Pero la tesis no debía tratar de los lituanos. Tenía que tratar de los populistas.
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Gitanos. Perdón: roma y sinti y todos los demás. Si dispusiera de una denominación más adecuada, que no molestara a nadie ni excluyera a nadie, la utilizaría. La utilizaríamos. Nos contentaremos con señalar que utilizo el concepto de gitano con el máximo respeto.
Gitanos. Podemos intentar decir lo siguiente:
Proporcionalmente, en el Holocausto murieron tantos gitanos como judíos.
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Agnes se durmió enseguida después de la cena y a las tres de la madrugada volvía a estar en pie. Reinaba una oscuridad absoluta y la temperatura se acercaba a los cero grados. Aún no había visto el Coliseo ni había pedido audiencia al papa. Ni siquiera se había comido una pizza. La sencilla tarea de contemplar la vacía pantalla del ordenador le exigía toda la mente. A veces escribía una página, e incluso otra más, pero inmediatamente las quitaba del texto principal y las guardaba en otro documento, porque esas boberías no merecían, en absoluto, formar parte de una tesis de máster en historia.
Repasó las frases iniciales de la tesis.
Mi intención es comparar el populismo de derechas en la política islandesa con movimientos políticos semejantes de Europa continental, con especial referencia a los trabajos de Cas Mudde (Mudde, 2007) y las teorías del habitus, de Pierre Bourdieu.
Luego venía una larga lista de en qué teorías exactamente pensaba centrarse y en cuáles no, y por qué, qué tendencias y corrientes eran las dominantes en estudios semejantes en Europa, cómo pensaba recoger los datos y qué tipo de datos pensaba recoger y, finalmente, cómo lo pensaba unificar todo en un trabajo de investigación exhaustivo y totalmente excepcional como sería la sublime tesis de máster de Agnes Lukauskaite. Aquello ocupaba unas cien páginas, que había tardado en redactar año y medio, con pausas. Había leído varias decenas de libros y cientos de trabajos monográficos. Había dedicado cuatro meses enteros a peinar los medios de comunicación islandeses en busca de noticias y artículos sobre la postura de los partidos políticos islandeses y las organizaciones sociales en referencia a (a) los inmigrantes, (b) la élite, (c) las empresas e instituciones extranjeras y (d) la sociedad del bienestar, pues consideraba que eran estos los temas de mayor interés para los partidos populistas. A nadie debería extrañarle que el Partido Liberal obtuviera (casi) todos los puntos.
Luego llegó la crisis.
Luego, las elecciones.
Y ahora, el Partido Liberal pertenecía a la historia de los tiempos pasados. En consecuencia, un análisis de este partido era simple «material» para los libros de historia y no para la historia viva a la que se quería dedicar Agnes. Agnes quería formar parte del mundo. Quería influir en la marcha de la historia. Si no hubiera sido por los 45 años de ocupación de Lituania por la Unión Soviética, se habría definido (o se habría podido definir) a sí misma como historiadora marxista. Y lo era en realidad, aunque no pudiese decirlo en voz alta porque el gulag se le cruzaba en la conciencia. Pero no había pensado en obtener imágenes del pasado, no era de esa clase de historiadores. La tarea principal de los estudiosos era influir sobre el mundo, no solo describirlo.
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De modo que: Proporcionalmente, en el Holocausto murieron tantos gitanos como judíos.
Eso dicen a veces, no solo en sentido irónico, sino que lo afirman incluso estudiosos respetados y especialistas en el Holocausto. Pero no hay forma de comprobarlo. Porque existe una inmensidad de investigaciones y teorías sobre el número de judíos muertos en el Holocausto —desde los cinco hasta los casi seis millones—. De ellos, se conoce el nombre de unos tres millones, pero el margen de error está en torno a los 700 000. Que no es una cantidad desdeñable de personas: dos veces Islandia. Dos veces Kaunas. Por otra parte, se calcula que el número de gitanos muertos en su Holocausto estuvo entre los 90 000 y el millón y medio. El margen de error es de 1 410 000. Unas cuatro Islandias. Cuatro Kaunas.
