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Agnes se había empeñado en que, en lugar de los «tradicionales» regalos de Navidad, harían una aportación económica a una ONG internacional de ayuda a la infancia para comprar alimentos. Así, harían el mundo un poco mejor, podrían aportar algo a la balanza que tiene dolor y tragedias en un platillo y en el otro la generosidad incondicional. Así podrían contribuir a aumentar la felicidad en el mundo.
Ómar estaba sentado debajo del árbol de Navidad del salón. No había tenido ganas de poner las lucecitas de adorno, pero la estrella coronaba la cúspide del árbol y Ómar llevaba puesto el gorro de Papá Noel, rojo y con purpurina. Sacó el acuse de recibo de su aportación. Cinco mil coronas habían ido a parar a la ayuda alimentaria de Unicef. No había sido idea suya. Él habría preferido hacerle a Agnes un regalo de Navidad. Habría querido que también ella le hiciera un regalo de Navidad. Y ahora, ni siquiera podía disfrutar de las ventajas morales que acarreaba vengarse de la sociedad de consumo. Porque lo que él quería era un regalo de Navidad. Además, todo había sido idea de ella. Exigencia suya. Las diez mil coronas que se suponía que entregaban conjuntamente procedían de ella —no porque ella hubiera trabajado para conseguir ese dinero, sino porque ella exigió que fuera así—. Pero lo único que quería Ómar era un regalo de Navidad.
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Lo que no querían los islandeses de Copenhague, a principios del siglo pasado, era ser otros. Ser el pequeño otro. Querían ser los que miraban, no los que eran mirados. Querían ser el gran otro. Querían ir ellos al Tivoli a ver a los papúes tatuados comer carne cruda y follarse a sus parientas. Pero, evidentemente, eso no era posible mientras los daneses hicieran cola para ver a los islandeses comer manuscritos y penetrar ovejas. Y por eso reaccionó la Asociación de Islandeses con semejante energía e indignación —como si los daneses estuvieran confundiéndose—. Como si los islandeses no comieran manuscritos ni follaran ovejas. Como si no fueran ellos los que tejían esos jerséis de lana.
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Cuando un año dio paso al siguiente —2009 se convirtió en 2010—, Ómar estaba sentado en las escaleras de la casa que compartía con Agnes en Sæbraut. Faltaba aún un mes para que volviera, pero, al menos, ahora todo estaba listo. Podía irse a vivir allí. Él lo había colocado todo en su sitio, había pasado la aspiradora y había fregado, había comprado papel higiénico, arroz y sal, y todo lo que tenía que haber en cualquier casa, y ya solo faltaba Agnes. Había visto el programa de fin de año y le había parecido psa-psa. Ahora dieron las doce y miró los fuegos artificiales que llenaban el cielo nocturno. Escuchó las explosiones que se confundían en un único estruendo pulsátil, como si la tierra tuviera violentas palpitaciones, bebió sorbitos de champán que había comprado con motivo de la festividad, subió la cremallera de su mono Kraft y soltó el humo del cigarrillo.
Había empezado a fumar demasiado.
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Victor Cornelins era pequeño cuando llegó a Dinamarca por primera vez, como pieza de exposición de las colonias danesas en el Tivoli. No era islandés de cuna, sino que procedía de las Indias Occidentales. Victor era un chico lleno de curiosidad y se lo pasó muy bien en la exposición. Le gustaba contemplar a los salvajes de mundos tan extraños como Islandia, las Feroe y Groenlandia, y le encantaba desplazarse a sus pabellones para ver las barcas balleneras feroesas, los trineos de perros de Groenlandia y los zapatos de piel de Islandia. Pero no le gustaba demasiado, como quizá pueda parecer evidente, dejarse mirar como si fuera un nórdico cualquiera de esos que comen cabeza de cordero socarrada, tocino de foca, testículos de cordero y cecina de cordero.
