo porque, como veremos, algunos de los habitantes del imperio afirmaban que este era una confederación, sino también porque esta definición permite, cuando menos, encajarlo dentro de la taxonomía al uso de los sistemas políticos. Fue este aspecto el que atrajo la atención de Madison y su conclusión de que era una «unión débil y precaria», conclusión que buscaba llevar a sus compatriotas a dotarse de un gobierno federal más fuerte. 19

Los sistemas federales no son unitarios, en el sentido de que tienen dos o más niveles de gobierno en lugar de una única autoridad central. Además, combinan elementos de soberanía compartida mediante instituciones comunes, con autogobierno regional para sus segmentos territoriales constituyentes. 20 Tales elementos estaban ciertamente presentes en el imperio después de que la «reforma imperial» de finales del siglo XV y principios del XVI diera a la constitución del imperio su forma definitiva de comienzos de la Edad Moderna. No obstante, el concepto federalismo requiere un manejo cuidadoso, pues puede fácilmente confundir más que clarificar. Definir el imperio como federal perpetúa la estrecha y dualista visión de que su desarrollo histórico fue definido en exclusiva por la pugna entre emperadores y príncipes, enfrentamiento en que estos últimos lograron imponerse en 1806 con el establecimiento de principados y reinos de plena soberanía. Aún peor, es muy difícil no asociar el término a su uso político moderno, en particular en las repúblicas federales de Alemania y de Austria, así como en Suiza y otros Estados contemporáneos, entre los que se incluye Estados Unidos. En todos estos casos, los elementos constituyentes interactúan como iguales y comparten un estatus común como miembros de una unión política. Las diferencias son genuinamente dualistas: sus dinámicas se definen según el grado de reparto de los poderes clave por medio de instituciones centrales comunes y hasta qué grado estos se retornan a sus unidades constituyentes en forma de «derechos de los estados». Por último, los Estados federales modernos actúan de forma directa sobre todos sus ciudadanos por igual. Cada ciudadano ha de tener la misma participación en su propio Estado y en la unión en su conjunto. Todos están obligados por las mismas leyes federales, incluso en algunos aspectos de la vida que son cubiertos por disposiciones específicas de cada Estado miembro. Tales formas de igualdad eran completa y fundamentalmente ajenas al imperio, que siempre contó con un núcleo político dominante, aunque cambiante, y que siempre gobernó a su población por medio de una compleja jerarquía definida por el estatus sociojurídico.

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