Eiríkur Örn Norddahl - Illska

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Agnes y Ómar se conocen una gélida madrugada en el centro de Reikiavik. Tres años después, Ómar reduce su casa a cenizas y abandona el país. Pero esta historia comienza mucho antes, en 1941, cuando la mitad de los habitantes de la ciudad lituana de Jurbarkas son asesinados en un bosque de los alrededores.Dos de los bisabuelos de Agnes estuvieron en esa masacre —uno disparó al otro— y, tres generaciones después, Agnes ha convertido el Holocausto y los populismos xenófobos en el centro absoluto de su vida. Y su obsesión la lleva hasta Arnor, un neonazi cultivado… Traducida a siete idiomas y celebrada unánimemente por la crítica, Illska se sitúa en el corazón de la actual crisis de valores europea y explora, a través de un argumento adictivo, la preocupante deriva sociopolítica de Europa.

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CAPÍTULO 6

La siguiente vez que Ómar vio a Agnes, fue en un café. Mesas rojas de madera y sillas de aluminio gris oscuro alrededor de un mostrador circular en una gran plaza en mitad de un centro comercial. Alguien se había esmerado en el diseño de aquel café interior en la calle más importante del ansia consumista de los islandeses, pero no sirvió de nada. Los centros comerciales están diseñados para aletargar los sentidos y convertir a sus clientes en zombis sonrientes. Igual que los psicofármacos y las drogas recreativas. No hay relojes, para que no sepas cómo pasa el tiempo. El aire está saturado de agradables aromas artificiales. Curvas constantes te hacen pasear en círculos interminables, dirigiéndote suavemente hacia la siguiente tienda. Todas las salidas están protegidas por curvas bruscas; los rincones pintados de blanco y carentes de publicidad parecen gritar: AQUÍ NO PASA NADA. El cerebro está aderezado por las mismas cuatro canciones pop. Los ojos brillan al ver las baratijas. Alguien se había esmerado en el diseño de la cafetería, pero en un espacio como ese, el esmero del diseñador no importa lo más mínimo: se hunde hasta el fondo y no se ve, oculto por los detergentes y los desinfectantes.

***

La ley de Godwin dice así: A medida que se prolonga una discusión en línea, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno. La ley de Godwin se completa con lo siguiente: Pierde quien sea el primero en mencionar el Tercer Reich.

Parecía adecuado mencionar esto antes de continuar, aunque no estemos en internet (al menos, yo).

***

A una de las mesas, en medio del espacio sin alma, estaba sentada Agnes bebiendo sonriente un café con leche. Enfrente de ella había un hombre delgado, de unos cuarenta años, que llevaba puesta una chaqueta negra de cuero y tenía una gran mata de pelo encrespado. No parecía demasiado interesante —nada especial. Piel y huesos. Pálido, pero con ojos inquietos. Guapo, pese a unas muecas constantes que jugueteaban en su rostro como auroras boreales—. Ómar notó un escozor en el vientre, causado por los celos. Se detuvo al otro lado del mostrador y miró a Agnes sonreír a aquel hombre flaco, inquieto y excitante, y se sintió a sí mismo gordo, feo y torpe en comparación. Como si el hombre no estuviera ante una taza de café con Agnes, sino burlándose de Ómar, desnudo e impotente, con el pene arrugado y un gran barrigón. Pero a lo mejor era su hermano. Aunque, si tenía un hermano, no había mencionado su existencia. Y tampoco se parecían en nada. Ella tenía la cara mucho más ancha que él —y ella tenía los ojos azules, y él, castaños— y era de temperamento tranquilo, mientras que él hablaba sin parar con todo el cuerpo. Ómar pensó en ir a su mesa y decir algo, pero no sabía qué decir. Hola, me llamo Ómar. Agnes y yo follamos borrachos hace varias semanas. No la conocía realmente y, aunque había pensado en ella con frecuencia durante las últimas semanas, no se había puesto en contacto con ella desde que se despidieron en el coche.

Decidió dejar de darle vueltas al tema. Se fue a grandes zancadas, cruzó la plaza donde estaba Agnes con aquel individuo, con rapidez y seguridad, sin que nadie se fijara en él.

***

Aquí todo se compara con Hitler, el Tercer Reich y los nazis. No para trivializar la discusión, ni para hacerla desaparecer adentrándose en el terreno de la religión, sino porque la policía ES igual que la Gestapo, la Oficina de Extranjeros ES como la Oficina Central de Seguridad del Reich, la televisión ES como Goebbels, la radio ES como Goering, la literatura ES como Knut Hamsun y Sigur Rós ES como Wagner. Te conviertes en un nazi, vivas donde vivas.

