Agnes carraspeó y los nazis dejaron de mirar sus latas de cerveza para mirarla a ella. Eran quince en total. Cuatro de ellos, mujeres (tres novias y una hermana). Agnes tuvo la sensación de que unos y otras estaban más o menos desdentados. Pero no debía de ser así. Tenía que ser pura imaginación. Prejuicios. Volvió a carraspear, puso un pie delante de otro y se zambulló en el odio y la estulticia del brazo en alto.
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Otto Rahn, medievalista y oficial de las SS, visitó Islandia en el año 1936. Era un hombre hambriento de aventura y viajó por el mundo entero. Se le ha mencionado muchas veces como el modelo más claro de Indiana Jones (aunque los productores de sus películas lo niegan, como sería de esperar).
Otto Rahn describió su estancia en Islandia como sigue:
«Estuve casi al borde de la enajenación mental. Pero ¿por qué? Había soñado con este país de cuento, y de pronto me encontré en un país sin cuentos. La inacabable soledad de esta isla desolada en el último confín de las tinieblas del mar helado se adueñó de mí con poderoso abrazo. […] Quise «volar» como Lucifer, pero me mareé. Dondequiera que fuese, dondequiera que me detuviese, pensaba y reflexionaba: todo me atraía hacia aquí durante años. ¿Son estas las playas de Islandia? ¿Es esta la isla de Thule, por la que Piteas puso su vida en peligro? […] Lo que me rodea es una realidad horrible y despiadada. Ni un árbol, ni un bosque, ni una flor, ni un campo cultivado. Casuchas miserables, construidas sin pies ni cabeza, unas sirven de oficinas, otras como tiendas de modas, otras son redacciones de periódicos, cinematógrafos. Todo produce la impresión de algo aberrante, desarraigado, de algo que llegó a ser como es sin que nadie lo pretendiera».
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—Lo cierto es que todo está lleno de violadores y camellos —dijo Jónas.
Agnes se reprimió para no escupirle a la cara, para no arrearle una bofetada, se contuvo (intentaba que el desprecio no la enfureciese, para poder sacarle algo).
—La gente honrada prefiere no salir de casa —continuó él—. No se dedica a joder a los demás. La gente honrada quiere vivir con su familia. Pero tampoco es eso solo —añadió—. No solo la droga y la violencia. Sabes, cuando oigo a los tailandeses esos intentando hablar islandés, ya sabes, en una tienda o así. Quinsimil colona, o quieles bosa o algo por el estilo, ya sabes, esa mierda, esos putos ruidos que nadie llama islandés menos quizá esas tiparracas de la Casa Internacional, que tienen todas el cerebro lavado. Cuando oigo a esas tías intentando hablar islandés, me dan ganas de vomitar. Sé que suena jodidísimamente mal, pero es verdad. ¿Cómo se puede estar al mismo tiempo orgulloso de la propia herencia y dejar que alguien la maltrate de semejante forma? Y quiero decir que ¿es que no importa nada estar orgulloso de los propios antepasados? Eso es totalmente antinatural. Se me revuelven las tripas. Esto no puede seguir así si esa gente y yo compartimos el mismo espacio. Y yo llegué aquí primero. Mi vida está aquí. Tengo todo el derecho a vivir mi vida. Yo pago impuestos. Mis padres pagaban impuestos. Y sus padres. A lo largo de muchas generaciones, hemos estado viviendo en este país. Y uno ya ni siquiera puede entender a las cajeras del supermercado. Eso es todo menos normal.
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Y eso, qué. Por supuesto, la historia del amor de Hitler hacia los islandeses no dice nada sobre los auténticos intereses del Führer, sino que es mera copia exacta de la imagen que los islandeses tienen de sí mismos. Es la mirada del gran Otro, que ve una prueba en este orgulloso grito de guerra. Y es que la idea de que el Führer pudiera pensar que una pequeña colonia danesa de sojuzgados campesinos, al norte del océano, fuera un ejemplo destacado de la raza aria es simple y llanamente una estupidez. Claro que Islandia fue un punto de gran importancia táctica en la segunda guerra mundial, pero los islandeses no lo fueron nunca. Islandia era un aeródromo en mitad del Atlántico, pero no una cumbre de la poesía ni de la bravura —ni sangre pura ni límpido ideal.
