El acuerdo estaba formado por dos documentos, conocidos como Concordato de Worms. Antes bien, este nombre se remonta a mucho más tarde, al siglo XVII. El emperador cedía la investidura espiritual, con estola, anillo y báculo al papa. Los obispos germanos debían elegirse conforme al derecho canónico y estar limpios de simonía, pero el emperador tenía derecho a estar presente en la elección y arbitrar posibles disputas. El emperador investía a cada obispo con un cetro, símbolo de la autoridad temporal asociada a las regalías. Esto debía tener lugar antes de la ordenación en Alemania, pero después de la ordenación en Italia y Borgoña. En 1133, se revisó esta cláusula: el nuevo obispo debía jurar lealtad al emperador previa recepción de sus prerrogativas temporales. Las posesiones del papado estaban exentas de tales acuerdos, lo cual indicaba que ya no formaban parte de la jurisdicción imperial.
El concordato suele interpretarse como el símbolo del paso de una época a otra, de la transición de la Edad Media temprana a la Alta Edad Media, así como del inicio de la secularización. 115 Aunque religión y política siguieron estando estrechamente imbricadas, el acuerdo rigió las relaciones papado-imperio hasta 1803. Las generaciones posteriores se han sumado al debate de la época de quién obtuvo mayor beneficio. El papa Calixto II estaba convencido de haber ganado, pues lo celebró con los frescos conmemorativos del palacio de Letrán y remitió copias del concordato a toda Europa. El clero había conservado sus distinciones corporativas y la nueva ceremonia de investidura dejaba claro que el rey germano carecía de potestad espiritual… En este sentido, es indudable que la política se desacralizó. La desautorización, en 1119, del último antipapa por parte de Enrique V pone de relieve que el emperador era incapaz de quitar y poner papas. Aun así, el imperio no había quedado debilitado. Al contrario, el resultado de la querella reforzó una serie de tendencias de fondo que aceleró la transformación de la propiedad eclesiástica: pasa de formar parte de las tierras de la corona a ser posesiones de príncipes espirituales ligados al monarca en una relación feudal más formalizada. Mientras, las nociones de responsabilidad colectiva sobre el imperio expresadas en las rebeliones contra Enrique IV continuaron con el concordato, el cual había sido negociado con la ayuda de señores laicos y señores espirituales. Estos juraron que garantizarían que Enrique V se ciñera a los términos del acuerdo. La monarquía de mandato directo de los salios se reemplazó por un sistema mixto por el cual el emperador compartía responsabilidades con sus señores. 116
El papado también cambió. El objetivo inicial de libertad eclesiástica de la reforma gregoriana había sido derrotado. Los reformadores más radicales se vieron obligados a asumir que el papado tenía responsabilidades políticas, no solo espirituales. Los reiterados cismas papales posteriores a 1080 habían engendrado múltiples cismas locales en los que pontífices rivales consagraban obispos diferentes para la misma sede episcopal. La reforma quedó en entredicho cuando el pontífice vendió patrimonio de la Iglesia para financiar su guerra contra el emperador. El papado se hizo cada vez más monárquico: a partir de mediados del siglo XI comenzó a imitar el uso de la púrpura y las complejas ceremonias de coronación del imperio. Un siglo más tarde, los papas asumieron el título de vicario de Cristo, que había sido usado por los reyes salios, pero que ahora se empleaba para afirmar la autoridad pontificia sobre todos los monarcas. El territorio papal se expandió: el papa se hizo con el control de Toscana tras la muerte de Matilde de Canosa. La Iglesia latina quedó sometida a un mayor control central, respaldado por la expansión de la administración papal y por el establecimiento de la Inquisición, en 1231, para vigilar creencias. En torno a 1380, la libre elección de abades y obispos había cesado casi por completo, toda vez que los sucesivos papas utilizaban su derecho de vetar candidatos y aprobar nombramientos.