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Agnes cumplió los treinta y uno en la intimidad. Al menos, en Sæbraut. Para la ocasión, Ómar compró un donut en el que metió una velita. Después sirvió café. Había hecho un círculo rojo en el día del calendario, aunque poco indicaba que la otra inquilina de la casa fuera a cumplir años. Tenía cierta esperanza de que le llamara —o de que se presentara en Skype si él conseguía entrar en la red de los vecinos—. Pero no había sabido nada de ella desde que se cortó la conexión el mes pasado. Ni siquiera un SMS. No desesperaba. Sabía cómo era Agnes. No podía estar en muchos sitios al mismo tiempo. Si tenía que estar ahora en Jurbarkas, no podía estar también en Sæbraut. Sencillamente, Agnes era incapaz de semejantes acrobacias psíquicas. Como casi todo el mundo, era un poco autista. Ómar pensó que no tenía motivo alguno para acusarla de ser rara, cosa que él sí era.
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Un día, cuando la dirección de la «Exposición colonial» se hartó de ver al pequeño Victor Cornelins paseándose con demasiada frecuencia en el pabellón groenlandés, trajeron una jaula. Lo metieron en ella junto a su hermana Alberta, a quien, igual que a Victor, no le gustaba demasiado estar en exposición.
Los niños daneses solían congregarse delante de la jaula, animándose unos a otros a meter los dedos para comprobar si Alberta o Victor los mordían —pues se había corrido la voz de que eran antropófagos— y estos se hicieron mucho más populares enjaulados que paseando por ahí.
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—¿Con quién crees que tienes más en común, con un obrero de Uganda o con ese tal Hreiðar Már, el que fue presidente del Banco Kaupþing?
—¿En Uganda sirven pizzas a domicilio? —Ómar miró en el ordenador. Agnes había apagado la cámara para que no se entrecortara el sonido, y en lugar de imágenes en movimiento de su novia, solo veía una foto de dos gatitos grises rayados, acostados en un mullido cojín rojo.
—¿Por qué no iba a haber pizzas a domicilio en Uganda?
—Espera. Voy a mirar en Google…
—Mm.
—Pues sí que hay pizzas en Uganda. Incluso hay Domino’s. Nkrruurrumah Road. No sé pronunciarlo. En una ciudad llamada Kampala.
—Vaya si eres listo.
—Sí.
—Pero ¿tú qué crees? ¿Uganda o Hreiðar?
—Hreiðar.
—¿Por qué?
—No lo sé. Porque los dos crecimos con Hemmi Gunn. Los dos bailamos con la banda Sálin hans Jóns míns. Echamos la pota como fieras y nos enamoramos de Linda Pétursdóttir. Los dos oíamos rock en Reikiavik y leíamos a Halldór Laxness. Leíamos a Dostoyevski en las traducciones de Ingibjörg. Incluso él también habría podido trabajar alguna vez en Domino’s. Hace unos años, no era más que un chiquillo que estudiaba Comercio. Todo eso tiene su importancia.
—¿Tú crees que Hreiðar Már habrá leído a Dostoyevski?
—Eso me parece más probable que lo lea un pizzero de Uganda.
—¿No puedes buscar también eso en Google?
—¿El qué?
—Repartidores de pizza en Uganda que sean lectores de Dostoyevski, ¿no?
Ómar calló un momento.
—No sale nada.
—A lo mejor prefieren a Tolstoi.
—A menos que prefieran la traducción de Arnór Hannibalsson. Pero ¿por qué lo preguntas?
—Por nada. Me estuve peleando con papá. Nacionalidad frente a clase social. No importa.
—Ah, ya.
—Oye… tengo que irme. Nos vemos mañana por la tarde. ¿Vendrás a la estación de autobuses a ayudarme con las maletas?
—Sí, claro. ¿Tendrás hambre?
—No sé. A lo mejor un poco. Con que haya yogur o algo así, vale.
—Vale. ¿Algún yogur en especial?
—No, Ómar, da igual. Cualquier yogur. Pero ahora tengo que irme.
—Vale. Bye-bye.
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Cuando los islandeses exigieron que no los convirtieran en otros —cuando exigieron ser súbditos daneses y no habitantes de las colonias— se cambió el nombre de la exposición, que pasó a llamarse «Exposición colonial danesa y exposición de objetos de Islandia y las Feroe».
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