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—La gente piensa que no somos más que unos pobres miserables —dijo la chica en voz baja, como si le diera miedo que la oyeran. Se llamaba Sólveig y probablemente era la única allí dentro que no estaba borracha. Ni demacrada. Tenía el pelo rubio (teñido) y dedicaba todas sus atenciones a la misma cerveza desde que Agnes entró en el local una hora antes—. No somos unos miserables, no somos pobre gente. Bueno, quiero decir que sí, claro, vaya, quizá no tengamos unos títulos universitarios de narices… Yo «solo» soy maestra de educación infantil. Y Siggi es «solo» maquinista. Por desgracia, no hemos hecho esos cursos de palabrería barata. Nada de teoría de género ni filosofía barata. Somos gente práctica y hemos aprendido cosas prácticas. Pero los medios de comunicación hablan de nosotros como si fuéramos tontos. Por eso hemos dejado de hablar con los medios.
—¿Yo no soy un medio de comunicación? —preguntó Agnes.
—¿No estás escribiendo una tesis?
—Sí.
—Pues eso no es más que palabrería barata. Lo que quizá sea mucho mejor, en realidad no lo sé. Pero tú no vas a poner una foto nuestra en la portada de DV con un titular diciendo que pensamos que los negratas son idiotas.
—¿Y no pensáis que los negratas son idiotas?
—NO. Bueno. No tienen las mismas capacidades. O no les valen para este país. O algo así. Sabes perfectamente lo que quiero decir.
—¿Qué negratas?
—Bah, todos los negratas.
—…
—Ya me has liado.
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Durante casi mil años, los islandeses tuvieron tan poca relación con el resto del mundo que no se les mencionaba más que como moneda de cambio en la política internacional de los países nórdicos. Pero la confianza de los islandeses en sí mismos hizo que eso los dejara indiferentes, porque son totalmente inasequibles a la burla. En las mentes y los corazones de los islandeses nunca ha habido espacio para otra idea que no fuera que ellos son los mejores del mundo. En lo que sea.
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Poco antes de medianoche, Agnes se fue del club, cogió el coche y se marchó a casa. Al llegar, se quitó los zapatos, cogió el portátil y se metió en la cama completamente vestida. En Facebook no había nada. O casi nada. Claro que estaba rebosante de vida, de películas en YouTube con gente haciendo volteretas en bicicletas y de caballos tocando el piano. Enlaces a publicaciones académicas y propaganda política, fotos de niños y promesas de corrección y mejora: hacer más footing, hacer más bizcochos, dedicar más tiempo a la familia y, sobre todo, pasar menos tiempo colgados de Facebook.
Es que todos eran tan listos. Sus fotos, tan perfectas. Agnes había leído en algún sitio —en algún sitio, pero ¿dónde?— que en Facebook la gente era totalmente distinta a como era en la realidad. Los insolentes y listos (en Facebook) eran tímidos y reservados (en los bares). Los guapos (en Facebook) eran más gordos, sudorosos y sucios (en los bares). Facebook era fruto de la imaginación. Una pura y simple cáscara, decían los críticos. Pero Agnes pensaba entonces si la realidad no sería también un fruto de la imaginación. Pura apariencia. Meras poses y postureos. Desde los tacones altos que no aguantaba pero que le encantaban, a los vestidos elegantes. ¿Y qué decir de la silicona? ¿Y de esos punks escrupulosamente harapientos o de los que eran listos en la realidad? ¿Era más real ser listo en un pub que ser listo en Facebook? ¿Era más interesante ser guapo en un baile que ser guapo en internet? ¿Por qué? ¿No nos pasaba a todos, que no éramos más que una cáscara?
¿Y qué significaba la cáscara del club ese, las cruces solares y las gamadas? ¿Qué intentaban comunicarle al mundo? Casi creía que estaban pidiendo que los sacrificaran. Puso el documental Männer, Helden und Schwule Nazis, sobre los nazis homosexuales de Alemania, colocó el ordenador a su lado, en la parte vacía de su cama de matrimonio, y se echó el edredón por encima de la cabeza.
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