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Pensó que, aunque fuera demasiado tarde para que la tesis destruyera al Partido Liberal, que se había destruido él solo, era factible que llegara a convertirse en una especie de parábola que podría servir de advertencia para otros. Antes o después, los populistas de derecha volverían a moverse sigilosamente. Y entonces la tesis ya estaría allí. Como un conjuro contra prejuicios e idioteces. Recítese dos veces al día con el estómago vacío, durante dos semanas.
Pero, pese a todo, no le apetecía escribir sobre un movimiento político muerto. Así que sería más emocionante escribir otra tesis de mierda sobre los tanques de la segunda guerra mundial, o sobre la degeneración de la Revolución francesa.
Fue entonces cuando empezó a hablar con Arnór. Había empezado a pensar que le apetecía cambiar la tesis. Escribir sobre la gente de extrema derecha en vez de sobre los populistas xenófobos. Escribir sobre gente como Arnór. Gente como los idiotas del Club. Pero también, aunque lo hiciera dando rodeos, sobre el elemento xenófobo generalizado que se extendía desde la derecha más extrema y recorría todos los partidos políticos, toda la burocracia y todas las instituciones de Islandia. Pero ya no estaba segura de nada.
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Pero la explicación más plausible de esos márgenes de error es esta: los gitanos siguen estando perseguidos en Europa; es decir, no nos podrían resultar más indiferentes. Los gitanos son unos pobres desdichados y unos marginales que no pueden levantar cabeza en ningún sitio, perseguidos en todas partes por igual, sea en Islandia o en Lituania. Carecen de recursos para defenderse por sí solos. No pertenecen a las instituciones políticas de sus sociedades y no tienen acceso a nuestra justicia. En muchos sitios, ni siquiera tienen derecho de sufragio. Son muy pocos los que han dedicado su tiempo a estudiar el tema de los gitanos —y lo que les hicieron— durante el Holocausto, porque pertenecen al grupo de los salvajes y estamos convencidos de poder referirnos a su naturaleza de ladrones, su vida de puterío y su machismo. Creemos saber todo lo que sucede detrás de las puertas cerradas de sus caravanas, sin siquiera haber echado un solo vistazo a su interior. Son el pequeño otro, aquel que miramos, pero nos negamos a ver. Aquel de quien contamos historias a fin de agrandar nuestra propia moralidad, nuestra amplitud de miras y nuestra civilizada forma de vida.
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Unos días antes de su partida, la llamaron para decirle que se iba a crear una Asociación de Lituanos de Islandia. Para «mejorar la imagen de los lituanos», como especificaron. Agnes deseaba liberar su pasado de Snorri Sturluson y Mindaugas. De violadores y víctimas. Liberarse del Contubernio Báltico y del Contubernio Nórdico (por no mencionar el Contubernio Balcánico del que les acusaban algunos islandeses un tanto despistados) en Eurovisión. Liberarse del Holocausto, la Unión Soviética, Hófí, Bogdan, Dorrit, la crisis y la guerra del bacalao. Liberarse de la Revolución Cantada y de la Revolución de las Cacerolas.
Respondió con evasivas a las preguntas de la mujer del teléfono, que insistía en que confirmase si iba a participar o no. Afortunadamente, estaría ya en Jurbarkas cuando se celebrara la reunión fundacional. Era imposible. No tenía sentido. Este pueblo. Estos pueblos. Racistas y violentos. Y estúpidos. Unos estúpidos de mierda que solo sabían ladrar.
Mierda.
Naturalmente, no odiaba a nadie. A lo mejor era por eso precisamente por lo que no podía integrarse en la Asociación de Lituanos de Islandia. Porque le costaba demasiado reconocer ante sí misma que hiciera falta un grupo de presión específico para decirles a los islandeses que los lituanos no eran simples violadores. Para que la gente comprendiera que no existía diferencia real entre los delitos islandeses y los lituanos —que los lituanos no eran más bestias ni sus delitos eran en absoluto más premeditados que los cometidos por islandeses—. Un grupo de catorce individuos robando pantalones vaqueros y cosméticos en un centro comercial no eran una mafia, sino una pandilla.
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