***

—Eres muy inteligente, Agnes Hija de Dios, y sin querer insinuar que te esté mintiendo, ¿por qué demonios crees tú que yo te digo la verdad?

Arnór salpicaba saliva y marcaba el énfasis con el dedo al hablar, como si, de paso, intentara matar una nube entera de mosquitos.

—No confío en ti más que en cualquier otro —dijo Agnes—. Y, además, no me importa si me dices la verdad o no. No estoy empeñada en conocer hechos reales sobre ti, sino opiniones.

Agnes lamió la espuma de la taza e intentó guardar la calma. Se sentía mal en presencia de Arnór. Si no era él quien hablaba, se ponía a refunfuñar como si el mundo le pareciera tan ridículo que apenas pudiera estar tranquilo.

—¡Pero tú eres judía! —exclamó Arnór, echándose a reír—. Una puta judía, por muy guapa que seas.

Echó la cabeza a un lado.

—Estoy bautizada como católica —dijo Agnes.

El nerviosismo de Arnór era contagioso. La risa, la nerviosa alegría de vivir. Como si siempre pudiera decir lo que le apeteciera; como si ni la verdad ni la justicia tuvieran poder alguno sobre él. Y, sin embargo, era repugnante. Ella no quería sonreír. Pero su rostro quería hacerlo, de modo que tuvo que resistirse. Sabía que todo sería más fácil si se dejaba llevar. Él se haría más accesible y hablaría con más sinceridad si ella pestañeaba y sonreía. Si mostraba un poco de empatía. Entonces, él se ablandaría, se relajaría y se abriría. Ella había hecho eso mismo un montón de veces antes y nunca le había fallado.

Agnes sonrió.

—¡Puta judía! —exclamó Arnór riendo y alzando las manos al cielo—. La madre de tu madre nació askenazi, tú misma me lo dijiste. El judaísmo se hereda por vía materna, amiguita.

Agnes dejó de sonreír.

***

Postnazis. Neofascistas. Populistas. Extremistas de derecha. Conservadores radicales. Activistas de derechas. Miembros del Tea Party. Racistas cristianos. Etnocentristas. Centinelas de Occidente. Detractores del multiculturalismo. Xenófobos.

Anders Breivik era un loco de los ordenadores, un solitario, que se creía caballero medieval.

***

—No te pongas así. Solo te estoy tomando el pelo. Nada de moralina. No aguanto la moralina. Además, no me creo mucho la teoría de que la nación esté determinada por la herencia. El nacionalismo es cultural. ¿Has leído a Francis Parker Yockey?

Agnes intentó volver a sonreír.

—Imperium es quizá el escrito sobre nacionalismo más imponente jamás redactado. Yockey fue un genio. El nacionalismo viene determinado por la educación y el entorno mucho más que por la herencia.

—¿Y qué me dices del chiste del establo? —preguntó Agnes.

—¿Qué coño es el chiste ese del establo?

Agnes levantó las cejas y puso morritos mientras le daba vueltas a si seguir o no. Hasta entonces, prácticamente en todas las ocasiones le habían contestado con el chiste del establo en cuanto preguntaba a los nacionalistas sobre emigrantes de segunda, tercera y cuarta generación.

—Si una rata nace en un establo, ¿eso la convertirá en un caballo?

***

Cuando los partidos populistas empiezan a consolidarse, van enriqueciendo su vocabulario con préstamos de los partidos políticos «tradicionales». Sus dirigentes aprenden a hablar con mesura (en vez de soltando escupitajos), a comportarse como personas e incluso a ponerse en manos de estilistas y agencias de publicidad. Pero mantienen inalterables sus convicciones, aunque usen otras palabras y digan migrante en vez de negrata. Los partidos tradicionales ven cómo los extremistas les arrebatan seguidores y reaccionan acercándose al fascismo por el otro lado (y dicen «negrata» para referirse a los «migrantes»). Da la sensación de que existe un caos enorme.

***

La sonrisa de Arnór se esfumó. Torció el gesto. Era como si Agnes le hubiera tendido una encerrona. Como si lo hubiera apuñalado por la espalda. La mueca que se dibujaba ahora en su rostro podría describirse con palabras como «indignación», «conmoción», «ofensa» —como si aquellas palabras de Agnes se hubieran abierto paso hasta los tuétanos, hasta lo más hondo de su alma—. Pasados unos instantes y unas muecas de profunda amargura, se irguió en su silla y lanzó una mirada penetrante hacia el otro lado de la mesa.

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