Las reformas, lejos de liberar a la Iglesia, la imbricaron en la política de forma aún más profunda. Alienó a muchas de las personas a las que afirmaba servir, las cuales la consideraban corrupta y alejada de sus necesidades espirituales. El resultado fue una nueva oleada de monasticismo y nuevas formas de piedad laica. Esto último fue estimulado por la renovada inquietud por la salvación personal surgida durante el siglo XII. Los valdenses y otros movimientos fundamentalistas de base adoptaron la extrema pobreza y rituales cada vez más enfrentados a la insistencia de la Iglesia oficial en la uniformidad de creencias y prácticas. Las indulgencias para los cruzados de Tierra Santa se extendieron a los que combatían la herejía en las brutales campañas emprendidas a partir de 1208 en la Europa meridional. El requerimiento de confesarse al menos una vez al año, iniciado en 1215, abrió la puerta a un mayor control del pensamiento íntimo. A partir de 1231, la herejía se castigaba con la muerte y hacia 1252 se autorizó a la Inquisición a utilizar la tortura para erradicar la herejía. 117
Después de que la muerte de Enrique V pusiera fin al linaje salio (1125), los soberanos del imperio se abstuvieron por lo general de implicarse en tales cuestiones. El papa Honorio II revirtió la relación inicial papado-imperio, pues reclamó el derecho a ratificar al siguiente rey germano, e intervino en la política imperial al excomulgar, en 1127, al antirrey Conrado Hohenstaufen. El candidato vencedor, Lotario III, rindió servicio de palafrenero papal en su reunión con el siguiente pontífice, en 1131. El palacio de Letrán fue rápidamente redecorado con nuevos frescos que representaban la escena, frescos que fueron mostrados a la siguiente visita imperial como prueba de lo que ya se consideraba una tradición. El estatus inferior del emperador se enfatizó aún más por la insistencia del papa en montar un caballo blanco, símbolo de su pureza y proximidad a Dios. 118
Los Hohenstaufen y el papado
Como ocurrió tantas veces en la historia del imperio, este aparente declive pronto fue revertido. La situación cambió a partir de 1138, con el reinado de Conrado III, quien dio inicio al linaje regio de los Hohenstaufen que perduró hasta mediados del siglo XIII. Los Hohenstaufen aprovecharon el hecho de que el papa seguía considerando al rey germano el único soberano digno de ser coronado emperador. Conrado se refería a sí mismo como emperador incluso sin haber sido coronado. 119 Esta práctica la continuó su sobrino y sucesor, Federico I Barbarroja, el cual asumió el título imperial en el mismo momento de su coronación real, en 1152, y llamó a su hijo «césar» en 1186 sin intervención papal ( vid . Lámina 25). Los Hohenstaufen posteriores lo secundaron: Federico II asumió el título de «emperador romano electo» en 1211 y es probable que esta práctica se hubiera consolidado de haberse alzado con la victoria en su pugna con el papado tras su elección como emperador, en 1220. Esta afirmación imperial se basaba en el desarrollo del imperio como estructura política colectiva, pues debía las prerrogativas imperiales a la elección del rey germano por parte de los principales señores, no a la coronación por parte del papa. Enrique IV ya había proclamado «el honor del imperio» ( honor imperii ) y los Hohenstaufen lo convirtieron en un concepto compartido por todos los señores del imperio, a los que otorgaba la misión de defenderlo contra el papado. 120
Por desgracia, el énfasis en el honor obstaculizó la política imperial en Italia, pues desincentivó la práctica de hacer concesiones para garantizar compromisos o ganar aliados, como por ejemplo las ciudades coaligadas en la poderosa Liga Lombarda para exigir autogobierno en 1167. La expedición a Italia de Federico Barbarroja de 1154 fue la primera en 17 años y finalizó un periodo de 57 años en el que los monarcas germanos tan solo habían pasado dos años al sur de los Alpes. Esta prolongada ausencia debilitó las redes de contactos personales que podrían haber ayudado a negociar de forma pacífica. El emperador no buscaba conflicto, pero estaba determinado a reimponer la autoridad imperial. Si los 1800 caballeros que acompañaron su primera expedición se consideraban un gran ejército, para su segunda campaña, en 1158, regresó con 15 000. 121 No obstante, los ejércitos nunca eran lo bastante grandes para dominar un país tan extenso y populoso. La necesidad de bases locales añadió urgencia a la insistencia de Barbarroja en revivir las regalías imperiales, entre las que se incluían el derecho a establecer guarniciones en las ciudades, imponer tributos y exigir ayuda militar. De forma inevitable, se vio inmerso en la política local. La Italia del norte era un denso mosaico de obispados, señoríos y ciudades, a menudo enzarzados en sus propios conflictos. El que uno apoyase al emperador solía animar a sus rivales a respaldar al papado. En su primera expedición, saqueó y destruyó Tortona después de haberse rendido, pues Barbarroja no pudo contener a sus aliados pavianos. 122 El retorno de la célebre «furia teutona» perjudicó el prestigio imperial, lo cual obstaculizó aún más la deseada pacificación. Esta pauta se repitió en las cuatro campañas subsiguientes, entre 1158 y 1178. Barbarroja obtuvo éxitos locales, pero nunca pudo hacerse con el control de toda la Lombardía.
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